9. Secretos de los dioses
Mackster
El sábado a la tarde vamos con Bruno a la casa de Gaspar. Ayudo a mi maestro a preparar la merienda mientras el colorado lee un libro sobre arcángeles.
Lleno un pote grande con una mezcla de nueces, castañas de cajú y pasas. Gaspar pone a calentar el agua y saca las tazas.
—¿No hay galletitas o magdalenas? —Se queja Bruno, asomándose.
—Tenés que empezar a comer más sano si querés canalizar mejor tus poderes —le contesta.
Mi amigo pone los ojos en blanco.
Una vez que vamos al living, me acomodo en el sillón y me inclino sobre los libros abiertos que Gaspar dejó sobre la mesa. Tienen símbolos extraños que parecen hechos a mano por un artista. Me acerco para observarlos mejor. La mayoría están dentro de un círculo. Algunos se encuentran rodeados por un marco que contiene a otros símbolos más pequeños.
—¿Qué son esas cosas? —pregunta Bruno mientras se sienta a mi lado.
—Son sigilos: símbolos que los magos utilizan para sus hechizos —explica Gaspar, señalándolos—. Contienen y representan la voluntad de la persona que los hizo. Funcionan con solo visualizarlos o trazarlos en el aire, a veces pronunciando algunas palabras. Si es que se tiene talento para la magia, claro.
—¿Y cómo se hacen?
—Se crean en estados de conciencia alterada, algo que se alcanza de distintas maneras de acuerdo con la senda mágica. Algunos sigilos fueron revelados por ángeles, demonios y otros seres para invocarlos. Muchos contienen grandes y peligrosos poderes. No son para jugar. —Nos señala con severidad—. Voy a enseñarles cuáles usar para protegerse a ustedes y a sus casas. Casi todos los de acá son de ángeles.
—Recuerdo que Sebastián los usó un par de veces, aunque en ese momento no sabíamos qué eran —comenta Bruno—. También encontré este tipo de símbolos en el bosque, tallados en los árboles y las piedras.
—León y yo vamos a entrenarlos para que aprendan a descubrir los sigilos invisibles de sus enemigos y destruirlos —dice Gaspar, con media sonrisa.
—¡Genial! —exclamamos, emocionados.
Me muevo en el sillón y noto que me senté sobre algo. Me levanto y veo una piedra negra con manchas grises. La agarro. Un pulso eléctrico entra por mi mano. De pronto, viajo a otro lugar.
Estoy en una dimensión que ya conozco, me siento en casa. El Ghonteom, el mundo de donde viene mi alma de dios. Aterrizo en el Templo de Agha. La luz plateada del sol atraviesa las nubes de esferas violetas y me baña, alimentándome. Soy más alto y poderoso, también mi mente está más desarrollada y expandida. Me siento maduro, sabio, colmado de experiencia.
Camino entre las baldosas blancas de piedra cálida observando los reflejos del cielo rosa en las columnas de cristal pulido. Me muevo de forma automática, como siguiendo un camino prefijado. Comprendo que estoy en el pasado, reviviendo un recuerdo.
Un hombre corpulento, de barba y pelo celeste, avanza hacia mí con movimientos toscos. Viste un traje azulado en el que resalta una pechera de color turquesa. Es un dios. Carga en los brazos a un ser de alas blancas y ropaje negro, inconsciente y atado. Una vez que lo arroja al suelo, aprovecho para observarlo. Su rostro parece de mármol, el cabello oscuro refleja el tono de su aureola, que ahora es blanca. Sé que, en cuanto despierte, esta se volverá multicolor.
—Consulté a Ghabia —afirma el dios Abventerios, con su voz grave y cavernosa—. También a Dushka; la diosa de la noche estará loca, pero todavía es capaz de discernir lo que le conviene. Ninguno de los dos pudo liberar a este dashno del poder que Dashnir tiene sobre él.
—Tampoco fueron capaces de revertir el efecto de la sangre de Agha... —comento.
El dios abre los ojos como dos abismos cósmicos.
—Eso significaría su extinción. Fueron creados a partir de ella.
—Lo devolvería a su estado original: polvo cósmico y radiación estelar.
