13. El final del hechizo
Seis meses y medio después.
12 de diciembre de 2003.
Es el último día de clases y estamos en el acto de cierre de año, que se hace en el patio de la escuela. Los alumnos de los últimos años nos ubicamos en las gradas, mientras que los de los años inferiores se forman alrededor del patio.
Los padres se sientan en unas sillas de plástico que la escuela puso para la ocasión. Observo a mi viejo, que conversa animado con los de Bruno y de Débora. Se ríen.
No quería invitar a mi mamá. La sola idea de tenerla cerca de mis amigos arcanos me pone nervioso, porque nunca sé qué está tramando. A pesar de eso, a último momento me dio culpa y le pasé la dirección. Por suerte, me avisó que no podía venir.
Anabella dijo que su papá tuvo que faltar por complicaciones de su trabajo. Como viene haciendo los últimos tres años... Ahora que sé que es un mago, entiendo realmente porqué. Debe estar bastante ocupado, al igual que mi madre. Menos mal. No creo que Sebastián hubiera podido reconocerme como el Fantasma, pero por las dudas...
Débora mira la hora en su reloj y habla con Anabella, que asiente. Se alejan seguidas por Laura y las otras chicas del equipo de gimnasia artística, rumbo a los vestidores. Un rato después, la profesora que conduce el acto las anuncia y destaca que van a hacer la coreografía con la que ganaron en el torneo bonaerense. Salen formadas y se ubican en el centro del patio. Creo que voy a morir al ver a tantas bellezas juntas.
Débora y Anabella se muestran orgullosas, en primera fila. Andrés y Simón comentan algo a mi lado y los codeo para que se callen. No quiero que Bruno escuche cómo se babean con su novia. No sé si lo logré, pero el colorado no se ve enojado. Me parece que no los oyó.
La gente aplaude a las chicas en varios momentos de la coreografía; los padres se emocionan y lloran. Una vez que terminan, las gimnastas saludan y vuelven a las gradas.
El acto sigue con la entrega de las medallas a los alumnos destacados de cada curso.
—¿Estás preparada para arrasar de nuevo, como todos los años? —le pregunto a Débora, que se sonroja. Sus amigas se ríen.
—Basta, tarado —contesta y sonríe.
Bruno la abraza y me guiña un ojo, divertido. La profesora va nombrando a los mejores promedios de cada año. Por fin, llega el momento:
—Primer año del polimodal, Débora Caviglia.
La chica camina con elegancia hacia el estrado, donde una docente le pone la medalla alrededor del cuello. Todos la aplauden.
Después, llaman a los gimnastas destacados de cada año. Llegan a nuestro curso.
—Primer año del polimodal, Anabella Glenn.
Todos vuelven a aplaudir, pero con más fuerza, además de los vítores y chillidos de las amigas de la colorada. Es la primera vez que recibe este premio, destronando a Débora. En vez de mostrarse agrandada, como siempre, Anabella camina con verdadera emoción hacia el escenario, aunque se detiene a la altura de Débora para darle la mano. Se sonríen, y luego continúa la marcha para recibir su medalla.
Llega el momento de entregar el premio a los elegidos por los alumnos como mejores compañeros. Otra vez...
—Primer año del polimodal, Débora Caviglia.
El público estalla. Esta vez coreamos su nombre. Débora se acomoda el pelo y va recibir su segunda medalla, manteniendo una expresión de humildad solo traicionada por el brillo en su mirada. Bruno está más feliz que todos. La observa lleno de orgullo, con una sonrisa inmensa y los ojos húmedos. Cuando vuelve a su lado, el colorado no se contiene y le da un pequeño beso. Las chicas y los chicos de todo el polimodal gritan y empiezan a silbar.
Anabella pone los ojos en blanco.
—¡Basta, compórtense! —los reta la profesora, escondiendo una sonrisa.
Débora y Bruno asienten con expresión culpable y se separan un poco, sonrojados. La muchedumbre se calma.
El acto termina con un discurso aburrido de la directora, que nos felicita por el año escolar y nos desea buenas vacaciones. Antes de que nos dispersemos, Débora y las otras gimnastas se escabullen rápido al vestuario para volver a ponerse el uniforme. Las esperamos en la puerta.
—Para ustedes que aprobaron todo se acaban las clases. Nosotros tenemos que rendir en diciembre —comenta Simón y pasa el brazo por los hombros de Andrés, que asiente apenado.
—Tranquilos, podemos darles una mano —les dice Bruno.
—No hace falta, amigo. No arreglamos con profes particulares. Gracias igual.
—Ya estamos —dice Débora, saliendo con Anabella, Laura y Mariza—. Vamos a dejarles los bolsos con la ropa de gimnasia a nuestros papás y volvemos.
—Dale —contesta Bruno.
