Diferentes perspectivas
Después de pasar un buen rato en compañía de su madre, recibiendo las cálidas y placenteras caricias del astro rey, Darren por fin logró hacerle un rinconcito en su mente a la esperanza. Un leve atisbo de luz en su alma había comenzado a abrirse paso entre la densa neblina de sus dudas y temores. Quizás no todo estaba perdido para él, tal vez había algo bueno esperándolo en alguna parte. Y aunque el enigma del súbito cambio en su persona todavía no tenía una solución concreta, la fuerza de esa nueva determinación que se había apoderado de él no decrecía, sino que se mostraba imponente, llena de esplendor. El muchacho tenía ante sí un largo camino por recorrer, pero ya estaba preparado para avanzar con la cabeza en alto. En vez de resignarse a permanecer en el tenebroso hoyo de gélida soledad y amarga autocompasión en el que se había sumido por decisión propia, ahora podía ver el futuro con mayor claridad.
—Mamá, ¿podrías darme el número telefónico del doctor Fernández? Quiero hablar con él. Me gustaría comenzar con la terapia física cuanto antes —declaró él, mirándola a los ojos, con total seriedad.
—¡Claro que sí, cariño! Si quieres, puedes hablarle ya mismo... ¡Usa mi celular! —exclamó la señora, con la respiración acelerada, sonriendo como una chica enamorada.
La mujer empezó a revolver los múltiples objetos que llevaba en su bolso tal y como si de ello dependiese su vida. Las manos le temblaban y todos los dedos se rehusaban a moverse con precisión. Pasaron un par de minutos antes de que pudiera encontrar el escurridizo aparato que con tanta urgencia buscaba. Cuando consiguió sujetarlo entre ambas palmas, se lo entregó a su hijo con sumo cuidado, cual si de un frágil tesoro se tratase.
—Te voy a dejar a solas para que puedas hablar con calma. Tómate todo el tiempo que necesites. Mientras tanto, iré a comprar unas galletas de vainilla con chispas de chocolate y un café negro, como a ti te gusta. Vuelvo enseguida.
El joven no pudo evitar echarse a reír de la misma manera en que lo haría un niño pequeño en un parque de atracciones. Adoraba ver a su madre tan contenta otra vez. Después de tantos días de mirarla deambular por la casa con el ceño fruncido y una espantosa sombra nublándole la mirada, la reaparición de su amable sonrisa era un verdadero motivo de celebración. Saber que él era el responsable de que se diera ese hermoso acontecimiento era lo que más disfrutaba. "Perdóname por todo, mamá. De hoy en adelante, haré lo posible para que no vuelvas a estar triste por mi culpa", pensaba para sí, al tiempo que buscaba el nombre del médico en la agenda de contactos del teléfono. Una vez que lo halló, respiró profundo y presionó el botón de llamada.
—¡Buenos días, señor Fernández! ¿Cómo le va? Le habla Darren Pellegrini.
—¡Buenos días! Estoy muy bien, gracias por preguntar. Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?
—Verá, doctor, quiero saber qué es lo que tengo que hacer para empezar con las sesiones de terapia.
—Me complace mucho saber que ha decidido aceptar el tratamiento. Con gusto se lo explicaré...
En cuanto supo que el chico había cambiado de opinión, el tono de voz del hombre pasó de ser neutral a destilar casi tanta alegría como la que embargaba a la mismísima doña Matilde. A pesar de que sentía mucha curiosidad con respecto a la repentina transformación en el ánimo de su paciente, controló sus ansias de interrogarlo y se limitó a brindarle la información solicitada. Ya habría tiempo suficiente para tratar ese intrigante tema más adelante. Durante los quince minutos que duró la conversación, el muchacho dirigió toda su atención hacia cada una de las palabras que pronunciaba el especialista en salud. No se percató de nada de lo que estaba sucediendo a su alrededor en esos momentos, puesto que no deseaba perderse ni el más mínimo detalle de las explicaciones e instrucciones del médico.
A unos escasos diez metros de distancia de allí, la figura menuda y cabizbaja de una chica se desplazaba con pasmosa lentitud. Parecía estar cargando con el peso del mundo entero sobre sus hombros, a regañadientes. La oscuridad de su larga cabellera lisa danzaba con la brisa matinal, pero esa era la única parte en ella que bailaba. El resto de su ser se mostraba aletargado, colmado de insoportables penurias. La tensión en sus músculos faciales dejaba ver a las claras que las comisuras de sus finos labios hacía ya largo tiempo que no se curvaban. La apatía asfixiaba cualquier pequeño intento que hiciera por cambiar la desolada expresión de su semblante. Nadie más que ella misma podía comprender qué era lo que había apagado el otrora abundante resplandor de su zafírea mirada. Y como si la frialdad de su rostro no fuese suficiente, el atuendo que llevaba puesto terminaba por darle el toque perfecto al aura marchita de su espíritu. El negro la cubría de pies a cabeza: la blusa, el jeans, las zapatillas, los brazaletes, los pendientes, el barniz de uñas, el labial, el delineador de ojos... Hasta el calmado labrador que caminaba justo delante de ella, sujeto por una correa, ostentaba un renegrido pelaje muy lustroso.
