De recuerdos amargos y encuentros en supermercados
Cada vez que se veía en la obligación de salir de compras para reabastecer su suministro de alimentos y algunos otros artículos necesarios, Maia procuraba permanecer durante el menor tiempo posible en el supermercado. Una tarea que parecía tan trivial y sencilla como esa resultaba ser todo un calvario para la joven. A pesar de que había transcurrido más de un año desde el día del accidente, la chica aún no lograba borrar de su mente el espantoso recuerdo que se le presentaba siempre que ingresaba a uno de dichos establecimientos comerciales. La secuencia de eventos de ese día todavía estaba muy fresca entre sus memorias, casi como si los hubiese vivido hacía unas cuantas horas. Seguía culpándose vez tras vez, pues la desgracia de aquella tarde pudo haber sido evitada si ella no se hubiera movido del sitio por un simple paquete de jugo...
♪ ♫ ♩ ♬
—¡Mamá, apurate, tengo mucha hambre! ¿No podés pasar otro día a mirar esos tintes? De por sí, así estás divina, en serio te lo digo —declaró la muchacha, mientras hacía un puchero.
—¡Dejá de comportarte como una nena! Ya me esperaste una hora, podés aguantar un par de minutos más —contestó doña Julia, al tiempo que miraba a su hija con fastidio y risa al mismo tiempo.
—¡Dale, vámonos ya! ¿No escuchás como gruñe mi panza? Además, tengo que llegar a estudiar para un examen teórico. ¡Apiadate de mí! —suplicó Maia, con las manos entrelazadas en frente de su pecho.
—¡Sos insufrible cuando tenés un capricho! —exclamó la mujer, para luego soltar un suspiro—. Está bien, nos vamos ya. Pero me vas a acompañar de nuevo mañana, luego de clases, y sin chistar, ¿de acuerdo?
—¡Sí, te lo prometo! ¡Muchas gracias, ma! —dijo ella, dando varios saltitos.
Acto seguido, la jovencita empujó el carrito con los productos hasta la fila para pagar en donde había menos personas esperando. Llevaban una gran cantidad de verduras, frutas, carnes y cereales, pues aquella compra era un encargo hecho por la señora Escalante, la patrona de su madre, para toda la familia y algunos de los empleados. Cargar con tantos paquetes era imposible para una sola persona, por lo cual resultaba necesario que al menos dos personas se los llevaran. Maia ya tenía mucha experiencia ayudando en aquella tarea, así que no tenía problemas para acomodarlo todo de forma tal que el peso se repartiera de manera equitativa. Mientras la señora Rosales se encargaba del pago, la chica iba colocando las cosas en distintas bolsas de plástico.
—¡Mirá, ya quedó listo! Si nos apuramos, quizás podamos tomar el bondi que para al otro lado de la calle, en vez de caminar.
—Sos una perezosa, siempre andás evitando el ejercicio. ¡Son solo cuatro cuadras andando!
—Pero ma, ¡llevamos demasiados paquetes hoy! Tanto esfuerzo es malo para tu espalda y eso no me lo podés negar.
—Sí, bueno, tenés razón. Gracias por pensar en mi salud —La dama se acercó a la muchacha y la miró a los ojos, al tiempo que sonreía con malicia—. Pero igual sos una gran floja, ¡admitílo!
—¡Sí, sí, está bien! ¡Soy refloja! ¿Contenta ya? —aseveró Maia, entre risas.
—Sí, lo estoy. Pero, aunque sos una floja, igual te quiero —manifestó ella, dedicándole un guiño.
La joven le dio un pequeño beso en la mejilla a su progenitora y, acto seguido, ambas se pusieron a recoger los paquetes y luego caminaron juntas hacia la salida del local. En cuanto se abrieron las puertas automáticas del supermercado, una desagradable sorpresa las recibió: estaba lloviendo a cántaros.
—¡Maldita lluvia de porquería! ¿¡Me estás cargando!? ¡Esto no puede ser! ¡Así nos vamos a empapar!
—¡No seas malhablada! Tampoco es para tanto. Cuando lleguemos, te secás y ya está.
Maia soltó un largo resoplido, resignada a mojarse de pies a cabeza, pues ninguna de las dos traía siquiera un paraguas pequeño. Comenzaron a avanzar a paso rápido a través del estacionamiento, pero la enorme cantidad de lluvia que caía las obligó a reducir la velocidad casi de inmediato. La visibilidad era limitada y el plástico húmedo tendía a resbalárseles de las manos. A duras penas, se colocaron debajo de un precario alero de una propiedad aledaña. Allí esperarían por el cambio de luces del semáforo que les permitiría cruzar al otro lado de la carretera, en donde se encontraba la parada establecida del autobús que pretendían abordar. Cuando estaba reacomodando las bolsas, la muchacha enseguida se percató de que había cometido un error.