—Mackster, sé que buscamos terminar la guerra con Dashnir, pero acabar con estos seres no es justo —afirma Abventerios—. No son culpables. No tienen nuestro nivel de consciencia. Fueron creados para obedecer a nuestro enemigo...
—... Con la sangre que Dashnir extrajo al asesinar a nuestra madre —completo su frase.
—Tampoco pidieron ser formados así. —Levanta la voz y cierra los puños—. Si tienen la sangre de la diosa primigenia, nuestra sangre, son nuestra responsabilidad.
—Al momento de enfrentarlos en batalla no nos detenemos a pensar en eso. —Lo miro con severidad—. Eliminamos a los que podemos.
—Lo sé. —Mi aliado lleva sus ojos hacia un costado—. Aunque, en ese caso, es distinto. Es imposible destruir a todos esos hijos involuntarios de Agha sin maldecirnos —afirma antes de clavarme de nuevo la mirada.
—No podemos transformarlos en nuestros aliados, tampoco liberarlos de Dashnir, lo que además sería peligroso si no educamos sus almas. —Frustrado, le doy la espalda para perder mi vista en el paisaje de nuestra dimensión—. No hay forma de terminar con esto —susurro.
Abventerios se ubica a mi lado y pone su mano sobre mi hombro.
—Quizá lo logremos... si algún día vencemos a Dashnir y él nos entrega su comando sobre ellos.
No le respondo. A estas alturas ya debería entender que no creo que la guerra vaya a terminar de esa manera.
Voy hacia el dashno y hago un movimiento de manos sobre él. La criatura se desvanece, transportada a algún rincón del territorio enemigo. Lo último en desaparecer es su rostro, muy similar al de nuestra querida Agha.
—Tal vez tengas razón y la solución esté por fuera del Ghonteom —dice Abventerios.
Lo miro a los ojos. Después, me concentro en las estrellas lejanas.
—¿Vas a apoyarme con el plan? —consulto, fallando en ocultar el temblor en mi voz. Me cruzo de brazos—. Pensé que lo habíamos descartado. Está en contra de todo lo que desea mi padre y tendremos que usar mucho poder para ocultarnos.
—Siempre te voy a apoyar y a proteger —afirma con una sonrisa antes de desvanecerse, junto con todo lo que nos rodea.
—¿Qué pasó? ¿Viste algo? —me pregunta Gaspar con el ceño fruncido.
Vuelvo a estar en el sillón del living de su casa. Mi viaje solo fue mental. Noto que tengo una taza en la mano y que Bruno también me observa, inquieto.
—Sí. Estaba con Abventerios, uno de los dioses de Agha... el azul —explico, siento una sed muy fuerte y doy unos sorbos al té—. ¿Qué pasó? ¿Por qué vi eso?
—Encontraste una obsidiana nevada en el sillón. —Gaspar me muestra la piedra negra con manchas grises en su mano—. Se utiliza para realizar regresiones —explica—. Bruno la dejó ahí después de usarla en una meditación que hicimos hace dos o tres días. Entraste en trance apenas la tocaste.
—Tenés suerte, yo no vi nada. —Bruno larga un bufido y mira hacia al techo.
Siento una angustia inmensa al notar por primera vez la ausencia de Abventerios, mi compañero. Me llevo una mano al pecho antes de mirar a Gaspar a los ojos.
—Tengo que encontrarlo. ¿Podés ayudarme?
—Por supuesto —contesta y me palmea en el hombro.
Tras escuchar las palabras de mi maestro, la tristeza desaparece y me invade una seguridad inmensa. Agradezco haber conocido a Gaspar y a León. Con ellos, y con la ayuda de mis amigos, tengo esperanzas de resolver lo que sea que mi alma de dios vino a hacer a este planeta.
***
La semana pasa volando y llega el viernes. Estoy ansioso por ir a mi primera clase de Teatro. En cuanto entro al auditorio, reaparece ese molesto dolor de cabeza, pero no le hago caso. Me presento y saludo a la profesora. Parece bastante copada. Se llama Alejandra y aparenta un poco más de treinta años. Tiene voz grave y profunda, pelo rubio ceniza y rostro de diva de cine clásico.
