Vidas entrelazadas
Un rosal blanco de tamaño descomunal se movía de un lado a otro cual si fuese el péndulo de un reloj. Las puntiagudas espinas a lo largo del tallo tenían un extravagante matiz plateado que resplandecía bajo el brillo de la luna. Aquellas alargadas púas de la planta se asemejaban a peligrosos puñales capaces de lastimar a quien se les acercara. A pesar de la terrible amenaza representada por el arbusto, Maia no le tenía miedo, sino que lo contemplaba con ternura. La chica caminó hacia el enorme ser vegetal y lo abrazó como si fuese su hijo.
Un espantoso dolor en toda la carne herida apareció de inmediato. Al caer en cuenta del grave error cometido, la muchacha soltó la planta y agachó la cabeza para mirarse. Ríos de sangre manaban de las múltiples lesiones para luego derramarse sobre la calle pavimentada. La jovencita intentó gritar, pero no lo consiguió. Solo podía observar el manchón carmesí de su pecho en completo silencio, mientras sus manos temblaban. Justo en ese momento, el ruido de varios truenos resonó a lo lejos. Aunque no había rastros de nubes en el cielo nocturno, un fuerte aguacero dio inicio de forma súbita.
Maia hizo amago de correr en busca de algún refugio que la protegiera de aquella lluvia torrencial inesperada, pero el firme agarre de unos dedos sobre su hombro izquierdo la hizo cambiar de idea. Cuando la chica se volteó para observar a la persona que la estaba deteniendo, el alarido que antes no había podido exteriorizar por fin fue liberado. Darren se encontraba ahí, con la cabeza cubierta de espeso líquido rojizo, mientras sostenía el cadáver de doña Julia entre sus brazos. "Perdoname, por favor, perdoname", dijo el varón, entre fuertes sollozos.
La lluvia torrencial comenzó a deshacer los restos de la difunta. Una densa masa desfigurada se escurría entre los dedos del afligido muchacho como si de arena movediza se tratase. Conforme los pedazos sin forma iban cayendo al oscuro suelo, el rostro masculino se empapaba más y más con la sangre que manaba de su cabeza malherida. Cuando los brazos de Darren por fin quedaron libres de la carga, el chico cayó de rodillas y extendió la mano derecha hacia Maia. En medio de la palma abierta, había una espina del rosal.
La joven López abrió los ojos de golpe y el exceso de luz blanquecina en la estancia hospitalaria la deslumbró, pero no por ello cesaron sus agudos gritos. El clamor desesperado que brotaba desde su garganta no le permitía escuchar con claridad la apenada voz de la mujer que estaba intentando calmarla. La dama colocó ambas manos sobre las mejillas de la violinista, para así obligarla a enfocar la mirada en su cara. La jovencita necesitaba regresar a la realidad y hallar sosiego si pretendía mejorar su delicado estado de salud.
—¡Maia, escúchame! Ya pasó, era solo una fea pesadilla... Tranquila, yo te estoy cuidando, muñequita —declaró Rocío, en tono suave.
Al ver el rostro conocido de la señora, la respiración acelerada de la chica empezó a normalizarse poco a poco. Sin embargo, la niebla de la confusión en su mente todavía no se había disipado del todo.
—¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí? —preguntó ella, con el ceño fruncido.
—Estabas en el cementerio, cerca de la tumba de tu mamá. De pronto te pusiste mal y hasta te desmayaste. Don Javier me llamó para decirme que te habían llevado en una ambulancia y que viniera a buscarte en el hospital.
—¿¡El hospital!? ¡Ay no! ¡Me quiero ir de acá! ¡Vámonos ya! ¡No me gustan para nada los hospitales!
—No nos vamos a ir a ningún lado hasta que el médico lo diga. Todavía tienen que terminar de examinarte.
—Pero si lo mío no es nada grave, en serio.
—Por favor, no intentes mentirme sobre lo que te pasa. Estás muy mal. ¿Sabes por qué te desmayaste?
—Es por el estrés de los ensayos y todo eso. Ya me había pasado antes.
—¿¡Qué!? ¿Desde hace cuánto te están pasando estas cosas? ¿Por qué nunca me dijiste nada, mi niña?
—Nunca pensé que fuera necesario molestarte por eso. No quería preocuparte por una pavada.
—¿¡Una pavada!? Maia, ¿todavía no te enteraste de que tuviste un preinfarto? No minimices algo así de grave. Tu salud jamás va a ser una pavada —Rocío respiró hondo y miró el rostro de la muchacha, con una mezcla de severidad y ternura en sus ojos pardos—. Nunca más me vuelvas a esconder asuntos tan serios como este, ¿puede ser? No quiero perderte a ti también, muñequita...
