Primer encuentro

Darren llevaba varios días de intriga con respecto a la identidad de la persona que tocaba el violín a medianoche. La idea de salir en su búsqueda le rondaba los pensamientos cada vez con más fuerza, pero no sabía cómo podría llevar a cabo un plan de ese calibre sin revelárselo a su madre. Por alguna razón extraña, el instinto le indicaba que el momento para agradecerle al violinista debía ser algo íntimo, casi sublime. No se sentía cómodo con la idea de que hubiese testigos oculares durante un evento así. Pero todavía no podía caminar, lo cual, sin remedio, lo obligaría a salir en su silla de ruedas.

¿Cómo se vería un tipo paralítico vagando por las calles en mitad de la noche, sin siquiera saber hacia dónde dirigirse? De seguro lo tomarían por loco. ¿Y si no hallaba al violinista? ¿O, peor aún, qué pasaría si lo encontraba y este no aceptaba verlo? Se moriría de la vergüenza si era rechazado por aquella persona. ¿Quién, en su sano juicio, le abriría la puerta a un perfecto desconocido que se aparecía a las doce de la noche?

El muchacho no terminaba de convencerse acerca de la viabilidad de su alocado plan, pero tampoco lograba desechar la idea por completo. Cada nota que nacía de las cuerdas de aquel instrumento lo atraía cual si fuese un imán. Decidió que lo pensaría un poco más antes de tomar la decisión final. Cerró los ojos e intentó vaciar su mente, para así darle cabida al sueño...

Al día siguiente, doña Matilde entró a la habitación del joven con gran sigilo. Eran las ocho de la mañana y él todavía seguía durmiendo. De haber sido un día común, la señora no lo habría molestado. Pero ese era un día muy especial para él y debía despertarlo temprano para que lo pudiera aprovechar al máximo. Se trataba del primero de abril, el día de su cumpleaños número veinticuatro.

Debía haber una celebración a lo grande y, con mayor razón, después de haber visto la impresionante mejoría en el ánimo de Darren. La señora estaba emocionada ante la perspectiva de agasajar a su querido hijo con todo lo que este quisiese pedirle. Estaba dispuesta a regalarle una fiesta hermosa y memorable. Por esos motivos, la mujer estaba ahí, sacudiendo con cuidado el brazo derecho de su hijo, para sacarlo del sueño de manera suave.

—¡Querido! ¿Sabes qué día es hoy? —susurraba ella, mientras él parpadeaba con rapidez para despejarse.

—No sé, ¿tenía alguna cita importante de la que me olvidé? —contestó él, todavía bostezando.

—Ay, mi amor, ¿cómo no te vas a acordar? Te lo resumiré en dos palabras... ¡Feliz cumpleaños!

Aquello tomó por sorpresa al chico y lo hizo sonreír como si fuese un niño pequeño otra vez. Había estado tan pendiente de sus miserias que ya no pasaban por su cabeza las fechas festivas. Se había olvidado por completo de la existencia de las ocasiones especiales, pues todos sus días resultaban ser casi iguales. De haberse encontrado en el mismo estado de ánimo decadente de antes, ni siquiera se habría inmutado ante la noticia. Pero su perspectiva de los acontecimientos ahora era totalmente diferente.

La misteriosa persona que tocaba el violín por las noches había obrado aquel milagro sin estar consciente de ello. Le había devuelto la alegría y la determinación para luchar por su bienestar, para compartir un festejo cumpleañero con su madre luciendo una sonrisa auténtica. El percatarse de la gran importancia de aquel hecho en su vida le dio el empujón que necesitaba para tomar la decisión que había estado posponiendo. "Quiero conocer al dueño de ese violín. Necesito darle las gracias", pensaba para sus adentros, mientras se preparaba para ir a desayunar junto a su mamá en el parque cercano a su residencia.

—Me gustaría comer unos gofres con miel y canela, de esos que sirven en la cafetería de la esquina. ¿Podrías conseguirme unos cuantos, por favor? Mientras vas por ellos, me puedes dejar bajo ese árbol. Me gusta mucho la vista desde ahí —aseveró Darren, al tiempo que señalaba uno de los frondosos robles aledaños a la fuente principal.

