Mensajes ocultos
A medida que avanzaba a paso rápido por las calles aledañas al camposanto, la respiración de Maia empezaba a convertirse en una tarea dificultosa. Incontables veces había visitado el mausoleo sin experimentar ningún tipo de ansiedad a raíz de ello. Entonces, ¿por qué se sentía nerviosa? ¿Cuál era el detalle que había hecho la diferencia? La temperatura en sus manos era comparable a la de un témpano y ya comenzaba a sentir punzadas en la cabeza.
Detuvo su andar por un momento y se permitió cerrar los ojos mientras inhalaba y exhalaba profundo. Intentaba, casi al borde de la desesperación, enfocarse en pensamientos felices. Quería ahuyentar al cruel espectro que se alimentaba de su dolor, pero sus intentos fueron en vano. Los horribles recuerdos del día del accidente regresaron a su mente con total nitidez e hicieron que liberase un torrente de lágrimas. Se vio forzada a recostarse de espaldas contra un muro cercano cuando una abrumadora sensación de mareo le robó el equilibrio.
Los retortijones en su vientre eran tan potentes que estuvo a punto de regurgitar el escaso contenido que llevaba dentro de su estómago. La desgarradora escena estaba reproduciéndose en la privacidad de sus memorias como si de una película de terror se tratase. "¡Aguanta, ma, por favor no te vayas!" Contempló a doña Julia sumida en aquel profundo sueño del que nunca más volvería a despertar. Oyó de nuevo la fatídica declaración en la voz de la asistente médica. "Lo siento muchísimo, señorita. No hay nada más que podamos hacer por su madre. El golpe fue demasiado fuerte y se la llevó casi al instante".
La imagen del personal auxiliar que transportaba la camilla para la señora volvió a desgarrarle las entrañas. Y allí mismo, justo al lado de su mamá, ella había visto otra camilla en la que llevaban a alguien con la cabeza ensangrentada. Tenía casi todo el rostro cubierto por una mascarilla de oxígeno. "Usaba muletas, quizás por un accidente o alguna enfermedad, no lo sé. Ese día, el chico lloró muchísimo..." Las inocentes palabras de doña Lucía resonaban mientras todas las alarmas en el cerebro de Maia se encendían. ¿Qué estaba intentando decirle el subconsciente? ¿Por qué nunca se había molestado en preguntar quién era esa otra persona? Su intuición estaba rozando la linde de la verdad, pero ella se rehusó a avanzar. Tal como había sucedido el día en que presenció aquel nefasto acontecimiento en vivo, la joven López comenzó a gritar hasta lastimarse la garganta.
Los agudos alaridos hicieron que algunos transeúntes se detuvieran para mirar lo que sucedía. Junto al muro de un edificio estatal, una chica menuda estaba por horadarse las sienes con los dedos de tanta presión que ejercía sobre estas. No se avistaba a ningún bandido que pudiera haberle hecho daño, ni siquiera había personas cerca de ahí. Los cuchicheos sobre la posibilidad de que ella fuera la delincuente y estuviera fingiendo aquello para llamar la atención no se hicieron esperar. La mayor parte de los espectadores comenzó a mirarla con desconfianza.
Sin embargo, entre el grupo de curiosos había un jovencito con uniforme de escuela secundaria que ignoró aquellos chismes y se decidió a actuar. Se fue acercando despacio hasta quedar de pie justo en frente de Maia. Puso su mano derecha sobre el hombro de ella con firmeza y luego le habló a voz en cuello, pues ella todavía estaba gritando.
—¿Te duele algo? ¿Qué necesitás? ¡Dejame ayudar!
Los chillidos femeninos cesaron de golpe. La muchacha abrió los ojos de par en par, pero fue incapaz de mirar al chico que le hablaba. La vista se le había nublado por completo y la sensación de aturdimiento no había hecho más que empeorar. Con manos temblorosas, se palpó la ropa, en busca del teléfono móvil que traía en el bolsillo delantero en su blusa. En cuanto logró sacarlo, levantó el brazo para entregárselo al chaval. Apenas le alcanzó el tiempo para pronunciar unas cuantas palabras antes de caer inconsciente sobre el pavimento.
—Darren... acá... llamalo...
♪ ♫ ♩ ♬
Cuando la violinista despertó, se encontraba recostada sobre una cama. El contorno de los objetos a su alrededor lucía bastante difuso, pero al menos podía verlo. Quedarse ciega de manera permanente se había convertido en uno de sus mayores temores. Por lo tanto, cada vez que sus ojos volvían a funcionar, la chica lo celebraba con una amplia sonrisa y le agradecía al cielo por tenerle piedad. Soltó un largo suspiro de alivio y se impulsó para abandonar el lecho, pero la silueta de una persona se interpuso en su camino. Le puso las manos sobre los hombros y la empujó con suavidad para que volviera a recostarse.
—No te levantés hasta que el doctor lo indique, ¿de acuerdo? ¿Cómo te sentís, Maia? —preguntó el varón, en tono amable.