Al escuchar aquella frase, una poderosa chispa de lucidez se encendió en el interior de la joven y la última gota de aturdimiento se evaporó. Ella apretó los labios e intentó encubrir que había lágrimas tratando de escapar desde sus ojos vidriosos. Rocío se dio cuenta de ese detalle enseguida y se le acercó para envolverla con los brazos. Al sentir el calor y la dulzura de la mujer fluyendo en aquel tibio abrazo, Maia no fue capaz de contener las intensas emociones que la embargaban. Se echó a llorar a lágrima viva, mientras sus manos sujetaban el torso de la señora Escalante como si de ello dependiese su mismísima vida.
—No me dejes sola, por favor —rogó la chica, con voz trémula.
—Estoy aquí contigo, mi amor, hoy y siempre —afirmó la dama, quien también lloraba sin disimulo.
Rocío no tenía manera de adivinar cuáles eran las verdaderas razones que se ocultaban tras aquel desborde de tristeza en Maia. Los pensamientos de la muchacha habían estado algo confusos al principio, pero la bofetada emocional llegó sin demora para derrumbarla una vez más. La imagen del sueño era un perfecto reflejo de la zozobra que ahora habitaba en su alma.
La tranquilidad que creyó tener al despertar y reconocer el bondadoso rostro de la señora se había esfumado con impresionante rapidez. Las memorias de los acontecimientos recientes regresaron a ella cual océano embravecido en mitad de una furiosa tormenta. El desconsuelo en su pecho no era una simple metáfora onírica, sino que en verdad lo estaba experimentando.
—Ay, mi niña, me encantaría tener el poder para borrarte las penas. Pero ya que eso no es posible, al menos haré todo lo que esté a mi alcance para te recuperes pronto. Vendrán mejores días, ya lo verás.
A pesar de lo reconfortantes que podían ser las declaraciones de la señora, el desconsuelo en la violinista continuaba in crescendo. Conforme más recuerdos retornaban a su mente, las ganas de arrancarse el alma cobraban mayor fuerza. ¿Cómo podía caber tanto sufrimiento dentro de un cuerpo tan pequeño como el suyo? El fango del rencor intentaba corromperle la esencia, mientras el peso del abatimiento trituraba su esperanza hasta convertirla en cenizas. Estaba hastiada de correr tras el espejismo de la felicidad que siempre conseguía escapársele.
—Maia, ya sé que no te gusta la idea, pero es necesario que el doctor te vea cuanto antes. Voy a llamarlo ahora, ¿de acuerdo?
—Está bien. No es como si pudiera evitarlo de todas maneras.
La señora Escalante se levantó de la cama y, después de secarse los residuos de lágrimas del rostro, caminó hacia la puerta de la habitación. Le dedicó una tierna sonrisa a la chica antes de abandonar la estancia. En cuanto Rocío cerró la puerta tras de sí, la máscara de serenidad que llevaba puesta se desvaneció por completo. La información que aún no había compartido con Maia la tenía muy inquieta. No había querido abrumarla con las malas noticias todavía, pero en algún momento se enteraría de los asuntos.
La chica tenía la presión arterial por las nubes, lo cual aumentaba el riesgo de que contrajese enfermedades coronarias serias, si no es que ya las padecía. El preinfarto había sido una poderosa advertencia de que algo andaba muy mal con su organismo. Los especialistas debían conversar con ella para conocer todos los detalles acerca de su salud en las últimas semanas. Además de eso, había varios exámenes pendientes por practicarle. Aunque no había un diagnóstico definitivo todavía, el panorama lucía poco halagüeño. La señora no sabía qué le esperaba a Maia, pero debía aceptar que existía la posibilidad de perderla. Rogaba al cielo para que no fuera así...
♪ ♫ ♩ ♬
La imagen que recibió a Jaime en cuanto llegó a la entrada del camposanto fue desoladora. A pesar de ser alto, Darren parecía haber regresado a la corta estatura que solía tener durante los primeros años de la adolescencia. La posición de su cuerpo lo hacía verse pequeño, temeroso e indefenso. Se había hecho un ovillo sobre la banca mientras con los puños se cubría la cara. El joven Silva bajó del auto y caminó hasta el asiento en donde su amigo reposaba. Se sentó al pie de la banca, de tal manera que ambos pudieran verse las caras.
—Si no tenés ganas de hablar todavía, lo entiendo. Pero no te podés quedar aquí toda la noche. Te vas a congelar y no vas a aguantarte el dolor de espalda mañana. Vení conmigo, quedate en mi casa —declaró el fotógrafo, al tiempo que le daba un par de palmadas en el hombro a su compañero.
—¡Quiero ver a Maia! ¿¡Cómo voy a respirar tranquilo así!? ¡La pobre casi se muere por mi culpa! ¡Necesito saber cómo está! —espetó el chico, con la voz desafinada a causa de la angustia.
—Raquel y yo también estamos muy preocupados por ella. Los tres queremos saber cómo está. Pero la enana y yo decidimos esperar hasta que nos dijeras exactamente qué pasó.
—Hoy se lo confesé todo.
—¿¡Todo!? ¿Querés decir que Maia ya sabe que vos...?