—Como tú prefieras, cariño. Este es tu día especial. Tendrás todo lo que quieras hoy, me aseguraré de ello. Ya casi regreso con tu pedido —contestó ella, guiñándole el ojo izquierdo.

Mientras la dama se marchaba hacia el local, el muchacho permaneció quieto, con la vista fija en el hermoso cielo despejado de esa mañana. Sin duda alguna, se trataba de un día perfecto para celebrar. Había dormido muy bien, no tenía malestares de ninguna clase y estaba junto a una persona que realmente lo quería. Tenía varias razones para sentirse contento durante el vigésimo cuarto aniversario de su nacimiento. Todavía estaba dándole vueltas a la excusa que le inventaría para salir de la casa por la noche sin que ella lo acompañase. No podía decirle el verdadero motivo, pero debía presentarle un pretexto razonable para no preocuparla.

Era un hombre adulto y no necesitaba pedir permiso para ir adonde quisiera, pero la circunstancia especial en que se hallaba y la enorme gratitud para con su progenitora lo impulsaba a tomar en cuenta la opinión de ella. No quería provocarle angustia innecesaria. En medio de esas cavilaciones se hallaba cuando el impacto de un par de patas caninas en su pecho lo sacó de la abstracción de sus pensamientos.

El impulso que traía el animal en plena carrera casi lo tumba de espaldas. De no haber sido por el árbol que estaba justo detrás de él, el cual le sirvió como punto de amortiguación, la silla de ruedas se habría volcado. Darren estaba temblando del susto cuando se escuchó la voz disgustada de la persona que estaba a cargo del gran perro.

—¡Kari! ¿¡Qué carajo pasa con vos!? ¡Vení para acá, tarada! ¡Mirá el desastre que hiciste! —exclamó la chica, al tiempo que tomaba la correa de la cachorra para separarla del pobre muchacho sobresaltado.

Antes de que ella pudiese pedirle perdón a Darren por el accidente con su mascota, doña Matilde se apresuró a hablar. Había llegado al lugar justo antes del incidente, por lo que había presenciado todo con lujo de detalles. El can se le había soltado de las manos a la chica cuando esta se mareó de manera repentina. No había sido su culpa, pero eso no le importaba para nada a la indignada madre en ese momento.

—¡Qué descuidada es usted! ¿No ve que esa bestia pudo haber lastimado gravemente a mi hijo? No debería tener animales de los que no se puede hacer cargo como se debe. Es un atentado para otras personas —declaró la señora Pellegrini, con visible desprecio en la mirada.

Al caer en cuenta de que la dueña del perro era la misma chica malhablada y mal vestida de la vez anterior, la mujer se indignó aún más. Estuvo a punto de soltar algunos reclamos adicionales, pero la detuvo la voz tranquila de su hijo, quien intervino a favor de la joven.

—No pasa nada, mamá. Fue un accidente nada más. Se ve que este perro es un cachorro todavía. Tiene mucha energía y ganas de jugar de sobra. No mide su fuerza y por eso te parece peligroso. Pero míralo, parece que le caigo bien —afirmó él, mientras Kari le lamía las manos con efusividad.

—Eso no justifica la terrible irresponsabilidad de esta chica. ¡Por Dios! ¿Y si el perro te hubiera tumbado y te estuviera atacando? No quiero ni imaginarme algo así, me dan escalofríos. ¡Ay, siento que me estoy descomponiendo! ¡Y todo esto por culpa de una tipa negligente!

Maia quería decirle unas cuantas verdades en la cara a aquella mujer que le parecía tan molesta, pero se limitó a escucharla en silencio. Odiaba que la gente le reclamara cosas sin darle oportunidad para defenderse. Y hubiera hablado sin temor, quizás hasta hubiese gritado, mas se abstuvo de ello por simple respeto al joven que había reaccionado con tanta amabilidad. Si bien la madre, desde su punto de vista, no se merecía cortesía alguna después de su comportamiento tan grosero, el muchacho había demostrado ser decente. Por lo tanto, la joven López lo miró a los ojos y le dedicó unas pocas palabras, justo antes de retirarse del sitio a toda prisa.