Aunque no lograba distinguir con claridad los rasgos faciales de quien le hablaba, la joven reconoció la voz de Darren sin problemas. No obstante, en vez de sentirse reconfortada por la presencia del chico, las palabras de él solo consiguieron alarmarla.
—¿Doctor? ¿Pero cuál doctor? ¿En dónde estamos? —inquirió ella, mientras se esforzaba por reconocer algo entre las manchas de color que sus ojos veían.
—No sé si te acordás, pero te desmayaste en plena calle. José Pablo pidió una ambulancia antes de llamarme a mí. Si te digo la verdad, creo que hizo bien. Ahora estamos en el hospital municipal.
—¿Quién es José Pablo?
—Es el pibe al que le diste tu teléfono poco antes de quedar inconsciente. Dejó su número y me pidió que le enviara un mensaje de texto contándole cómo seguías —afirmó el muchacho, al tiempo que se ponía de pie—. Eso lo voy a hacer más tarde. Primero tengo que ir a llamar al doctor Suárez para venga a revisarte. Me costó convencerlo de que me diera el permiso para quedarme a solas con vos hasta que despertaras. Prometí que le avisaría de inmediato.
—¡No, no, no! ¡No quiero ver a ningún doctor! Ya me he desmayado muchas veces y no me ha pasado nada. Estoy bien, en serio, ¡dejalo así!
El joven Pellegrini estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para lucir calmado en presencia de Maia, pues lo último que deseaba era alterarla otra vez. Sin embargo, la terquedad de la chica con respecto al cuidado de su salud desbarató la frágil careta de tranquilidad en él. La angustia que lo carcomía salió a flote en todo su esplendor.
—¿¡Tenés idea del susto que me llevé cuando recibí esa llamada!? ¡Casi se me sale el corazón! ¡No te imaginás cuánto me preocupé! ¡Vos no estás bien! ¡Dejate ayudar, por favor! —espetó él, a voz en cuello, preso de la frustración.
La jovencita cerró los ojos, agachó la cabeza y se cubrió los oídos. Estaba agitada, temblando de pies a cabeza, como si temiera recibir una fuerte golpiza en cualquier momento. Al darse cuenta del daño que sus gritos le habían ocasionado, Darren se llevó las manos al rostro y suspiró con pesar. Usando las puntas de los dedos, se enjugó las traicioneras lágrimas que pugnaban por brotar desde sus cuencas cual si estas fuesen cascadas. Respiró hondo varias veces hasta que el nudo en su garganta se deshizo un poco.
—Perdoname por haberte gritado... Me acabo de portar como un perfecto imbécil. No soy nadie para decidir lo que está bien o está mal para vos. Jamás buscaría obligarte a nada ni mucho menos pretendía asustarte.
El ritmo respiratorio de Maia continuaba alterado y cada latido en su pecho parecía apuñalarla. Un llanto silencioso se adueñó de ella sin que pudiera hacer nada para detenerlo. Había mucha historia detrás de aquella dramática reacción. La chica se sobresaltó cuando la mano derecha del muchacho empezó a deslizarse sobre su cabello, pero no la apartó. Más bien, abandonó la posición defensiva y se acercó para estrecharlo entre sus brazos con fuerza. Entonces, lloró tan intensamente como su pequeño cuerpo se lo permitía.
Darren no solo correspondió el abrazo de la joven López, sino que también se unió a ella en su momento de aflicción. Los sollozos y las lágrimas de ambos se entrelazaron en una desgarradora sinfonía hecha de sufrimientos acumulados. Los dos cargaban con el peso de diversas tristezas inconfesadas. Sombríos secretos residían en las profundidades de sus almas atormentadas.
Los fantasmas del pasado habían sobrevivido hasta el presente y amenazaban con arruinarles el futuro si ellos lo permitían. ¿Tendrían el valor de remover las barreras que se interponían entre sus corazones? Tal vez sí o tal vez no, ninguno de ellos lo sabía aún. Mientras lo decidían, al menos estaban haciendo el intento de caminar juntos en la misma dirección.
♪ ♫ ♩ ♬
Varios minutos transcurrieron y los jóvenes continuaban abrazados. El acceso de llanto se había detenido, pero no por ello sentían deseos de soltarse, sino todo lo contrario. La tibieza de los cuerpos y el ritmo acompasado que había alcanzado la respiración de cada quien tenían un efecto calmante poderoso del uno sobre el otro. No tenían intención alguna de acabar con aquella agradable sensación de tranquilidad.
Cuando por fin se atrevieron a mirarse las caras, una débil sonrisa melancólica curvó los labios de ambos. Tenían los párpados hinchados y los ojos enrojecidos. Absorbían y expulsaban el aire a través de la boca porque sus fosas nasales estaban obstruidas, pero nada de eso les importaba. El momento tan íntimo que acababan de compartir los había acercado aún más de lo que cualquier beso o caricia apasionada pudiera haberlo hecho.
—¿Qué tenés ganas de hacer? —preguntó el varón, al tiempo que sus dedos se deslizaban sobre las mejillas y la frente de la chica.
—Tengo muchas ganas de quedarme con vos, justamente así, por horas y horas —respondió ella, mientras trazaba caminos con la mano izquierda entre los cabellos del muchacho.