—Sí, ella ya se enteró de que atropellé a su mamá y de que se lo estuve ocultando por meses. ¡Me quiero matar!
—¡Uy, loco! Las cosas con ella están mucho más complicadas de lo que pensaba.
—¡La pobre tuvo un preinfarto! ¿¡Entendés la gravedad del asunto!? ¡No puedo acercármele de ninguna manera!
Jaime permaneció callado por varios segundos antes de hablar otra vez. La cabeza gacha y las numerosas arrugas en la frente del chico denotaban concentración profunda.
—¿Tenés algún familiar, amigo o conocido que trabaje en el hospital? Quizás así podamos saber algo sobre Maia.
Darren dejó escapar un suspiro frustrado. Estuvo a punto de contestar que no había nadie cercano a él trabajando ahí. Solo tenía deseos de sumergirse en un nuevo episodio de miseria. Sin embargo, una idea loca se abrió paso entre la masa de neuronas desconcentradas en que se había convertido su cerebro.
—¡Mi viejo!
—¿Tu viejo trabaja en el hospital?
—¡No! Maia vivió prácticamente toda su vida con la familia de mi viejo. ¡Él podría ayudarme! ¡Tengo que hablarle!
—¿Estás seguro de lo que querés hacer, che? Tomá en cuenta que tu viejo debe estar flasheando tanto como vos con todo este quilombo familiar.
—Lo más importante para mí ahora es Maia. Jamás me voy a perdonar si le pasa algo grave por mi culpa, ¡no podría soportarlo!
El joven Silva presionó los labios con fuerza para refrenar su lengua. Por alguna extraña razón, tenía un mal presentimiento con respecto a la idea de su amigo, pero no se atrevió a mencionárselo. La horrible angustia por la que Darren estaba pasando solo se prolongaría si él lo disuadía, así que prefirió guardarse el inexplicable recelo para otra ocasión.
—Y bueno, ¿tenés alguna forma de comunicarte con él?
—Mi vieja me dio su número de teléfono. Me dijo que él tenía muchas ganas de hablar conmigo tan pronto como fuera posible.
Al escuchar aquello, Jaime volvió a sentir el pinchazo de la duda. Un padre y un hijo que nunca habían tenido la oportunidad de conocerse no deberían hacerlo de manera atropellada. Darren planeaba contactar a su papá por las razones equivocadas, o al menos eso era lo que pensaba el fotógrafo. Pero, ¿quién era él para decirle a su compañero cómo debía vivir? Aunque no le resultaba sencillo, el muchacho mantuvo su decisión de callar.
—Entiendo. Solo hace falta que lo llamés, entonces.
El joven Pellegrini tomó el aparato de su bolsillo y desbloqueó la pantalla. Buscó entre los contactos el nombre de Matías. Cuando estuvo a un solo toque de iniciar la llamada, los dedos empezaron a temblarle.
—No sé qué decirle. Ni siquiera estoy seguro de cómo debería saludarlo.
—Escribile un mensaje, eso siempre es más sencillo, ¿no te parece?
—Sí, tenés razón.
El chico comenzó a digitar una nota electrónica breve pero significativa para el señor Escalante. En cuanto terminó de escribirla, se la leyó a Jaime en voz alta. Tan pronto como el fotógrafo le dio su visto bueno, Darren tocó el botón de enviar y respiró profundo. Estaba consciente de que probablemente esperaría un buen rato antes de recibir una respuesta de su padre.
Sin embargo, el muchacho no podría haber estado más equivocado. Matías estaba tan pendiente como nunca antes de su teléfono móvil. En cuanto el timbre de alerta sonó, el hombre se apresuró a mirar la pantalla. Su corazón dio un vuelco al comprobar que se trataba de un mensaje de su hijo.
—¡Buenas noches, señor Escalante! Me gustaría saber cuándo dispone usted de tiempo para que nos veamos —dijo él, susurrando el texto.
El empresario no sabía si debía reír, llorar, gritar, saltar o hacerlo todo al mismo tiempo. Tenía un nudo enorme en la garganta mientras deslizaba los dedos sobre la superficie táctil del aparato. "Si a vos no te molesta pasarte la madrugada entera en vela, podríamos encontrarnos ahora mismo". El varón envió aquella escueta contestación de inmediato. Había empezado a transpirar en exceso por el nerviosismo y la emoción que le provocaba la expectativa de reunirse con el muchacho. Le parecía casi un milagro que Darren hubiera decidido llamarlo tan pronto.
Unos pocos minutos después, un nuevo pitido le avisó que había llegado un nuevo recado para él. "De acuerdo. Lo espero frente al cementerio de la Recoleta". Matías sonrió como lo haría un infante ilusionado. Se puso una chaqueta negra y abandonó la habitación en donde se encontraba. Ni él ni su hijo tenían idea de lo que les traería aquel encuentro, pero esa noche sin duda se convertiría en una ocasión inolvidable para varias personas.
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