Heridas que sangran y heridas que sanan

Maia avanzaba por en medio de la ciudad como si una temible bestia hambrienta estuviese persiguiéndola para quitarle la vida y devorarla. Su corazón latía a todo galope, golpeándole el pecho cual si fuese un niño insolente haciendo rabietas. Las manos le temblaban y había comenzado a sudar de manera copiosa. ¿Por qué sus malditos recuerdos no la dejaban vivir en paz? ¿Por qué siempre se disparaban aquellas torturantes imágenes en los momentos más inoportunos? Cualquier momento que fuese más estresante de lo normal para la chica y que, además, involucrase la participación de otras personas, resultaba en una grave amenaza. Casi siempre terminaba por convertirse en un serio ataque de pánico. La muchacha estaba harta de huir, agotada de andar por la vida como una prisionera desvalida que era atacada por sus propias quimeras. Si tan solo fuese capaz de apagar el tono de burla de las voces, la malevolencia de las risas, el desprecio de los ojos, el odio en las palabras... Quizás, solo quizás, podría ella detener el perenne sangrado de las heridas que le despedazaban la existencia...

♪ ♫ ♩ ♬

El cielo exhibía una gran cantidad de nubes grises en aquella mañana apagada de mediados de año. La lluvia parecía estar por aparecer en escena. Maia llevaba puestos una blusa y un pantalón negros bajo una larga gabardina del mismo color. Sobre su espalda, reposaba el estuche oscuro que protegía a su amado violín. El gorro que le abrigaba la cabeza y los botines en sus pies iban a juego con el resto de la vestimenta. Incluso el maquillaje sobre los párpados de ella le mostraba al mundo la misma oscuridad y, al mismo tiempo, recubría las ojeras azulinas que nacían a causa de los desvelos y del llanto recurrente. El único contraste notorio con aquellas prendas monocromáticas lo establecía la palidez enfermiza de su piel y el intenso pedazo de cielo atrapado en sus iris. La expresión sombría en el semblante de la muchacha se había convertido ya en su sello personal desde hacía mucho tiempo, pero se había acentuado desde que doña Julia ya no caminaba entre los vivos. No había nadie que reavivara la llama casi extinta en que se había convertido la existencia de la joven López.

Maia deseaba evitarse aunque fuera uno de los muchos malos ratos que tendría durante sus largas jornadas de clases. Por esa razón, había comenzado a irse a pie varios minutos después de que los hijos de doña Rocío se marchaban. Estaba harta de las bromas pesadas y los comentarios hirientes que estos le lanzaban día tras día. Ya tenía suficiente con las groserías del resto de los compañeros como para soportar aún más improperios desde tan temprano. Ni siquiera respetaban el hecho de que estaba de duelo por el fallecimiento de su madre. Por el contrario, el fatal acontecimiento les había brindado material adicional del cual nutrirse para fastidiarla y lastimarla. Trataba de evitarlos tanto como le era posible, pero no siempre podía escaparse de ellos. Y aquella mañana sería una de esas en que la suerte no estaría de su lado. Justo antes de doblar la esquina que conectaba con la calle en donde se ubicaba el centro de estudios, la chica se encontró de frente con los tres varones Escalante, en mitad de un callejón solitario.

—¡Mirá, pero si es la turrita otra vez! ¡Tan estúpida ella! ¿Acaso no entiende que acá no hay lugar para chirusas? ¡Rajá de acá, maldita emo de mierda! —espetó Mauricio, mientras empujaba a Maia contra la pared.

—No entiendo cómo se le ocurrió a mi vieja que este espantapájaros cabía en nuestra familia... ¡Y no deja de llorar la muy imbécil! ¿Extrañás a mami, eh, necesitás que venga y te prepare el biberón? ¡Ojalá que las hubieran atropellado a las dos! —afirmó Javier, al tiempo que escupía en el rostro de la jovencita.

—Y cuidadito se te ocurre intentar algo para salvarte el pellejo. Si mi vieja se llega a enterar de un solo detalle de esto, podés estar segura de que te voy a reventar, ¿¡me oís, asqueroso remedo de cuervo!? —imprecó Alejandro, tras lo cual le propinó un puñetazo en la sien izquierda a la chica.

