2. Una propuesta mágica. Parte 1

Diez meses antes: 4 de enero de 2003.

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Era una completa desconocida. Y también mi mamá. La observé en detalle, tratando de unir la imagen mental que tenía de ella, en base a un par de fotos y mi imaginación, con la que se hallaba frente a mí, en un sillón del Café Emperador.

Leonor Manubens. Ese era su nombre. La mujer de cuarenta y tantos años tenía el pelo igual que en la foto que me mostró papá una vez: castaño, largo y ondeado hasta los hombros. Era obvio que en ese momento lo llevaba teñido, porque no se le veía ni una cana. A pesar de que su rostro era diferente, más anguloso y arrugado, reconocí su mirada; la de esa joven que nos dejó a papá y a mí. Teníamos los mismos ojos grises, aunque en ella lucían llenos de determinación... Creo que me pareció notar un poco de arrogancia también; quizás ahora lo estoy agregando.

Apreté la mandíbula. ¿Qué quería mi madre, después de tanto tiempo ausente? ¿Y por qué la estaba escuchando? Me parecía una locura haber accedido a juntarme con ella. Tenía el estómago cerrado y no podía tomar la gaseosa ni comer el sánguche que ella me había comprado.

—¿Es verdad lo que me contó papá? —rompí el silencio incómodo, ignorando la pila de regalos en la mesa; libros que no me interesaban, ropa espantosa.

Se ve que alguien le había dicho que soy lector. Papá no, porque él no olvidaría avisarle que me aburren los clásicos. Me gustan las historias de terror y ciencia ficción, en especial las que no son demasiado serias, con dibujos de algún monstruo y sangre chorreando en la tapa.

Se quedó seria y en silencio durante unos instantes. Luego hizo una sonrisa demasiado amplia.

—¿Qué te contó? —Aferró la taza de café.

—Que te fuiste cuando yo era tenía dos años y que no quisiste saber nada más de nosotros —dije.

—Javier... —dio un largo suspiro—, tomar esa decisión fue una de las cosas más difíciles de mi vida.

«Seguro. Porque lavarse las manos y dejar que otro me críe es tan sacrificado», pensé, aunque no abrí la boca.

—No debería decirte mamá —aseguré—. Me criaron papá y mis abuelos.

—Todos los días pensaba en vos, Javier, pero lo que estaba en juego era demasiado grande —afirmó.

Me quedé en silencio. ¿Qué podía ser más importante que un hijo? No quería escuchar sus excusas. Tampoco entendía cómo papá había aceptado dejarme ir a verla a ese café. Me molestaba estar solo con ella; necesitaba a mi viejo a mi lado, aunque estaba un poco enojado con él por otras cosas que acababa de revelarme...

—Si me dejás explicarte todo... —retomó mi mamá.

—Hasta ahora creía que nos habías abandonado porque sí —la interrumpí—. Porque no nos querías. Y ahora papá me acaba de contar que eran parte de una secta...

Mi madre se incomodó y miró inquieta hacia ambos lados. A mí no me preocupaba que nos oyeran. De hecho, tal vez lo deseaba. Esta ciudad de mierda llena de secretos...

—No somos una secta —aclaró—. Somos una orden de magos. Hacemos cosas increíbles. Te van a encantar. —Sonrió, esta vez con sinceridad y un brillo especial en la mirada—. Eso si aceptás conocernos algún día...

Magia. Poderes. Lo que siempre deseé que existiera. La razón por la que consumía una historia de fantasía tras otra, por la que me devoraba los cómics. Siempre sentí que había algo más allá del mundo "real". Mi corazón latía con fuerza cuando leía las aventuras de héroes con habilidades increíbles que a veces se perdían en otras dimensiones. Deseaba tanto descubrir un talismán, un hechizo o un secreto cósmico que me permitiera ser como ellos. Con el tiempo, me convencí de que nada de eso iba a pasar, que se trataba de puras fantasías. A pesar de eso, a veces miraba los programas de Flavia Nermal, la investigadora paranormal. Aunque sea por unos minutos, lograba ilusionarme borrando el límite entre lo que era posible y lo que no.