Al taller también vienen tres chicas de un año superior, van al polimodal de Sociales. Se sorprendieron cuando entré, seguro porque piensan que solo me interesa hacerme el canchero en el pasillo con mis amigos y jugar al básquet. Si supieran cuánto cambió mi vida en estos últimos meses...
Hago sonar mi cuello como queriendo calmar una contractura. La realidad es que no puedo sacarme el dolor de cabeza.
La profesora nos dice que pasemos a improvisar, pero me da un poco de vergüenza, así que dejo que lo hagan las chicas. A mitad del ejercicio escuchamos un golpe en la puerta. Alejandra les dice que sigan mientras hace pasar a un muchacho de piel trigueña que trae un morral colgado de su hombro derecho. El flequillo largo le cubre la mitad del rostro.
Es Ismael. Se para en seco cuando me ve y duda unos instantes antes de sentarse a mi lado. Aunque no creo que sea un brujo, como dicen mis compañeros, tenerlo tan cerca me pone incómodo. Es un poco más bajo que yo y, por primera vez, noto que es bien flaquito, aunque lo disimula usando ropa más grande. Huele a algún tipo de hierba o sahumerio rico que no puedo identificar. Observa la clase con atención, pero su cuerpo está tenso.
La profesora nos hace pasar a improvisar juntos. Ismael me mira, molesto. Nos levantamos de los asientos sin ganas. No sé bien qué hacer... Se me viene Flavia Nermal a la cabeza y digo lo primero que se me ocurre.
—¡Isma, Isma! —grito—. ¡No sabés lo que vi en el patio!
—¿Qué? —Mi compañero se sobresalta.
—¡Un OVNI! —Me llevo las manos a la cabeza—. ¡Hay un OVNI en el cielo!
—¿Estás seguro de que no era una estrella fugaz?
—Sí, estoy seguro. Acompañame.
—A ver... —Hacemos como que abrimos una puerta invisible y pasamos a otro espacio imaginario—. ¡Dios mío! —exclama—. No lo puedo creer. Hay que sacarle una foto. ¿Tenés una cámara?
—No.
—¿Cómo que no tenés? Podríamos hacernos millonarios con una cosa así —improvisa Ismael.
La profe y las chicas se ríen.
Esto está bueno... Comienzo a aflojarme, disfrutando del ejercicio. Me doy cuenta de que se me pasó el dolor de cabeza.
—Me parece que se está moviendo —comento y señalo hacia la nada mientras Ismael se acerca a mí para fingir que mira a lo lejos.
—Pará... Mackster, la luz se está acercando.
—¡Nos quieren llevar! —exclamo y me cubro.
—¡Tengo miedo! —Ismael me abraza.
Cuando escucho las risas de Alejandra y nuestras compañeras, siento una satisfacción enorme. También percibo el contacto del cuerpo de Ismael contra el mío. La piel de su rostro se pega a mi cuello. Es caliente y, por un instante, me parece que estuviera por quemarme. Cuando respiro, el perfume del chico entra con intensidad en mí. Hago un esfuerzo para seguir concentrado en el ejercicio.
—Yo también —respondo y me agacho.
Ismael me sigue.
—¡Ayuda! ¡Ayuda!
Me toma de la mano y me mira con los ojos desorbitados.
—Buscá a Flavia Nermal... solo ella puede resolverlo —dice, antes de hacer que se desmaya.
Me sorprende que él también haya pensado en lo mismo, que entendiera a la perfección lo que pasaba por mi mente cuando comencé a improvisar.
—Isma... ¡Isma, despertate, no me dejes solo! —grito, cuando lo sacudo. Finjo que lloro y pierdo las fuerzas. Después caigo rendido a su lado.
Todos en la sala nos aplauden entre risas.
—Muy bien, chicos —nos felicita Alejandra—. Estuvieron geniales.
Ismael se pone colorado y yo también. Nos reímos y les agradecemos. Me muero de la vergüenza. Lo que hicimos fue una estupidez, pero la pasé genial.
Cuando camino de regreso a casa, un rato después, me doy cuenta de que sigo sintiendo el aroma a sahumerio de Ismael. No puedo sacármelo de encima.
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