—¡Ay, yo me mato! Creo que dejé uno de los paquetes chicos de jugos en el piso, junto a la caja en donde pagaste. ¡Qué tarada soy! Esperame acá, ma, voy corriendo a traerlo.
Antes de que la señora pudiera decir algo al respecto, Maia salió disparada hacia el establecimiento. Tal y como ella pensaba, el producto olvidado estaba justo a un lado del hombre que las había atendido hacía apenas unos momentos. La jovencita tomó la caja, la envolvió en una bolsa y se la llevó. Durante ese lapso, doña Julia ya había recogido las bolsas que la chica debía cargar y las había agrupado junto con las suyas. Pretendía cruzar la calle de una vez y esperar a su hija bajo un techo más amplio, dado que la lluvia podría estropear algunos de los paquetes de cartón que contenían los cereales. Los hijos de su jefa se enfadarían mucho si eso sucedía otra vez, como había pasado dos semanas atrás. Eran muy exigentes en todo lo concerniente a la calidad de lo que consumían. Para ellos, una caja arruinada significaba tirar el contenido a la basura. Lo último que la mujer deseaba era molestarlos de nuevo. No quería arriesgarse a perder el empleo por algo tan simple, así que se esforzó por cerrar muy bien las bolsas en donde traía los cereales y se dispuso a atravesar la calle.
El peso excesivo y lo voluminoso de los numerosos paquetes que cargaba ralentizaba sus movimientos. Las bolsas seguían escurriéndosele entre los dedos, lo cual la forzaba a detenerse por completo para poder reorganizarlas y seguir avanzando. Luego de varios segundos de lucha, la señora Rosales por fin pudo colocar los objetos de manera que se mantuvieran en estiba contra su pecho. Los apretó con ambas manos, esperó la luz roja del semáforo y empezó a andar. Iba feliz de ver que había logrado llevarse todas las compras por sí sola. Pero su sonrisa se desvaneció apenas unos instantes más tarde, cuando su tobillo derecho se torció bruscamente. Al estar tan mojada, no fue capaz de ganar el equilibrio perdido y terminó por aventar todos los paquetes al suelo. En cuestión de segundos, la carretera quedó decorada con un montón de latas, botellas, cajas y bolsas de distintos tamaños y colores.
—¡Ay, no! ¿¡Qué voy a hacer ahora!? —clamó la dama, mientras se agachaba para recoger, a toda prisa, el desastre que había ocasionado.
Maia se encontraba a unos pocos metros del sitio en donde su madre se había tropezado. Apenas distinguió la figura de la señora, la jovencita abrió los ojos al máximo. ¡Estaba justo en mitad de la calle!
—¡Mamá, quitate de la vía! ¡Ya hay luz verde! ¡Mamá, movete de ahí! —voceó ella, a todo pulmón.
Los gritos de la muchacha devolvieron a la distraída mujer a la realidad. De reojo, pudo notar que había un manchón azul acercándosele con gran rapidez. Se volteó para mirarlo bien y de inmediato comprendió que era un automóvil. El pánico la invadió por completo. Su capacidad de reacción se apagó y solo pudo soltar un gran alarido mientras su rostro exhibía una mueca de horror.
—¡Mamá, por favor, no! —espetó la chica, al tiempo que observaba, llena de dolor, el espantoso momento del atropello.
En los pocos segundos previos al impacto fatal, doña Julia contempló el rostro de quien se convertiría en su asesino. El joven al volante estaba tan asustado como ella misma y quiso evitar el accidente. Intentó desviar el vehículo hacia un lado, pero la velocidad era tanta que solo logró que el coche patinara en el asfalto húmedo. La puerta del lado del conductor golpeó de lleno a la señora, tras lo cual una de las ruedas la arrolló. El auto avanzó unos pocos metros más y terminó colisionando con un muro. Tanto el parabrisas como la ventana izquierda del carro se hicieron añicos y la cabeza del muchacho se golpeó contra la misma pared que había destrozado los vidrios.
—¡Llamen una ambulancia, por favor! —suplicó Maia, a voz en cuello, mientras se arrodillaba al lado del cuerpo ensangrentado de su madre para tomarla de la mano. —¡Aguanta, ma, por favor no te vayas!
