2. Una propuesta mágica. Parte 2

6 de enero de 2003.

Pasaron unos días y, después de pensarlo un poco, llamé a mi madre. Quedé en juntarme de nuevo con ella. Papá no se lo tomó muy bien. A pesar de eso, no interfirió y el lunes por la tarde me hallaba atravesando el jardín amplio de una casona antigua, estilo colonial, donde me había citado. Me intrigaba que justo ahí fuera la base de operaciones esa orden misteriosa de magos.

Había pasado algunas veces por el lugar, andando en bicicleta. Está bastante lejos del centro. Lo recordaba porque es una residencia amplia con un jardín hermoso y, en algún momento, cuando yo tendría cinco o seis años, funcionó como la sede de un museo y luego como un centro cultural.

Después cerró por mucho tiempo. Avancé por el camino de tierra hacia la fachada: una galería de tonos claros, con amplios arcos sostenidos por columnas. Me parecía irreal que detrás de esas puertas dobles de madera y ventanales enrejados, se reuniera un grupo de personas para hacer magia, liderado por la mujer que me había abandonado de pequeño.

¿Alguno de ellos sería el propietario? De acuerdo a mi mamá, los yaltens acababan de regresar a la ciudad después de muchos años exiliados. Eran dueños de varias propiedades en Costa Santa, porque sus padres y abuelos estaban entre los que establecieron la ciudad. Mi viejo, de hecho, es dueño de la mitad de El Faro, el diario local, donde trabaja como jefe. Fue fundado por mi abuelo. No levanta mucha plata de ahí. Por suerte, nos arreglamos con los departamentos que tiene y que alquila en temporada de verano.

Tan solo habían transcurrido dos días desde la reunión con mi madre en el café. Tres desde que mi papá me había revelado que en su juventud fueron magos de esa orden secreta. Lo que sabía sobre la ciudad en la que nací y fui criado, sobre mi familia, así como sobre la verdadera naturaleza del mundo, acababa de cambiar para siempre.

Atravesé la galería llena de plantas, varias en macetas colgantes, y llegué hasta la puerta. Di unos golpes. Escuché que alguien corría del otro lado. Los ojos que me observaron por la mirilla eran verdes y no grises, como los de mi mamá.

La puerta se abrió y me encontré con un chico que parecía de doce o trece años. Con pelo castaño claro, rapado a los costados y flequillo largo. Me miró de arriba abajo, sin decir nada, y noté sus largas pestañas. Me cayó bien enseguida, porque vestía una remera mangas cortas de Cthulhu. También llevaba bermudas y zapatillas deportivas coloridas.

—Hola... —dije por fin—. Soy Javier.

—Ya sé —dijo rápido, con una voz aguda—. Te estamos esperando, vení.

Me dio la espalda y avanzó rápido sobre las losas color ocre del vestíbulo. Pasamos al lado de unas escaleras de baranda metálica y eché un vistazo al piso superior, adornado por tapices y con un techo de vigas de madera. Llegamos al salón de estar, bastante amplio, donde colgaba una araña negra. Sus faroles tenían lámparas en forma de vela.

En medio del salón había una alfombra decorada por guardas de cruces pampa y unos sillones de color arena. En una mesita vi jarrones con helechos y plantas cinta. Los aparadores y mesas eran de madera oscura.

Me llamó la atención un cuadro sobre un hogar de leña artificial. Retrataba a un hombre pelirrojo, bastante canoso y con entradas. Vestía una armadura verde y una capa roja. Por un instante, pensé en mi amigo Bruno, que también tenía el pelo colorado.

El chico que me recibió siguió avanzando y abrió una puerta doble con ventanas. Lo seguí hacia el patio, donde había una pequeña fuente de agua y varias plantas florecidas en macetones.

La vi enseguida, sentada frente a una mesa de metal pintada de blanco. Estaba bajo la sombra de un palo borracho. Levantó la mirada del libro en sus manos y me sonrío. La reconocí a pesar del gorro de verano y los lentes oscuros, que se sacó enseguida. Era mi madre.

—Veo que conociste a tu hermana —me dijo al incorporarse.

Fruncí el ceño y miré alrededor.

—¿Qué? —pregunté, extrañado.

—Ella es tu hermana, Amanda —afirmó, señalando al chico que me había acompañado hasta ahí, que miraba hacia el piso con el rostro pálido.

De pronto, comprendí dos cosas. Primero, que había confundido a la chica por un varón. Y segundo, que tenía una hermana.