El impacto fue tan fuerte que Maia comenzó a ver puntitos brillantes. El autor de la última agresión estalló en carcajadas al contemplar cómo ella se sostenía la cabeza y se encogía de dolor. Los otros dos varones presentes se unieron al coro de risotadas casi al instante.

—Espero que, de una vez por todas, hayás entendido el mensaje... ¡Largate! —expresó el mayor de los hermanos Escalante.

Maia tenía los ojos humedecidos por algunas lágrimas involuntarias que llegaron como reacción natural ante el poderoso golpe. No obstante, levantó la mirada y los observó fijamente, uno por uno, en total silencio. La fiereza que emanaba de los grandes ojos azules de la chica aniquiló por completo las risas de los tres atacantes. Y más inesperada aún fue la categórica respuesta que ella les dio.

—Está bien, me voy a largar... ¡Pero me voy a largar para Alemania, con una beca, restregando mi victoria en la cara de estúpidos que tienen!

La jovencita esbozó una amplia sonrisa triunfadora y mantuvo la frente en alto después de concluir con su valerosa declaración. Estaba algo mareada y tenía un ligero malestar gástrico, pero nada de eso la hizo amedrentarse. El gesto confiado y el mensaje implícito de que ella era una mejor violinista que él despertó en Mauricio una furia incontrolable.

—¡Al infierno es adonde te vas a ir, idiota! —imprecó el joven, empujándola con mucha más fuerza que antes.

La potencia del empellón, sumada a la debilidad provocada por el puñetazo previo, hizo que Maia perdiera el equilibrio y se cayera de espaldas. El nuevo ataque la tomó por sorpresa, por lo cual no tuvo tiempo de reaccionar para protegerse. La posición del violín sobre su espalda ocasionó que el cuello se le doblara de manera anormal. Luego de ello, su cabeza dio de lleno contra el pavimento. No movió ni un músculo después de eso, puesto que había perdido el conocimiento. Los jóvenes la observaban con gran satisfacción al principio. Sin embargo, al percatarse de que no se levantaría de allí con rapidez, como había sucedido en ocasiones anteriores, los invadió el pánico.

—¡Che, creo que esta vez se te pasó la mano! ¡Larguémonos ya, antes de que alguien nos vea! —dijo Alejandro, al tiempo que corría y miraba de un lado a otro, corroborando que no hubiese testigos.

Mauricio y Javier apuraron el paso para irse detrás de su hermano menor. Mientras tanto, Maia continuaba inconsciente. Transcurrirían varios minutos antes de que ella pudiese despertar. Cuando su cuerpo logró reponerse del traumatismo, la muchacha intentó abrir los ojos, pero no lo consiguió. Su cabeza pesaba una tonelada, le hormigueaban las manos y se sentía aturdida, pero nada de eso la asustó tanto como lo que le sucedió cuando por fin logró separar los párpados. ¡No podía ver nada! Los latidos del corazón casi le horadaban el pecho y respiraba como si el oxígeno le faltase. A duras penas se puso de pie e intentó orientarse, pero la inestabilidad de sus piernas y el terror ante la invidencia no le permitieron avanzar. Aunque era lo último que hubiera deseado en ese momento, un violento acceso de ansiedad se apoderó de ella. Se acuclilló, temblorosa, mientras sollozaba. El llanto fue incontenible y afloró en cascadas. Aquella sería la primera vez que dichos ojos se nublaran, pero no la última...

♪ ♫ ♩ ♬

Maia había interpretado la llegada imprevista de doña Matilde como una luz roja de emergencia que la invitaba a evacuar el área. ¿Y si Jaime la había engañado? Quizá se había puesto de acuerdo con aquella mujer para luego torturarla juntos. Tal vez la señora deseaba continuar con el ataque verbal inconcluso de la última vez que se habían visto. Probablemente querría abofetearla en público... "¿Pero qué son todas estas pelotudeces en que estoy pensando? ¿¡Qué mierda me pasa!? ¡Necesito calmarme ya!" La muchacha detuvo sus pasos en seco y se puso a pensar. Necesitaba una estrategia efectiva para apaciguar el torbellino de emociones negativas que estaban por llevarla a sufrir un grave ataque de ansiedad. Se dedicó a observar los alrededores y, para su buena suerte, a unos cuantos metros de donde ella se hallaba de pie, había una tienda de discos usados. Sus zancadas aceleradas la llevaron hacia el interior de aquel pequeño local de inmediato.