La amplia sonrisa de niño tan característica de Darren hizo acto de presencia. Sin previo aviso, acercó sus labios a los de ella y le obsequió un beso breve pero muy tierno. El gesto de sorpresa y alegría que se dibujó en el semblante de la violinista conmovió al chico y pasó a formar parte de esos momentos de la vida que se atesoran para siempre. A él le hubiera encantado complacer los deseos de Maia y quedarse ahí para prolongar esos hermosos instantes de felicidad, pero sabía muy bien que ya no podía escapar del mundo real por más tiempo.
—Pienso que deberías descansar todo el día, pero con lo cabezona que sos, seguro no lo vas a hacer. Entonces, si pretendés ensayar hoy por la noche, creo que deberíamos asegurarnos de que estés bien. ¿En serio no vas a dejar que el señor Suarez te examine?
La violinista desvió la mirada y negó con la cabeza. No estaba lista para hablar acerca de sus traumas con nadie, mucho menos con un desconocido. Además, quería evitar cualquier posibilidad de que Rocío se enterase del asunto, pues eso la preocuparía de manera innecesaria. La señora Escalante pasó por incontables angustias a raíz de la severa depresión y de los ataques de pánico que la jovencita había sufrido tras el fallecimiento de doña Julia. Maia odiaba la idea de causarle nuevas inquietudes a su tutora legal.
Aunado a ello, la presión de la gala de cierre absorbía casi todas sus energías. En caso de que le prescribiesen sesiones de terapia psicológica, no contaba con el tiempo ni el empeño que debía dedicárseles a dicha clase de tratamientos. Había una importante beca en juego y no pensaba renunciar a la oportunidad de obtenerla por nada del mundo. El reconocimiento médico tendría que ser pospuesto.
—Si no me pasa nada más hasta la noche del concierto, prometo que vendré acá con vos para hacerme un chequeo al día siguiente, ¿puede ser?
—¿Y qué le digo al doctor, entonces? No nos podemos ir así nada más.
—Decile que se me bajó la presión porque he estado bajo mucho estrés y que, además, no desayuné hoy. Pero ahora pienso arreglar los asuntos. Me voy a relajar y voy a alimentarme bien... ¿Qué tal suena eso?
—A decir verdad, esa excusa suena creíble. Y si eso es lo que vos querés que le diga, así va a ser. Pero no me gusta nada que te pongás en riesgo por rechazar unos simples exámenes generales.
—Quedate tranquilo, no es nada grave, ya lo vas a ver. Vos también deberías relajarte para cantar mejor, ¿no es cierto? —declaró la jovencita, dedicándole una mueca graciosa para distraerlo.
Darren le sonrió y se quedó mirándola con cariño durante unos segundos. A pesar de que parecía estar contento, no lo estaba ni de lejos.
—Esperame acá, por favor. No me tardo.
Tras decirle aquello, se despidió de ella con un ademán manual y salió de la habitación para ir en busca del doctor. Antes de hablar con el hombre, quiso ponerse un poco más presentable. Hacía un buen rato que no lloraba con tantas ganas como lo había hecho esa mañana y eso había dejado su cara hecha un absoluto desastre. Por lo tanto, se dirigió a la sección de los baños para lavarse la cara, limpiarse la nariz y peinarse.
Después de enjuagarse bien, se quitó el exceso de agua con una toalla de papel y se miró al espejo. Las claras señales del espíritu quebrantado que halló en su propia mirada fueron una violenta bofetada por parte de la realidad. Acababa de presenciar en primera fila la fragilidad en la mente de Maia. Jamás pensó que ella reaccionaría como un animal asustado al escucharlo subir la voz.
Aunque desconocía los motivos que tenía la chica para haber actuado de aquella manera, no por ello se sentía menos perturbado. Si algo aparentemente simple la había alterado tanto, ¿qué iba a ser de ella cuando conociera la identidad del asesino de su madre? La culpa seguía consumiéndolo de a poco y ahora se le sumaba un auténtico pavor a destrozarle la cordura.
Darren se sentía incapaz de soportar un episodio similar al que había vivido con Maia a sabiendas de que la responsabilidad por cada una de las lágrimas que la chica derramase sería toda suya. ¿De dónde podía sacar las fuerzas necesarias para decirle la verdad? Aquella dolorosa confesión ahora taladraba su cabeza con más ímpetu que nunca. Pero, ¿cómo podría encarar a la chica sin sentir que su propia alma se caía a pedazos junto a la de ella?
No podía negar que el hecho de seguir ocultando un secreto así de grande resultaba dañino para ambos. La pequeña bola de nieve que era al principio se había transformado en toda una montaña gigantesca. Con cada minuto que pasaba, una nueva llama se añadía al sofocante infierno que llevaba a cuestas.
—Cuando todo este tema del concierto haya pasado, vos vas a hablar con ella sí o sí, ¿lo entendés, boludo? —dijo él, hablándole a su reflejo.
No sabía si al final iba a ser capaz de cumplir con aquella promesa autoimpuesta, pero al menos lo intentaría...
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