—No sabía... nunca me dijiste... —empecé a hablar, pero me callé. Giré hacia Amanda y le extendí la mano—. Un gusto.

Me saludó inexpresiva y se fue rápido a sentar a la mesa donde estaba mi madre. La mujer me sonrió de nuevo, ampliamente, y se acomodó de nuevo en la silla.

La miré con odio. Me había abandonado. Había tenido una hija de la que jamás me había hablado. Otra familia, de la que sí se ocupó. Y ahora regresaba a mi vida como si nada, esperando... ¿qué cosa? ¿Que la tratara bien? ¿Qué la quisiera?

No dije nada. Caminé y me senté al lado de la chica, que sacó un autito del bolsillo y se puso a jugar. La observé de reojo, mientas me hacía el distraído con el paisaje. Mi media hermana que no conocía. ¿Qué tenía que sentir por ella? ¿Qué tenía que sentir por mi madre, que me había ocultado tantas cosas?

La mujer nos observó, conmovida. Seguro estaba fingiendo.

—Espero que se lleven muy bien. Le hablé mucho a Amanda de vos. Estaba muy emocionada por conocer a su hermano —afirmó, mirándola con ternura.

¿Qué le habría dicho, si apenas me conocía? La niña no dejó de jugar con el auto, pero noté que nos prestaba atención.

Busqué los ojos de mi madre, que pasaron de Amanda a mí.

—¿Vas a mostrarme la magia o qué? —solté de una, antes de apartarme el flequillo del rostro.

—Sí, claro —aseguró, con media sonrisa—. Pero primero, tengo que pedirte un favor. —No respondí, tan solo levanté las cejas—. No podés decirle a nadie que estoy acá. Tampoco que conociste a tu hermana.

—¿No puedo decirle a papá lo de Amanda? —pregunté, abriendo bien los ojos.

—Bueno, a él sí. Me refería a tus amigos, tus compañeros de clase o tus maestros. A pesar de haber fundado esta ciudad, los yaltens fuimos echados de ella. Hay enemigos dando vueltas y podrías ponernos en peligro.

—Está bien —le dije, sintiendo como si la sangre bajara hasta mis pies. Giré hacia Amanda—. Pero, ¿no vas a la escuela? ¿Nadie te conoce acá?

Amanda estaba por contestar, pero mi madre la interrumpió.

—Es demasiado inteligente para ir a la escuela. La preparamos con profesores particulares y da los exámenes libres a fin de año. Siempre fue así porque nunca nos quedamos mucho en ningún lugar. Sabíamos que íbamos a volver a Costa Santa.

Amanda asintió, tímida. La observé durante unos segundos. ¿Acaso tenía amigos o solo se juntaba con los yaltens?

—¿Quiénes son sus enemigos? —pregunté, al recordar que mi madre los había mencionado—. ¿Qué quieren?

Mi madre me clavó la mirada.

—No puedo decírtelo aún. De hecho, no todos son enemigos; sin embargo, es mejor ser precavidos tras las diferencias y luchas que tuvimos con ellos en el pasado.

—No quiero meterme en esto sin saber de qué se trata. —Insistí—. Papá dijo que podía ser peligroso.

Amanda dejó el autito quieto. Mi madre se quedó en silencio por unos instantes y luego rio por lo bajo.

—Tranquilo, hijo. No voy a ponerte en peligro. Hablo de los arcanos. ¿Escuchaste de ellos?

—No.

—Son dioses, ángeles y demonios que encarnaron. Ahora son humanos, como vos y yo, pero tienen la capacidad de transformarse en lo que eran en sus vidas pasadas.

—¿En serio? Ahora que lo decís, escuché una leyenda urbana sobre esos cambiantes. Creo que en el programa de radio Flavia Nermal. Nunca pensé que fuera real.

—Lo es. Hay un par de arcanos adultos, dando vueltas por Costa Santa —afirmó mi madre, girando una mano en el aire—. Otros, esperan despertar y descubrir su verdadera naturaleza. Los yaltens queremos ayudarlos e inspirarlos para que hagan el bien —aseguró, inclinándose hacia adelante—. Para que sean héroes.

—Eso estaría genial —comenté, sin terminar de creer en lo que me decía—. ¿Puedo ver a alguno de ellos?

—Tengo un plan mejor para vos. Te dije que iba a convertirte en un superhéroe, ¿no? Vení —me indicó, levantándose de la silla—. Es hora de que conozcas nuestros poderes.

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