—¡Buenos días, señorita! ¿Hay algo en lo pueda ayudarla? —dijo el vendedor, muy alegre.

La chica no le contestó el saludo, tampoco le sonrió. Solo caminó hacia el pasillo en donde se alojaban los álbumes de música clásica y empezó a buscar con frenesí entre las hileras. O, pe, cu, erre, ese... ¡Schubert! Tomó el disco, se volteó y le habló en voz alta al encargado de la tienda.

—¡Quiero escuchar este disco! Necesito saber si la melodía que más me gusta viene en la versión original.

—Claro, no hay problema. Puede probarlo en el computador de allá. Los auriculares están sobre el monitor.

Acto seguido, la joven López avanzó hasta el lugar indicado, abrió el lector de discos compactos, colocó el que traía en su mano derecha y volvió a cerrar la bandeja. Se puso los audífonos, buscó el tema que deseaba y dio un clic sobre el botón de reproducir. Los armoniosos acordes de Ständchen empezaron a acariciarle los oídos. Poco a poco, su respiración fue haciéndose más lenta y el movimiento de su corazón ya no le lastimaba el pecho. Mientras se mecía con suavidad, la chica estaba susurrando para sí misma la melancólica letra de la canción. "Hörst die Nachtigallen schlagen? Ach! sie flehen dich, mit der Töne süssen Klagen flehen sie für mich...." 1 Las palabras presentes en aquella composición siempre conseguían calmarle los nervios y traer a su memoria momentos de tranquilidad y alegría junto a su madre. Maia solía tocar esa melodía para doña Julia. Estuvo entre las primeras obras que ella había logrado interpretar de manera correcta. Solo podía pensar en cosas buenas cada vez que la oía porque, además de agradarle la cadencia, adoraba la lengua original en la cual había sido compuesta la letra.

El alemán siempre había sido uno de sus idiomas predilectos, pues las canciones que más le cautivaban desde pequeña eran cantadas en dicha lengua. En su academia, todos los alumnos tenían cuatro opciones en cuanto a clases de lenguas extranjeras, de entre las cuales podían escoger una o dos para añadirlas a su plan de estudios personalizado: inglés, francés, italiano o alemán. A pesar de que la lengua germana fue la menos buscada entre sus compañeros, eso nunca la hizo dudar acerca de lo acertado de su elección. Y ahora estaba más feliz que nunca antes con respecto a su decisión. La beca ofrecida venía precisamente desde Alemania. Si la ganaba, no tendría problema alguno para comunicarse con sus profesores y con los demás estudiantes allá. Sería un sueño hecho realidad en todos los sentidos.

Maia decidió quedarse a escuchar el resto de las melodías hasta que la reproducción del disco se detuviera de forma automática. Cuando eso sucedió, sacó el álbum de la bandeja, lo colocó de nuevo en la caja y se dirigió de nuevo al pasillo en donde estaba ubicado el estante correspondiente.

—¡El disco está rebueno! Le prometo que volveré después para comprarlo. ¡Muchas gracias, señor! —declaró ella, mientras hacía un ademán de despedida con la mano izquierda.

La muchacha salió de la tienda y respiró profundo varias veces. La crisis ya había pasado, pero la mala impresión que había dejado en Jaime seguramente no se borraría con facilidad. "Ni siquiera me llevé las cosas que él pagó por mí. ¡Soy una tarada! Tendré que ver cómo hago para remediar todo esto", pensaba para sí, al tiempo que caminaba de regreso a su apartamento. De pronto, una extraña sensación de mareo la obligó a disminuir la velocidad. Al principio se asustó, pero pronto supo de dónde venía aquel malestar. Con la gran conmoción anterior, se había olvidado de que aún tenía el estómago vacío. Un fuerte rugido de su vientre se lo recordó. "No tengo nada preparado en casa, ¡qué bajón!" La chica no tenía deseos de ponerse a cocinar, así que prefirió ir por la billetera para luego salir a comprar alimentos en alguno de los puestos ambulantes del parque. Le encantaban las ensaladas de frutas frescas que preparaba don Mario, así que fue hacia allí sin pensárselo mucho. En cuanto pagó y recibió la cajita de plástico con su desayuno, escogió una de las bancas debajo de la arboleda para sentarse a degustarlo con total calma. No tenía idea de la sorpresa que llegaría a ella a raíz de su elección...