Nunca imaginé que mi papá era un mago retirado (al menos, no seriamente), y que la mujer que me abandonó de chico, iba a volver ofreciéndome lo que siempre había deseado.

Quería insultarla, pedirle que se fuera y no regresara nunca más. Reprocharle que no fue parte de mi vida y así recrear la escena que imaginé tantas veces para vengarme de ella.

Pero caí en sus manos en cuanto la frase salió de sus labios:

—Podría convertirte en un superhéroe...

Me mantuve en silencio y traté de no mostrar mi emoción. ¿Me hablaba en serio? Durante un instante, parecimos envueltos en una burbuja fuera del tiempo.

—Papá me contó que él dejó todo —continué, ignorando lo que acababa de escuchar—, que quería alejarme de la magia, porque era peligrosa. Me dijo que un experimento se salió de control, liberando a un monstruo que casi mata a todos...

—Sí, hijo. Ese monstruo es el Demonio Blanco de las leyendas urbanas. En realidad...

—Y vos pensabas distinto a él —la interrumpí—. No renunciaste a la magia. Por eso te fuiste. Seguiste al resto de la secta...

—Orden de magos —volvió a corregirme.

—... hasta donde sea que fueron a esconderse. Elegiste a la magia antes que a mí —aseguré.

Silencio. Ella dio unos sorbos de café sin un gesto de angustia por mis palabras.

—¿Tu papá te explicó a qué se dedica la orden a la que pertenezco? —preguntó.

—Dijo que experimentaban con magia... que se metieron con fuerzas que era mejor dejar tranquilas.

—Protegemos a la gente. Parte de mi trabajo, la razón por la que me alejé y sacrifiqué nuestro vínculo, fue cuidar a este planeta para que haya un mundo donde puedas vivir tranquilo.

»La Orden de los Yaltens vigila el límite ente el mundo humano y el de los seres sobrenaturales. En el pasado lejano, del que se nutren los cuentos y leyendas, hubo una época en la que ellos nos dominaron. Solo la magia logró ponerles un límite.

—Todo esto es muy raro. ¿Por qué tengo que creerte?

—No lo hagas si no querés. Eso sí: antes de tomar esa decisión, te pido que nos conozcas. Como hijo de yaltens, tenés derecho a formar parte de la orden, si lo deseás; tu papá no puede oponerse a eso. El único requisito es que cuentes con el valor, la curiosidad y la apertura mental para la experimentar la magia. Te aseguro que es algo maravilloso. Aunque sea, vení a ver lo que hacemos para ayudar al mundo. Quizás así puedas entender porqué tomé esa decisión tan difícil cuando eras chico.

La miré, antes de dar un mordisco a mi sánguche. Tenía que tomar una decisión racional, no llevado por el resentimiento o el miedo. ¿Valía la pena confiar en una madre que me dejó y conocer el mundo de la magia, que era uno de mis deseos más grandes?

¿Era un precio justo a pagar o estaba traicionándome a mí mismo?

Le dije que iba a pensarlo. Nos despedimos y emprendí el camino de regreso a casa.

En cuanto llegué, abrí la puerta y encontré a papá sentado en el living. Al verme, dejó rápido lo que estaba leyendo y se acercó.

—Hola, Javi. ¿Todo bien?

—Sí.

Me miró en silencio con los ojos vidriosos. Desde que mi mamá había regresado, cargaba una expresión de preocupación constante.

—¿Decidiste qué vas a hacer? —consultó. Yo sabía que se venía esa pregunta, aunque no creí que iba a ser tan rápido. Era imposible responder a algo así después de tan solo una charla con ella. Fui hacia la cocina y papá me siguió.