Varios minutos transcurrieron y, mientras el organismo de Darren se debatía entre la vida y la muerte, llegaba a sus oídos el ensordecedor ulular de una sirena. Una parte del equipo de paramédicos se dirigió hacia el lugar en donde yacía doña Julia y la otra parte fue a atender al joven Pellegrini. Una pareja de enfermeros lo sacó del vehículo y lo colocó en una camilla. De inmediato, le pusieron una mascarilla sobre la nariz y la boca para que pudiera respirar mejor. Por otro lado, la profesional que atendía a la dama atropellada no pudo hacer otra cosa que negar con la cabeza ante los tristes descubrimientos que acababa de hacer. La señora Rosales no respiraba y tampoco tenía pulso. Una grave hemorragia interna en los pulmones la había matado.
—Lo siento muchísimo, señorita. No hay nada más que podamos hacer por su madre. El golpe fue demasiado fuerte y se la llevó casi al instante —declaró la asistente médica, dirigiéndose a Maia.
En el trayecto hacia la ambulancia, justo antes de sumirse en la inconsciencia, el muchacho escuchó unos desgarradores alaridos femeninos. La jovencita no paraba de gritar e intentar abalanzarse sobre el cadáver de la señora, pero los paramédicos se lo impedían y trataban de calmarla. La peor pesadilla de la joven López estaba iniciando en ese preciso instante, al igual que la de él. Aquel fatídico acontecimiento les cambiaría la vida para siempre...
♪ ♫ ♩ ♬
En esa tarde soleada, la muchacha solo necesitaba llevarse unos cuantos productos de aseo personal y algunas frutas. Caminó por los pasillos del supermercado como si la estuviesen persiguiendo y luego se apresuró a ponerlo todo sobre la banda transportadora para que la cajera le cobrara. Mientras tanto, se puso a buscar la billetera en el fondo de su mochila, en donde siempre la ponía, pero no estaba. Hizo un repaso mental fugaz y recordó que la había dejado en su habitación, sobre la mesa de noche.
—Creo que olvidé el dinero en mi casa. Voy a tener que dejar las cosas acá. Disculpe las molestias —dijo ella, al tiempo que miraba hacia el techo y suspiraba.
Ya había comenzado a caminar hacia la salida cuando la voz de la empleada la hizo detenerse en seco.
—¡Señorita, espere, por favor! ¡Acá hay un joven que acaba de pagar por toda su compra!
Maia creyó haber escuchado mal. "¿Alguien pagó por mis cosas? ¿Quién rayos haría semejante cosa?" La chica volteó a mirar y, en efecto, había un muchacho alto junto a la cajera, quien estaba sujetando una bolsa pequeña. Al notar que ella no hacía intentos por avanzar, el chico decidió caminar hacia ella.
—¡Hola! Me llamo Jaime. Seguro estarás preguntándote por qué hice esto si no nos conocemos de nada y, créeme, quiero contártelo. Pero, para eso, me gustaría invitarte a tomar un café. Es una larga historia.
—Agradezco la buena intención, pero no necesito que nadie pague por mis cosas, eso lo puedo hacer yo misma. No puedo aceptar el paquete ni tampoco puedo ir a tomar café con usted. Tengo muchas cosas que hacer.
—Solo permíteme cinco minutos al menos. Quiero hablarte acerca de Darren. Él es un gran admirador tuyo.
—¿Admirador? ¿De qué está hablando?
—Un admirador de tus sonatas nocturnas, de eso te estoy hablando.
El recuerdo de la noche en que casi pierde su preciado Stradivarius vino de inmediato a la mente de Maia. "Ese tal Darren, ¿será el chico de la silla de ruedas? ¡Tiene que ser él! Seguro por eso me estaba buscando en el cementerio... Pero, entonces, este otro chico debe ser..."
—Debo decir que me alegra haber podido ayudar a que conservaras tu violín.
Aquella declaración terminó por confirmar las sospechas en la mente de la joven. Jaime era quien la había auxiliado durante esa horrible noche en que se había quedado ciega. Le debía demasiado, él no sabía cuánto, y eso la enfadaba. Entre las cosas que más detestaba ella se encontraba el hecho de estar en deuda. Apretó los puños y respiró profundo. Sabía que no le quedaba más remedio que aceptar la invitación del chico, pues debía hallar alguna manera para deshacerse de la obligación moral que la ataba a esa persona cuanto antes.
—Está bien, le daré los cinco minutos que pide, pero no más que eso... Por cierto, mi nombre es Maia —declaró la chica, sin alterar ni un poco la posición de la curvatura de sus labios, al tiempo que lo miraba a los ojos.
—¡Encantado de conocerte, Maia! —afirmó él, con una gran sonrisa traviesa, pues ese dato ya lo conocía.
Ella no se imaginaba ni remotamente lo que desencadenaría el hecho de acceder a compartir una simple bebida caliente con un muchacho desconocido...
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top