*Una hora antes, en las instalaciones del Pani Recoleta...

La expresión fácil de Jaime dejaba ver a leguas que se había llevado una terrible decepción recientemente. Darren lo percibió al instante e intentó hacer las averiguaciones del caso. No quería estar en malos términos con su mejor amigo.

—¿Pasó algo malo? Me dijiste que había interrumpido algo y que me ibas a matar. ¿Me podés decir de qué se trata? Sea lo que sea, no fue mi intención molestar, ¡lo juro!

—Olvidate, loco, ¡ya no hay lío! Charlemos tranquilos.

—¿Estás seguro? Mirá que no me gusta enojar a la gente.

—De verdad te lo digo, ¡no pasa nada!

El joven Pellegrini no quedó muy convencido con aquella respuesta, dado que su compañero no tenía talento para esconder las emociones, pero prefirió no insistir más con el asunto. Quizá era mejor darle tiempo al chico enfurruñado para que se sosegara. Ya llegaría el momento para hablar del problema.

—Bueno, está bien, ya entendí... Por cierto, ¿cómo te ha ido en el negocio últimamente? ¿Concretaste la sesión con la modelo esa que me habías mencionado?

—¡Uff, me ha ido de maravilla! ¡No sabés la última! Dejame que te cuente...

El cambio de tema produjo un buen efecto de inmediato en el ánimo del chico. Hablar acerca de la fotografía lo apasionaba y Darren lo sabía muy bien. No tuvo necesidad de hacerle más preguntas, ya que el fotógrafo tenía material de sobra para compartir con quien quisiera escucharlo. Así transcurrió el encuentro entre ambos, con una que otra participación breve por parte del hijo de doña Matilde en medio del monólogo entusiasta del artista. Un rato después, Jaime miró el reloj en su muñeca y dio un respingo.

—¡Che, se me hizo tardísimo ya! Perdoná que no me pueda quedar más tiempo con vos... ¿Necesitás que te lleve a algún lado o querés que llame a tu vieja para que te ayude?

—Buscá un taxi que me lleve al parque. Desde ahí yo me las puedo apañar solo.

—De acuerdo. Dame un momento y te lo consigo.

El joven Silva no tardó ni cinco minutos y ya había localizado una unidad de Uber para transportar a su amigo. A pesar de que el parque estaba bastante cerca del restaurante, no era tan sencillo desplazarse hasta allí con una silla de ruedas. Una vez que el chico logró acomodarse en el asiento delantero, Jaime tomó la silla, la plegó y la puso en el asiento trasero del vehículo.

—¿De verdad no necesitás nada más?

—Estoy bien, en serio. ¡Andá a trabajar en paz, che!

—Bueno, loco, te llamo más tarde, entonces. ¡Nos vemos!

Acto seguido, el muchacho chocó el puño contra el de su compañero, a manera de despedida, tras lo cual se marchó a paso vivo. Darren no tuvo que darle indicaciones al conductor, pues Jaime ya le había marcado el sitio hacia el cual debía dirigirse. Transcurrieron unos pocos minutos y el automóvil por fin llegó a su destino. El taxista se bajó, tomó la silla de ruedas, la extendió y le tendió los brazos al chico para ayudarlo a acomodarse.

—¡Muchas gracias por todo, señor! ¡Que tenga un buen día!

—¡De nada, joven! ¡Que esté bien!

