Días grises y noches de luz
La primera semana de terapia física fue una de las más difíciles de entre las muchas etapas llenas de desafíos que estaban por venir. Darren se sentía frustrado al ver que no podía mantenerse de pie ni siquiera quince segundos. Los músculos de sus piernas estaban atrofiados por el periodo tan prolongado de absoluto desuso al que habían estado sometidos. Sin importar cuánto se esforzara el muchacho por obligar a sus extremidades inferiores a hacer lo que su cerebro les solicitaba, estas se rehusaban a obedecerle una y otra vez. Ninguno de sus tendones o ligamentos estaba en condiciones de soportar todo el peso del cuerpo del joven. Él sabía que el proceso de recuperación no iba a ser sencillo, pero no se había imaginado la magnitud del reto que tenía ante sí.
Cada día era agotador y, al parecer, infructuoso. No había logrado ni una mínima mejoría en una semana completa. Regresaba a su casa con el ánimo por los suelos y se metía a su cama de inmediato. Allí podía dejar fluir en paz hasta la última gota de la ira contenida que se le acumulaba en el pecho tras las sesiones en el hospital. Soltaba puñetazos contra el colchón y ahogaba el sonido de sus coléricos gritos entre las almohadas. Al terminar con sus rabietas, los brazos le quedaban adoloridos y su garganta se sentía rasposa. Aunque aquellos ratos de soledad y descarga emocional le servían para calmarse un poco, su creciente pesimismo sencillamente no se marchaba. "¿Cómo se supone que voy a rehacer mi vida? Ni siquiera puedo caminar... La gente me verá con ojos de lástima y me ayudarán solo porque les parecerá que es un acto de caridad... ¿Qué voy a hacer con todo esto que siento?" monologaba para sí.
La señora Pellegrini se limitaba a mirar en silencio la lucha interna de su hijo. Prefería no inmiscuirse más en los asuntos del chico, puesto que una sola discusión que tuvieran podría ocasionar que él abandonara la terapia. Ella se limitaba a atenderlo de la mejor manera que le era posible, sin hacerle preguntas incómodas o forzarlo a hablar. Y según su parecer, la estrategia que estaba usando para tratar con Darren le daba muy buenos resultados. A pesar de que concluía los días con una enorme nube de enojo oscureciéndole el semblante, cada nueva mañana volvía a pedirle que lo llevara al centro médico. Una fuerza desconocida se apoderaba de él por las noches y se lo devolvía sonriente al amanecer. Aunque no podía explicar los abruptos cambios de humor en el joven, le agradecía a la Providencia por obrar aquel maravilloso milagro nocturno.
Todas aquellas amplias sonrisas matutinas del muchacho se gestaban a la medianoche. Eran las bellas hijas de las melancólicas sonatas del violín que reposaba sobre el hombro y la mano de algún alma solitaria que lo saludaba a la distancia. Las múltiples emociones expresadas a través de esas dulces melodías eran el motor que lo impulsaba a despertarse con bríos renovados, dispuesto a seguir luchando. Sentía como si aquel misterioso violinista le susurrase al oído: "¡Levántate y pelea!" Resultaba obvio que las composiciones musicales que escuchaba no habían sido preparadas para él, pero su corazón le decía todo lo contrario. Sin importar cuál fuese el pasado o el presente de esa persona, Darren la percibía como un alma llena de luz, tal como sus noches lo estaban, gracias a la magia en forma de música que lo estaba sanando poco a poco...
A unas cuantas cuadras de allí, junto a uno de los mausoleos más suntuosos del Cementerio de la Recoleta, una diminuta silueta femenina reposaba de rodillas sobre la tierra. Con la cabeza gacha y el mar de su cabellera tan renegrida como la noche misma ocultando su fisonomía, le murmuraba unas palabras ininteligibles a su amigo el viento. Tenía la mano derecha apoyada sobre el diapasón de un reluciente violín Stradivarius, mientras que con la izquierda sostenía el arco contra su frente. Gruesos torrentes de cálidas lágrimas viajaban desde lo más profundo de su ser hacia el mundo exterior, para luego expirar en unos breves segundos, diluidas sobre el terreno reseco que las recibía. Sus brazos descubiertos se mostraban temblorosos, pero ella no tenía intenciones de abrigárselos. Solo un par de oscuras muñequeras de cuero contrastaba con la desnudez de sus extremidades. De su cintura colgaba un pesado suéter azul, muy desteñido, que no estaba cumpliendo con su función primordial. Debajo de este, unos jeans negros algo apretados aprisionaban las delgadas pero firmes piernas de la joven. Su torso ostentaba una camiseta de algodón, del mismo tono del pantalón. Del lado izquierdo, encima del corazón, había un dibujo de una pequeña pluma, la cual era tan pálida como la piel de su portadora.