Nos quedamos en la escuela hasta que nuestros padres vienen a despedirse. Distingo una persona de cabello castaño y ojos grises, mirándonos de lejos. ¡Es mi mamá! Me estremezco cuando nuestras miradas se encuentran. Ella sonríe. Amanda está a su lado.
Papá también la ve y su rostro se pone serio. Se acerca a ellos y los saluda.
—Javi, ¿venís? —pregunta Bruno, que señala con la cabeza hacia donde van los demás. Está agarrado del brazo con Débora, que me mira—. Che... ¿Qué te pasa?
—Es mi mamá... y mi hermanito... hermanita. —No puedo referirme a Amanda en masculino en público todavía, no puedo sacarlo del clóset. A veces me confundo, sin querer.
El colorado y Débora siguen mi mirada. Mi madre sonríe ampliamente y viene hacia nosotros.
—¿Nos quedamos? ¿Querés presentárnoslas?
Considero decirles que se vayan, pero lo cancelo en cuanto veo que mi madre arrastra a Amanda con ella.
—Hola, mamá —digo, con sequedad—. ¡Hola, Amanda! —exclamo con una sonrisa—. Estos son mis amigos, Bruno y Débora, de los que siempre te cuento.
Amanda saluda con un beso en el cachete a Débora y le da la mano a Bruno. Siempre tan tímido.
—Ella es Leonor, mi mamá —le digo a los chicos.
Mi mamá va hacia ellos y los abraza.
—Qué bueno conocerlos, por fin. Javier habla tan bien de ustedes. Me hace feliz que sean sus amigos... —dice al separarse de ellos.
—Nosotros también estamos contentos de tenerlo de amigo —comenta Débora con una risa breve—. Bueno, tenemos que irnos... Un gusto. Javi, ¿venís?
—Sí. —Giro hacia mi madre y Amanda—. Las veo después...
—Esperá... —Mi mamá me toma del brazo para detenerme y la miro, incómodo—. Tengo que pedirte algo... —susurra.
Observo a los chicos, que me esperan. Después a ella.
—¿No puede ser en otro momento?
—No. Es urgente.
Suspiro, fastidiado. Le digo a Bruno y Débora que los alcanzo después. Ellos asienten y se despiden.
Luego cruzo una mirada con Amanda, que lleva los ojos hacia el piso, con expresión culpable. Seguro mamá lo presionó para esto. Como siempre, la emperatriz de los yaltens nos usa para sus planes...
—¿Qué necesitás, ma?
Me pasa unas foto de un chico flaco, de piel trigueña y pelo largo largo hasta la mandíbula. Lo reconozco enseguida: es Ismael, el amigovio de Mackster. En una foto, en la que está saliendo de la escuela Applegate, tiene el cabello oscuro; en otra, lo lleva azul. En esta última, parece que viste un traje especial, pero no se lo ve muy bien, ya que está envuelto en un resplandor luchando con una criatura alada extraña que no es un ángel (ya puedo reconocer esas cosas por lo que estudié con los yaltens).
—¿Quién es? No lo conozco. —Le devuelvo las imágenes.
—Sí que sabés. No me mientas. Registramos un pico de la magia original yalten asociado con él.
—¿La magia que no funcionaba?
—Sí. Ya habíamos percibido señales antes, pero muy débiles.
—¿Piensan que este chico es un yalten?
—No, sabemos que es un dios, por otras fuentes. Pero estamos seguros de que ha usado nuestra magia vieja y necesitamos saber cómo la descubrió y logró activarla.
—Okey, ¿y yo que tengo que ver con eso?
—Sos amigo de Bruno, que es amigo de Mackster, que es amigo de Ismael. Unite a ese grupo y averiguá todo.
—Ah, ¿o sea que ahora puedo decirles que soy un arcano? —Me cruzo de brazos y sonrío con malicia, divertido por cómo se dan vuelta las cosas.
—No. No todavía. Solo hacerte su amigo.
—Mamá, no voy a ayudarte. Estoy harto de todo esto. Andá, deciles a los arcanos que sos la emperatriz yalten y quitarme el hechizo para que no pueda contarles que yo soy el Fantasma.
—¡No voy a hacer eso!
—¡Es lo más fácil y lógico! —insisto.
—Es muy peligroso! Ya te dije que los arcanos, que sus maestros en especial, no confían en nosotros. Y nosotros tampoco en ellos.
—Lo siento, entonces. —Me encojo de hombros—. Hasta que no me liberes del hechizo que me impide decirles la verdad, no voy a ayudarte nunca más. Te quiero, Amanda.