El parque lucía hermoso cuando lo iluminaban los rayos del sol. El atractivo verde del pasto y de las hojas de los árboles resaltaba aún más bajo la luz dorada de aquella mañana fresca. El muchacho enseguida sonrió al contemplar la agradable escena. Tenía intenciones de hacer allí los ejercicios que eran parte de la terapia, pero primero descansaría un rato bajo alguna sombra natural. Apoyó las manos sobre las ruedas y se impulsó hacia delante. Repitió el movimiento varias veces hasta que pudo alcanzar el punto exacto en donde deseaba permanecer. Mientras se limpiaba el sudor de la frente, una vocecita infantil se dirigió a él.

—Señor, ¿me compraría una flor? —declaró la niña, al tiempo que esbozaba una sonrisa triste.

—¿No deberías estar en la escuela a esta hora? —dijo él, intentando disimular la pena que le causaba la situación de la pequeña.

—Voy más tarde, pero primero tengo que vender para ayudar a mi mamá. ¿Le gustan las flores?

—Sí, por supuesto, ¡son preciosas! Me gustaría que me vendieras esa rosa blanca que tienes en la canasta.

—Esa cuesta sesenta pesos.

—Me parece bien. Toma, quédate con todo el cambio —manifestó el joven, ofreciéndole un billete de cien pesos.

—¡Es mucha plata, señor! ¿Está seguro?

—Claro, no te preocupes.

La chiquilla volvió a sonreír, pero esta vez lo hizo con alegría. Le entregó la rosa a Darren, tomó el dinero y lo guardó en el bolsillo delantero de su vestido.

—¡Que Dios lo bendiga, señor!

—¡Muchas gracias!

Cuando la niña se marchó, el chico se puso a mirar la flor en su mano con un dejo de tristeza. "Ojalá que algún día pueda hacer algo más para ayudar de verdad a los pibes como ella", se dijo. Suspiró hondo, colocó la rosa en el interior de su chaqueta y luego se quedó mirando hacia el frente, pensativo. "Si pretendo hacer algo útil por otra gente, primero tengo que estar en condiciones de ayudar". Con esa idea en mente, se puso a flexionar las piernas una y otra vez a distintos ritmos, tal y como se lo había recomendado el terapeuta. Luego de un rato, tomó un descanso para recuperar las fuerzas. Mientras reposaba, se le ocurrió una idea algo loca. "¿Qué tal si intento caminar hoy sin las muletas? Nada pierdo probándolo". Con esa resolución en mente, se puso de pie y comenzó a andar con lentitud. Aunque se esforzó mucho para mantenerse en pie, el peso de su cuerpo aún era excesivo para los músculos de las piernas. Apenas había dado seis torpes pasos cuando sus extremidades inferiores colapsaron. El chico se las arregló para voltearse y dejarse caer sobre el trasero y no sobre las rodillas, ya que eso podría ser peligroso para las articulaciones. Al verse sentado en el suelo tan pronto, soltó un resoplido de frustración. "Mejor regreso a la silla. Parece que esto no está resultando". No le quedó más remedio que tumbarse sobre su vientre y empezar a arrastrarse. En ese aprieto se encontraba cuando sintió una mano posándose sobre su hombro.

—¿Me permitirías que te ayude? —preguntó una suave voz femenina.

Darren tuvo que contenerse para no saltar ante la sorpresa que le produjo aquella aparición tan inesperada. Cuando se volteó para mirar a la persona que lo había tocado, sus ojos se encontraron con los de una muchacha menuda de cabellos negros. Maia, su violinista misteriosa, se había arrodillado a su lado y lo estaba observando con suma atención. Al percatarse de ello, la respiración se le entrecortó y se le subieron los colores al rostro de inmediato. Decenas de palabras se le venían a la mente en ese instante, pero todas se rehusaban a cruzar el umbral de sus labios. Abrió y cerró la boca varias veces, mas la voz se le había quedado aprisionada en mitad de su garganta. Solo fue capaz de asentir con la cabeza. Sin embargo, el gesto fue más que suficiente para la joven.

—Vale, entonces. Pasá el brazo por detrás de mis hombros y sostenete fuerte. Cuando estés listo, decímelo y nos levantamos juntos, ¿está bien?

El muchacho repitió el movimiento anterior para responderle. Mientras iba deslizando el brazo por la espalda de la chica, sentía que estaba tragando motas de algodón. Nunca antes había estado más nervioso que en ese preciso instante. En cuanto su mano se asió del hombro izquierdo de ella, se aclaró la garganta varias veces. Tenía que hablarle sí o sí. Entonces, con la voz un tanto rasposa, a duras penas pudo pronunciar por fin un par de palabras.