—No sé todavía. Necesito pensarlo —le dije, antes de abrir el freezer y sacar un pote de helado. Busqué una cuchara en el cajón y empecé a comer—. Me pidió que los conozca —hablé con la boca llena.

Papá se quedó observándome durante unos instantes.

—¡Qué ganas de complicarnos la vida esa mujer! —exclamó de pronto—. ¿Volver así, después de tanto tiempo y con esa propuesta?

—Nunca le importe, ¿no papá?

—¿Qué? —El temblor en su voz me dijo que yo tenía razón y que él iba a mentirme para suavizar la cosa—. Seguro le importás. Aunque yo tampoco entendí cómo fue capaz de irse como lo hizo, siendo vos tan chico... Muchas veces pensé que esa secta le lavó el cerebro.

—No te preocupes, eso no va a pasar conmigo —lo tranquilicé—. Ella me contó unas cosas increíbles. Dijo que pueden volar, atacar la mente de los enemigos, protegerse de ataques e invocar seres de otros mundos. ¿Es verdad?

—Sí, aunque esas capacidades disminuyeron después de los experimentos que hicieron. Profundizaron en otras cosas. Igual, que logren milagros no significa que hacen un bien ni que sean inofensivos.

—¿Por qué los abandonaste? —le pregunté de pronto—. No entiendo. Quiero decir, vos sabés que me encanta la fantasía. En tu lugar me hubiera quedado.

—No era como en los libros y las historietas, Javi. Es diferente cuando te metés en eso de verdad... Además, estaba en desacuerdo con sus métodos.

—¿Te daba miedo?

—Sí. —Miró hacia el piso—. Más que nada después de ser papá. No quería morir y dejarte solo. No iba a ponerte en peligro y, a decir verdad, un par de veces sentí que la magia estaba por volverme loco. No es fácil ver esas cosas y regresar como si nada a lo cotidiano. Lo que más deseaba era darte una vida normal. Y eso me costó que tu madre nos abandonara... —Por fin dijo las cosas como eran, después de tantos años—. No quisiera que, ahora, después de tanto esfuerzo, la magia me quitara lo que más me importa en el mundo. —Puso una mano en mi hombro—. Hijo, pensalo muy bien. Esos magos cometieron errores espantosos en el pasado, errores que todavía no deben haber terminado de pagar.

—Mamá dijo que cambiaron.

—No les creas —me advirtió.

Después de la charla con papá, subí a mi cuarto y me tiré en la cama. Necesitaba pensar. Miré los pósters de superhéroes. Lo que me había contado mi mamá sobre la magia era lo más cercano a tener poderes reales. Siempre había querido eso para mí, ¿no? Entonces, ¿por qué al enterarme de que era posible, se sentía tan extraño? Como si hubiera algo malo en eso...

Una sombra se subió a la cama. Era Favalli, el gato. Le puse ese nombre por mi personaje favorito de El Eternauta. Tiene el pelaje casi todo negro, aunque mezclado con colores crema y blanco. Es un gato carey. La mayoría son hembras, pero hay algunos casos en los que son varones, como Favalli. Llegó a casa hace unos años, papá decidió adoptarlo tras encontrarlo en una caja que dejaron en la puerta del diario y me dejó ponerle el nombre.

Aunque quiero y mimo bastante a Favalli, su preferido es papá. Siempre duerme con él. Se debe de acordar de que lo rescató.

Esa tarde y por la noche, Favalli se quedó conmigo. Se frotó en mis manos y mi cara. Me hizo compañía mientras leí historietas e hice la tarea. Por momentos, volví a penar en lo que me había ofrecido mi mamá y me quedé mirando el vacío. Entonces, Favalli volvía a pedirme mimos y ronroneaba con más fuerza cuando lo acariciaba.

Ya cansado, me tiré en la cama con él. Se dejó abrazar y cerré los ojos.

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