Aquella muchacha repetía el mismo ritual todas las noches. Al principio tenía pensado venir a tocar solamente una vez por semana, pero muy pronto cambió de idea. Llevar a cabo sus conciertos de medianoche era lo único que le brindaba verdadero consuelo. Llegaba al cementerio para practicar las melodías que componía durante el día. Su creatividad para la música se había incrementado de manera exponencial desde que se había quedado sola en el mundo. Con la partida definitiva de la última persona que la amaba y la aceptaba tal como era, la música se convirtió en su único refugio contra la antipatía del mundo que la rodeaba. Junto a Kari, una saludable labradora de año y medio de edad, Maia a duras penas lograba soportar el lento paso del tiempo. Deseaba con todas sus fuerzas que le otorgaran una beca para irse a estudiar música en algún conservatorio europeo. Necesitaba dejar atrás aquel triste lugar que no hacía más que recordarle todo lo bueno que alguna vez tuvo y que ya no volvería jamás.
Luego de un largo suspiro, la chica por fin se puso de pie. Tomó el bastón blanco que había colocado en el piso, muy cerca de ella, y comenzó a caminar hacia la puerta principal del camposanto. Allí la esperaba Javier, el celador asignado para el turno de la noche. Aquel hombre de complexión regordeta y aspecto bonachón sentía algo de simpatía hacia ella, pero no se la demostraba nunca. La apariencia sombría y hostil de la muchacha lo disuadía de hacer el más mínimo intento por entablar una simple conversación. Darle inicio a una amistad entre ambos le parecía imposible. Por lo tanto, se limitaba a dirigirle un par de palabras a manera de saludo y otro par, muy similar al primero, para despedirse. Si no fuera por la promesa que le había hecho a su finada amiga, ni siquiera se habría planteado la posibilidad de permitirle el ingreso libre a una persona tan rara como lo era esa desafortunada jovencita.
—¡Descanse bien! —exclamó Javier, al tiempo que giraba la cabeza hacia un lado, para no encontrarse con la fría mirada azulina de ella.
Maia solo levantó la mano derecha y la agitó de lado a lado, pero no pronunció palabra alguna, ni mucho menos se volteó para mirar al hombre. No tenía deseos de utilizar su voz si no era estrictamente necesario que lo hiciera. El contacto verbal estaba reservado para la academia, y solo en caso de que algún profesor le solicitara de manera directa que hablara. De lo contrario, ella se mantendría en silencio absoluto. Ya no le importaba para nada si la gente hacía mofa de su comportamiento o de su aspecto, puesto que había erigido unas murallas impenetrables en torno a su corazón. Ninguna persona volvería a hacer que sintiera pesar por ser quien era. Todas las peculiaridades en ella, esas que nadie sabía apreciar, ahora las exhibía con gran orgullo. Desde su punto de vista, no necesitaba de sus compañeros para conseguir lo que tanto anhelaba. Por ello, se mantenía enfocada en obtener las mejores calificaciones posibles. Esa era la vía segura para recibir el pasaje de ida hacia un futuro menos turbio, lejos de aquel desagradable sitio que aún la atormentaba...
Avanzó despacio hasta la entrada del edificio de apartamentos en donde vivía. Con sumo cuidado, sacó la llave que traía consigo en el bolsillo trasero del pantalón y abrió el portón principal. Una vez que estuvo adentro, empujó el portón y se aseguró de que este quedara bien cerrado. Luego de ello, caminó hacia la base de las escaleras que la llevarían al tercer piso, en el cual se localizaba su habitación, la número quince. Tan pronto como ingresó al cuarto, se deshizo de todo su lúgubre atuendo, quedándose solo con su ropa interior. Se arrellanó en la cama, encendió la lámpara de la mesita de noche y se puso a repasar los contenidos para el examen teórico de Historia de la música, el cual estaba programado para las diez de la mañana de ese mismo día. Ya estaba acostumbrada a estudiar de esa manera, pues su cerebro trabajaba mucho mejor en medio de la tranquilidad nocturna.
El hecho de que sus sonatas de medianoche estaban ayudando a alguien más, aparte de ella misma, a recuperarse, era lo último que se le hubiese cruzado por la mente a Maia en ese instante. No obstante, eso era exactamente lo que estaba sucediendo. Un perfecto desconocido, quien residía cerca de ahí, necesitaba de sus sentidas melodías tanto como la propia alma resquebrajada de la chica las necesitaba. Jamás se imaginó que aquel extraño ritual suyo terminaría cambiándole la vida por completo...
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