—Perdoná que Kari te haya asustado así. No volverá a ocurrir, lo prometo. Y me alegra que no te haya pasado nada. ¡Buen día! —expresó ella, con una frialdad en el semblante propia de las esculturas de piedra.

—Tranquila, no tenés que pedirme perdón. Me encantan los perros, ¿sabés? —aseguró él, muy sonriente.

Sin embargo, sus intentos por iniciar una conversación con aquella chica fueron completamente infructuosos. Maia no cambió su glacial expresión facial ni articuló palabra alguna. Se quedó mirando de reojo a doña Matilde y luego lo miró a él directamente por unos cuantos segundos. La indescriptible fuerza presente en los ojos azules de la muchacha, la cual se acentuaba por el abundante maquillaje negro que circundaba a dichos orbes, ocasionó que a Darren se le dificultara tragar. Un leve rubor decoró las mejillas del chico, pero ella no lo notó. Solo se dio la vuelta sin previo aviso y se marchó del sitio, casi corriendo.

—¡Lo que nos faltaba! ¡Te dejó con la palabra en la boca! ¡Qué desfachatez! —exclamó la indignada progenitora del joven.

—Olvídate de esto ya, mamá, no tiene importancia. Vamos a disfrutar del día, ¿sí? Me muero de hambre y se están enfriando esos ricos gofres. Dámelos, por favor —solicitó él, mientras esbozaba una sonrisa.

La actitud serena de Darren terminó por calmar los alterados nervios de la señora, quien accedió de buena gana a la petición. El muchacho sabía muy bien que su mamá había tenido la culpa de aquel malentendido y de la partida abrupta de la chica, pero no quería discutir por algo así en un día como ese. Prefirió dejar pasar el incidente y concentrarse de nuevo en disfrutar del momento. Además, necesitaba tranquilidad para analizar lo que acababa de sucederle.

Mientras comía su desayuno en silencio, se preguntaba por qué se había puesto tan nervioso hacía apenas unos segundos. No había razones lógicas para ponerse así. ¿De veras se había ruborizado? No recordaba cuándo había sido la última vez en que le había pasado algo semejante. Ni siquiera la noche del compromiso con Adriana se había sentido desasosegado. Aquel comportamiento involuntario de su parte resultaba ser todo un enigma para él. Estaba concentrado en esas cuestiones, ajeno a sus alrededores, por lo cual no se percataba de la cara que le estaba mostrando a su mamá en ese preciso momento.

—¡Darren! ¿Estás bien, hijo? Tienes una sonrisa de loco impresionante, ¿lo sabías?

El comentario de la señora sacó al muchacho del trance y lo devolvió a la realidad con un descontrolado ataque de tos. Se atragantó con un trozo de los gofres al saberse observado por doña Matilde. ¿De verdad estaba sonriendo como un demente sin percatarse de ello? ¿Qué rayos pasaba con él? Después de tomarse un sorbo de café para bajar el trozo de comida atascado, el joven por fin pudo hablar.

—Estoy bien, mamá. Es solo que me encanta estar contigo y el día está bárbaro. Por eso sonrío así —manifestó él, haciendo una mueca ridícula, cual si fuese un chiquillo travieso.

—¡Ay, cariño! No sabes cuánto me alegra verte así de contento —dijo la dama, sin dudar ni un segundo de la palabra de su hijo.

Sin embargo, Darren sabía que no le había dicho toda la verdad a la mujer. Se había alterado con la mirada de esa chica. Pero ¿por qué? Tendría que consultarlo consigo mismo en otro momento. Primero, debía enfocarse en el plan que tenía para esa noche. Todavía tenía que pensar en una justificación para su escape a solas. La perspectiva de irse en busca del violinista anónimo lo tenía muy entusiasmado. Le aguardaba una gran aventura como las que hacía mucho tiempo no tenía...


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