Una sonata del alma
Maia no entendía muy bien por qué aquel joven del parque se había portado tan amable con ella después de lo que le había hecho Kari. Cualquier otra persona se habría molestado bastante al saberse atacada por un animal potencialmente peligroso debido a un grave descuido por parte de su dueño. Y aunque ella no lo había hecho a propósito, la gente en general hubiera reaccionado como lo hizo la madre del chico, sin darle una oportunidad para explicarse y luego pedir disculpas. Al menos así eran casi todos los hombres y mujeres con los cuales se relacionaba. No solía encontrarse con personas amables casi en ninguna parte. Doña Rocío era la excepción a esa regla, pero no era común que otros individuos del entorno de la joven López siguieran ese buen ejemplo. Bastaba una mirada al atuendo y a la manera de arreglarse de la muchacha para que la tomaran por una tipa maleducada y agresiva. Incluso la habían tildado de delincuente en un par de ocasiones. Estaba acostumbrada a los prejuicios de toda clase. Sin embargo, el hombre que estaba sentado en la silla de ruedas no la había mirado mal ni tampoco la había insultado. Y por si eso no hubiese sido suficientemente bueno, ¡hasta le había sonreído!
Tuvo que mirar a ese muchacho a los ojos para determinar si su conducta se debía a que le estaba tomando el pelo, pero no había detectado ningún rastro de hipocresía en aquella mirada cálida. Por otro lado, la señora sí se había comportado como era lo más común dentro de su reducido círculo social. El marcado contraste entre el temperamento de aquella mamá y el de su hijo la confundió en gran manera. ¿Cómo era posible que una persona pudiera aprender buenos modales si había crecido al lado de otra prejuiciosa y grosera? A Maia le parecía muy peculiar ese hecho, era un detalle que le despertaba la curiosidad. Le hubiera gustado quedarse a charlar un poco con ese chico del parque, para así comprobar si aquella personalidad que parecía tan agradable era una simple máscara o si se trataba de algo auténtico. El problema era que sentía el peso de los ojos cargados de desprecio de la madre perforándole la nuca. No quería armar un lío aún mayor con esa señora, razón por la cual decidió retirarse con rapidez de ese lugar. No le había gustado para nada dejar al muchacho hablando solo, pero no logró encontrar una mejor opción.
A pesar de lo inusual de aquel acontecimiento, la atención de Maia pronto dejó de centrarse en ello. Apenas unos momentos antes, había sucedido algo mucho más preocupante que un simple altercado con una desconocida gruñona. No había sido casualidad que la correa de Kari se le soltara de las manos. Era la octava vez que experimentaba esa espantosa sensación de vértigo en menos de dos semanas. Al principio, la chica le había atribuido sus mareos a la falta de sueño y al estrés que le generaban los rigurosos ensayos y los numerosos exámenes. Pero cada vez se hacía más frecuente tanto eso como la súbita aparición de amplias zonas borrosas, blancuzcas, en su campo de visión. Estaba empezando a sentirse intranquila a causa de esa situación, pero no le diría nada acerca de ello a su tutora. Temía que la sacara de la academia por culpa de unos síntomas raros, los cuales tal vez se irían por sí solos con el paso del tiempo. No podía arriesgarse a entorpecer el proceso para la obtención de su anhelada beca de ninguna manera. No podría perdonarse nunca si perdía la oportunidad de alcanzar el sueño de su vida por algo que tal vez no era para tanto.
Maia avanzó a paso firme en dirección a su apartamento. Quería practicar un poco la bella sonata que había compuesto y luego tomar una siesta. Deseaba estar con todas las energías a tope durante el concierto privado de esa tarde. Esa importante prueba era el primer paso para conseguir un espacio entre el grupo de estudiantes que tendrían acceso a las audiciones posteriores para obtener la beca. Solo una persona recibiría la increíble oportunidad de continuar sus estudios en el prestigioso conservatorio Julius Stern Institut, ubicado en la ciudad de Berlín. Y para estar entre los cinco finalistas que participarían en una gala de cierre frente a un público en el Teatro José Verdi, la muchacha tenía que dejar deslumbrados a los jueces con la presentación de una composición propia. Dichos examinadores no se dejaban impresionar con facilidad, pues formaban parte de diversas instituciones de enseñanza primaria, secundaria y universitaria de diversas partes del país en donde se le daba especial énfasis a la música. Habían escuchado cientos y hasta miles de interpretaciones por parte de jóvenes provenientes de todos los rincones de Argentina. Sería un enorme reto ganar su aprobación unánime o, al menos, la de la mayoría de ellos.