Mi hermanito me saluda sacudiendo la mano, contento, y le respondo igual. Le hago una mirada de advertencia a mi vieja, que mantiene su rostro con la misma expresión de furia, y le doy la espalda para encaminarme hacia la puerta del gimnasio. Me da unas puntadas de culpa; puedo no estar de acuerdo con los métodos de mi madre. Lo cierto es que cree estar haciendo lo mejor para salvarnos a todos.
No me importa. Busco a papá con la mirada y juntos alcanzamos a mi compañeros en la puerta de la escuela. Justo en ese momento, me invade una visión del arcángel Cassiel, encerrado en su jaula, y me trastabillo.
—¿Estás bien, Javi? —pregunta Bruno.
—Sí. ¿Adónde vamos al final?
—A la pizzería del centro que tiene la estatua de Poseidón en la puerta.
—¡Genial! Me encanta.
Me despido de papá y sigo a los chicos. Una vez que llegamos a la pizzería, encontramos a todo el curso ahí. También hay chicos de otras orientaciones del polimodal. Nos reciben a los gritos y los mozos se ríen. Algunos clientes que cenan en otras mesas, también. Es un viernes, así que se nos permite hacer un poco de lío.
Caminamos rápido para ubicarnos en la hilera larga de mesas que armaron para todo el grupo. Agarramos las porciones que quedan, mientras le pedimos más pizza y bebida a un camarero que vino a atendernos.
—¡Con anchoas! —exclama Andrés.
—¡Qué asco! Yo quiero de jamón y morrones —dice Laura.
—¡Sí! Yo también —la secunda Mariza.
—Muzzarella, por favor —exige Anabella, con la seriedad de una reina.
—Yo también —concuerda Débora.
Como se nota que a estas dos les hizo bien ganar el torneo bonaerense. Antes se agarraban a las piñas, ahora se respetan.
Nos la pasamos bromeando y contando anécdotas del curso. Como varias porciones de pizza, aunque no tantas como Bruno, y termino demasiado lleno. Empiezo a sentir calor y una transpiración fría en todo mi cuerpo. ¿Me habrán caído mal?
Me aguanto la sensación hasta que en un momento, cuando me paro para ir al baño, el suelo se mueve frente a mí, por unos instantes. Me apoyo en la mesa.
—Chicos... no me siento bien. Mejor vuelvo a casa.
—¿Querés que llamemos a tu papá, para que venga a buscarte? —pregunta Bruno.
—No, no...
¿Mi vieja me habrá tirado otro hechizo?
—Te acompañamos caminando, no podés irte así —dice Débora.
—Sí, estás todo pálido —comenta Anabella.
—Bueno....
—Voy con él —Bruno se para de su silla.
—Los acompaño —dice Débora.
—No, quedate con todos a disfrutar. Tienen que celebrar por haber ganado el torneo. Vuelvo en un rato —le promete, dándole un beso en la cabeza.
Cuando salimos de la pizzería y me pega el aire fresco del mar, me siento un poco mejor. Aunque sigo bastante descompuesto. Bruno me presta su campera verde y emprendemos la marcha hacia mi casa. Camina despacio, sin apurarme. Es mejor así, porque por momentos vuelvo a sentir que el piso se mueve. Me invade la fiebre y unos escalofríos bajan por mis piernas. Nos alejamos rápido del centro comercial, adentrándonos en la zona de las casas.
La piel me pica... me rasco el brazo. Por un momento, llego a ver los tribales que los yaltens trazaron ahí para anclar los poderes de Cassiel en mí. Me cubro de nuevo, rápido, con la manga de la campera, cosa que Bruno no los vea. ¿Qué fue eso? ¿La descompostura está activando mis poderes o está pasando algo más?
El camino se me hace eterno y eso que no estamos a tantas cuadras. Una vez que llego, le agradezco a Bruno y toco el timbre. Se queda esperando hasta que mi papá abre la puerta y le agradece. Me despido de mi amigo y entro. No sé qué le respondo a mi viejo, mientras me acompaña a mi cuarto. Estoy demasiado mareado, siento mucho calor. Solo puedo arrojarme en mi cama y cerrar los ojos.
Siento que me hundo en la oscuridad que encuentro detrás de mis párpados, girando cada vez más rápido. Mientras, mi cuerpo es recorrido por olas de frío y de calor. Las gotas de transpiración caen de mi frente y por mi cuello.
—Tenés fiebre... —escucho la voz de papá, lejana. Siento su mano en mi frente, aunque su tacto se desvanece.
Parpadeo; por momentos veo mi cuarto y, por otros, un cielo de estrellas desconocidas, debajo del que está la jaula de Cassiel. El arcángel me clava su mirada de fuego blanco y negro. No hay furia ni piedad en ella, solo la concentración absoluta de un depredador a punto de saltar sobre su presa. Las barras de su prisión se quiebran y desaparecen. Con un rugido, el ángel se convierte en un tornado de llamas blancas y negras que barre con todo.
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