—Estoy listo...

—¡Perfecto! Nos levantamos a la cuenta de tres. Uno, dos, ¡tres!

La joven era mucho más resistente de lo que aparentaba su figurita delgada. No le resultó fácil soportar parte del peso de Darren sobre sí, pero pudo hacerlo de manera bastante satisfactoria.

—Vamos, caminá conmigo. Estamos muy cerca.

Los pocos pasos que separaban al muchacho de la silla se le hicieron eternos. "¡Me estoy portando como un gil otra vez! ¡Maldita sea!" Los latidos de su corazón se habían acelerado a causa del esfuerzo físico, ¿o acaso era por Maia? Su drama interno se aclaró, pero solo parcialmente, hasta que estuvo sentado otra vez. Por lo menos en esa posición ya no se sentía tan vulnerable. Inhaló y exhaló despacio, tanto para recuperar la energía como para apaciguar los nervios. Ella no dejó de mirarlo ni un segundo.

—¿Estás bien? ¿No te lastimaste?

—Estoy muy bien. Muchas gracias por esto y... bueno... por todo lo que has estado haciendo por mí. En serio te lo digo.

—¿Qué querés decir con eso? ¿Qué he estado haciendo yo por vos?

—Mucho más de lo que te imaginás. Pero no sé si tenés tiempo ahora para escucharme. Me gustaría explicártelo detalladamente.

—Para ser honesta, no puedo quedarme mucho más por acá. Pero sí me gustaría que charláramos más tarde. ¿Te parece si nos vemos luego?

La boca del chico estaba abierta, lo cual le confería un aire de estupefacción casi cómico, pero él ni siquiera se había percatado de ello. "¿Quiere que nos volvamos a ver? ¡Oh, por Dios! ¡Esto es increíble!" Una amplia sonrisa de profunda satisfacción apareció en el rostro de Darren al comprender que tenía ante sí una perspectiva muy alentadora. Y por si eso fuera poco, fue testigo de una auténtica maravilla. El semblante de la chica, el cual había permanecido inexpresivo durante todo el intercambio de palabras entre ellos, de repente se convirtió en un espejo. ¡Maia estaba sonriéndole! El muchacho creyó que su pecho explotaría de felicidad. Tenía que hacer algo lindo para ella. "¡Ya sé! ¡La flor!" Se apresuró a meter la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar la rosa blanca.

—Para vos, como muestra de mi agradecimiento —declaró él, mientras le dedicaba una reverencia, sin dejar de sonreír.

—¡Muchas gracias! Me parece relinda —respondió la chica, mientras arqueaba una ceja, un tanto extrañada, pero contenta.

—Por cierto, me llamo Darren. Y vos sos...

Se produjo un breve silencio antes de que la joven López decidiera corresponder el pedido tácito que le hacía su interlocutor.

—Maia. Mi nombre es Maia.

—Es un placer conocerte. Tenés un nombre muy bonito.

La muchacha se mordió el labio inferior y volvió a sonreír. Dejó escapar un leve suspiro, para después hablar.

—Esperame acá mismo, pero a las siete de la noche. ¿Te parece?

—¡Por supuesto que sí! ¡Me parece bárbaro! Acá estaré, podés darlo por hecho.

—¡Hasta entonces! Me marcho ya. Tengo mucho que hacer hoy —anunció ella, mientras agitaba la mano derecha.

—¡Que tengás un día genial! ¡Nos vemos! —manifestó él, dedicándole un simpático guiño con el ojo izquierdo.

El primer acercamiento significativo entre las almas de Darren y Maia finalmente había sucedido. ¿Qué les aguardaba en el horizonte? Ninguno de ellos lo sabía, pero estaban dispuestos a averiguarlo...



1. Ständchen de Franz Peter Schubert

Traducción de la estrofa citada al español

"¿Oyes gorjear a los ruiseñores? ¡Ay! Ellos te imploran. Con el sonido de dulces quejas imploran por mí".


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