La virtuosa mujer había decidido mostrar una de las más sentidas sonatas de todas las que había creado en los últimos meses, la cual describía con gran precisión la amalgama de sentimientos que había surgido en su interior tras la partida de doña Julia. La había titulado "Frágil". La mayoría de las melodías interpretadas por los demás jóvenes estudiantes de la academia, incluida la suya, contarían con el acompañamiento de un piano tocado por algunos maestros destacados en la institución. Únicamente esos docentes conocían de antemano las diversas composiciones de los alumnos que harían aquella presentación preliminar, pues debían ensayar junto a ellos a diario, después de finalizar las lecciones programadas. Sería un evento distinguido y memorable para todos.
Dos horas antes de comenzar con la presentación, Maia ya estaba a las afueras del gran salón en donde se llevaría a cabo la prueba. Había decidido hacer una excepción para ese día especial en cuanto a lo monocromo de su vestuario. Se colocó una blusa blanca de cuello camisero llena de botones transparentes, con mangas largas un poco abombadas en la parte que le envolvía el antebrazo. Sobre esta prenda, llevaba un corsé negro con bordes de encaje, el cual se sujetaba al frente con un delgado cordel del mismo tono que atravesaba varios ojales plateados. La parte inferior de su cuerpo iba cubierta por una falda lisa, amplia y larga del mismo color del corsé. Un par de botas de cuero negro lustroso destacaban en sus pequeños pies. En cuanto a su cabello, este iba suelto y solo llevaba una diminuta prensita en forma de rosa blanca enganchada de un mechón al lado derecho de su cara, cerca de la sien. Casi no llevaba maquillaje en el rostro, ya que únicamente había decorado el contorno de sus grandes ojos con delineador negro. El traje elegido y la sencillez de su maquillaje la hacían lucir delicada y sobria, a la altura de la solemne ocasión.
Maia era la última persona de la lista de asignados para la presentación de ese día, por lo cual no era necesario que llegara tan temprano al sitio, pero le gustaba ser puntual en todos los compromisos, así que no le importó tener que estar sentada en la salita de espera por un largo rato. Conforme transcurría el tiempo, los rostros de los estudiantes que aguardaban por su turno se notaban cada vez más ansiosos. No obstante, la joven López estaba serena, como nunca antes lo había estado. "Esto es por papá y por ti también, mamita. Sé que ambos estarán escuchándome desde el cielo hoy y me darán fuerzas para que lo haga bien", murmuraba ella para sí. Mientras pensaba en sus padres, su mano derecha se paseaba por los bordes del accesorio floral en su pelo. Aquella florecilla de porcelana había sido uno de los pocos regalos que la señora Rosales fue capaz de darle. Había sido el obsequio recibido con motivo de su décimo octavo cumpleaños, el último objeto que la amable mujer le dio antes de partir para siempre. Por lo tanto, esa rosa se había transformado en su amuleto de buena suerte desde entonces.
—Maia López Rosales, ha llegado su turno. Ingrese al salón de inmediato, por favor —declaró la voz grave de un hombre desconocido, vestido de traje entero.
—Sí, señor —contestó ella, al tiempo que se ponía de pie, sujetando el estuche de su amado violín con una mano y alisándose la falda con la otra.
El amplio escenario estaba iluminado por varios focos enormes cuyo resplandor amarillento producía una sensación de calor casi al instante. El piso de madera oscura relucía de limpio y las cortinas rojas estaban recogidas a los lados de la plataforma. El profesor Mario Andrade Vega ya estaba sentado en el banquillo junto al piano, esperando por la protagonista de la presentación. La joven caminó con paso firme hasta la parte central del espacio asignado y le dedicó una pequeña reverencia al jurado.
Luego de ello, tomó el estuche de su instrumento y lo abrió con cuidado. Una vez que hubo colocado correctamente el violín sobre su hombro, se dio a la tarea de afinarlo. Después de un rato, se volteó para mirar al pianista. Con un movimiento de la cabeza, le indicó que estaba lista. Entonces, la chica posó el arco sobre las cuerdas del hermoso Stradivarius y dio inicio a la ejecución de la sonata que había estado ensayando tantas veces durante los dos últimos meses.