Alguna gente se le quedaba mirando y murmuraba a sus espaldas. "¡Qué piba tan rara!", "Debe ser una de esas locas que se hacen llamar góticas", "Esa mina me da escalofríos", eran algunas de las frases que se escuchaban a la distancia. Pero Maia siempre actuaba como si no se diera cuenta de nada en absoluto. La opinión de los demás con respecto a su persona y a sus gustos le resultaba irrelevante. Hacía ya varios meses que la compañía humana se había convertido en un desagradable estorbo para ella. Su amada compañera canina y la estridente música que inundaba sus oídos a través de un par de auriculares eran sus nuevas y únicas aliadas. En un mundo que no se cansaba de señalarla y juzgarla sin siquiera tomarse la molestia de conocerla, la joven se escudaba tras una gruesa capa de indiferencia.
La señora Pellegrini caminaba de vuelta hacia el lugar en donde la esperaba su hijo, sujetando una taza de café humeante y un paquete grande de galletas. La alegría que sentía no se había disipado, sino todo lo contrario. Daba la impresión de estar bajo los efectos de alguna droga, dado que sonreía como loca y caminaba demasiado rápido. Su nivel de abstracción de la realidad era tan alto que estuvo a unos pocos centímetros de chocar contra Maia. Tuvo que frenar de golpe, por lo cual derramó unas cuantas gotas de café caliente sobre el brazo de la muchacha. Ella soltó una retahíla de palabrotas en voz alta y siguió su camino, sin voltear a mirar a la dama que la había agraviado.
—¡Ay, hijo! ¿Viste a esa muchacha que acaba de pasar? Aquella que lleva un perro... ¡Qué maleducada es! Seguro que nadie le ha enseñado modales. Y está vestida toda de negro... ¡Pésimo gusto! ¿Qué pensarán los padres? ¡Los compadezco! —declaró la mujer, arrugando la nariz y la boca, llena de disgusto.
Darren aún estaba intercambiando las últimas palabras de la conversación con el médico, así que no le prestó atención a las palabras de su madre.
—Sí, doctor, como usted diga. Muchas gracias por todo. Nos vemos mañana... Perdón, mamá, ¿qué me estabas diciendo?
—¡Bah, olvídalo! No tiene mucha importancia. Mejor cómete lo que te traje. No querrías que tu café se enfriara, ¿verdad?
—De acuerdo... Y por cierto, el doctor me dijo que mañana a las dos de la tarde puedo ir al hospital para llenar unos documentos y de una vez quedarme para mi primera sesión de terapia.
—¡Fantástico! No te imaginas lo feliz que me haces con estas noticias, querido. Ya verás cómo el tiempo del tratamiento se pasa rapidísimo y entonces te podrás olvidar de este trago amargo.
Darren se quedó mirando fijamente a su progenitora, con una sonrisilla traviesa jugueteando en sus carnosos labios. Una acción tan sencilla como la de compartir una merienda en el parque, bajo el sol, junto a esta bondadosa señora, estaba haciendo maravillas por su estado de ánimo. Ni él mismo podía creer que tan solo el día anterior había estado ahogándose en pensamientos sombríos, sin tener deseos de nada. Le daba vueltas y vueltas al asunto, pero no era capaz de comprender a cabalidad lo que le había sucedido. Pero seguiría pensando en ello hasta que hallara la pieza faltante de su complejo rompecabezas interno.
Al caer la noche, la señora le insistió en que se acostara temprano, para que así tuviese energías suficientes durante la terapia del día siguiente. Él accedió a aquella petición sin replicar, pues le parecía bastante razonable. A las nueve en punto, ya estaba recostado y bien arropado en su cama. Tardó muy poco en quedarse plácidamente dormido. Sin embargo, tres horas más tarde, sus ojos comenzaron a abrirse poco a poco. Se dio de la misma manera que el día anterior: una lejana melodía lo sacó del sueño. La diferencia fue que esta vez sí pudo disfrutar a plenitud del concierto nocturno. De inmediato enfocó sus sentidos en las suaves notas que producía el melancólico violín. Sonaba una melodía tan hermosa y desconocida como la de la noche previa. Se quedó embelesado escuchándola, con un gran nudo en la garganta, quedándole las sienes y el cabello humedecidos por las lágrimas una vez más. "Creo que ya sé qué fue lo que me hizo desarrollar una perspectiva diferente de las cosas. Esa música, ese violín... ¡tiene que ser eso!", monologaba para sí. Y estaba en lo correcto...
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