El salón se llenó de la más dulce y melancólica combinación de notas imaginable. Hacía mucho tiempo que los jueces allí presentes no escuchaban una melodía a través de la cual se transmitiesen los sentimientos de una persona con tanta fuerza y claridad. La muchacha movía las manos de manera suave pero decidida. El sutil vaivén del resto de su cuerpo se encargaba de complementar el poderoso mensaje que viajaba en el aire sobre las etéreas alas de aquella desgarradora música. Esa triste sonata había nacido del talento que solo podía poseer una violinista experimentada como lo era Maia, pero no eran solo sus capacidades artísticas sobresalientes las que hacían de su presentación algo inolvidable. Casi podían palparse las fibras de su corazón atormentado cuando estas tomaban la forma de nostálgicas voces invernales coreando al unísono. Era un himno en memoria de un alma bondadosa que había cambiado su morada terrenal por una menos efímera, dejando atrás a quien hoy la homenajeaba. Una pareja de cristalinas lágrimas abandonaron la prisión azulada en que se hallaban y bañaron las mejillas de la joven intérprete al término de su ejecución.
—Muchas gracias por su esfuerzo, señorita López. Puede retirarse ya. Los resultados de la prueba serán comunicados dentro de una hora —anunció uno de los expertos en la mesa del jurado.
La muchacha sonrió levemente e inclinó la cabeza hacia delante, tras lo cual empacó el violín con rapidez y abandonó la sala. Acto seguido, se dirigió al jardín ubicado en el exterior del edificio. Se sentó sobre un banco metálico esquinero, el cual se hallaba bajo la sombra un gran jacarandá. Una vez allí, abrazada a su instrumento musical, se dio a la tarea de respirar profundo varias veces, pues deseaba calmar el llanto que amenazaba con desbordársele sin control. Para su buena suerte, ninguna otra persona se hizo presente en ese sitio, con lo cual logró tranquilizarse más fácilmente. En cuanto estuvo segura de que su ánimo se había calmado del todo, sacó su pequeño reloj de bolsillo plateado y lo miró. Faltaban solo cinco minutos para el trascendental anuncio. El corazón comenzó a saltarle en el pecho cual si fuese un ave asustada. El brillante futuro que tanto anhelaba estaba a un paso de materializarse o de desvanecerse. Todo dependería del resultado de su presentación de ese día. Le rogó al cielo en silencio para que su nombre apareciera en la lista de los clasificados de la primera ronda.
Maia caminó despacio en dirección a la pizarra de anuncios contigua a la entrada del salón de las audiciones. Decidió mirar el papel con los quince nombres de los favorecidos empezando por los últimos puestos, entre los cuales esperaba encontrarse. Su vista fue paseándose por las líneas poco a poco. "Romero, Sosa, Flores, Acosta, Pereira, Silva, Medina, Cabrera, Vega, Morales... ¿dónde estoy? ¿Es que acaso no clasifiqué?", se decía ella, descorazonada. Su mirada continuó paseándose por las primeras posiciones. "Godoy, Ojeda, Ponce, Miranda... ¡López Rosales, Maia! ¡Por Dios, quedé en el primer lugar!" La euforia que la invadió en ese instante no tenía punto de comparación. Nunca antes en su vida había estado más contenta y agradecida que en ese preciso instante. Aunque todavía faltaban muchas rondas más para llegar a la audición final, ese primer rayo de esperanza en su sombrío mundo la hizo sonreír como una niña pequeña otra vez. "Esta noche tendrás todo un concierto para ti solita, mami. Te lo mereces. Yo sé que tú guiaste a mis manos hoy. Esto te lo debo a ti", susurró.
La conmovida muchacha se retiró del recinto con la frente en alto y la alegría decorándole el rostro. No le importaban en lo más mínimo las diversas miradas, en su mayoría despectivas, de quienes la rodeaban. No necesitaba recibir las felicitaciones hipócritas de ninguno de los presentes para sentirse dichosa. La sonata de medianoche que ella tocaría en esa ocasión iría cargada de los colores que se habían mantenido al margen en las anteriores. El turno de la felicidad había llegado por primera vez en muchos meses. Y ese hecho no pasaría desapercibido para Darren, el más ferviente seguidor de aquellos maravillosos recitales nocturnos realizados al pie de un suntuoso mausoleo blanqueado. No pasaría mucho tiempo para que la gran admiración y la curiosidad del chico por fin quedasen satisfechas...
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