2. El propósito del mago
Bruno
Percibo una energía inmensa cuando la luz dorada y cálida cubre de nuevo a Débora y la cambia a su forma humana. El fuego me recorre por completo y hace lo mismo conmigo. Nos quedamos en silencio durante unos instantes, todavía agarrados de las manos, ahora con nuestra apariencia normal.
—Me sentía tan sola... —confiesa—. Tenía tanto miedo de... No le vas a decir a nadie, ¿no?
—No. Aunque tengo un amigo y dos maestros que también tienen poderes, como nosotros. Pueden ayudarte.
—¿Estás seguro? ¿Confiás en ellos? —pregunta, secándose las lágrimas.
—Sí. Son lo más importante para mí.
Débora me observa con los ojos irritados, después desvía la mirada. El pelo le cae a los costados, tiene las mejillas coloradas, detalle que me produce mucha ternura.
Me acerco.
—Todo va a estar bien. Vamos a ayudarte. Ahora estás con nosotros.
La abrazo. Ella apoya su cabeza contra mi pecho. Su perfume, el calor de su rostro tan cerca del mío, el cosquilleo de su cabello en mis mejillas... Quisiera acariciarla y darle un beso.
Me invade un calor intenso en todo el cuerpo, así que me alejo rápido de ella. Nos quedamos en silencio por unos segundos más antes de acercarnos de nuevo. Observo el pelo rubio que se mece llevado por una brisa y sus mejillas sonrojadas. La chica cierra los ojos. Me inclino hacia ella y... ¡escucho una explosión!
Nos separamos, listos para volver a transformarnos.
—Vino desde donde cayó la estrella, antes de que nos atacaran los monjes.
Nos sorprenden unos gritos que llegan desde la misma dirección.
—¡Vamos! —exclama Débora, y corremos hacia allá.
Aparecen luces de distintos colores que titilan entre la vegetación y oímos explosiones, disparos que se vuelven más fuertes a medida que nos acercamos. Entre el humo y las ráfagas de tonos verdes, violetas y amarillos, aparecen destellos blancos y rojos. Esos rayos... ¡tienen que ser de Mackster!
Nos detenemos cuando llegamos a un claro creado por la terrible contienda. Está repleto de pozos humeantes, de árboles derribados y de círculos de pasto quemado.
En el centro hay un grupo de seres alados con armaduras negras y lanzas eléctricas. Lanzan rayos desde sus frentes multicolores a una figura de traje rojizo y capa blanca que los bloquea con sus brazaletes.
—Es Mackster, mi amigo —le digo a Débora mientras el fuego empieza a cubrirme en medio de la transformación—. Está peleando contra los dashnos. Son enemigos de su familia de dioses.
Ella asiente y también cambia de forma. Volamos hasta él, esquivando rayos y contraatacando con nuestros poderes. Débora expulsa destellos dorados de las palmas de sus manos.
—¿Una nueva amiga? —pregunta Mackster, y sonríe antes de blandir en su mano el hacha de filo blanco y mango rojizo, listo para luchar.
La nube cósmica anaranjada que adorna la pechera de su traje se mueve como una imagen animada. Se expande y se contrae mostrando distintas estrellas.
—No es nueva —le digo mientras hago aparecer mi espada—. Pero recién descubrimos que los dos somos arcanos.
—Soy Débora. —Se presenta ella, clavándole las uñas a uno de los enemigos—. Encantada.
—¿Débora? —Mackster abre los ojos sorprendido antes de arrojar a uno de los dashnos por los aires—. ¿La Débora que te g... eh, con la que te llevás tan bien?
—¡Callate, tarado! —le grito, antes de ir a noquear a uno de los enemigos.
Los seres comienzan a fluctuar ante nuestros ataques hasta desvanecerse, envueltos en una luz violácea. Parece que se rindieron. Mackster se arrodilla para recuperar el aliento. Debe haber luchado demasiado tiempo solo hasta que llegamos en su ayuda.
—¿Cómo te encontraron? Creí que Gaspar y León te habían protegido con magia —le digo.
—No me encontraron, yo los seguí. Estaba volando por la costa cuando noté dos estrellas violetas en la zona. Enseguida supe que eran los enviados de Dashnir, creí que estaban detrás de Ghabia y de Abventerios. Pensé que era mi oportunidad para encontrarlos. Pude perseguir a una de las dos estrellas hasta acá, pero no logré ser sigiloso. En cuanto los dashnos me descubrieron, comenzó todo este lío. —Mackster señala el paisaje destruido; seguro le preocupa que en el pueblo se haya visto u oído esto.
Débora observa a mi amigo, extrañada, y comprendo que le llaman la atención su pelo blanco y sus ojos rojizos.
—Tranquilo. Por suerte andábamos cerca.
—En realidad, no. —Débora se cruza de brazos—. Al menos, no al principio. Estábamos en una plaza y algo nos trajo hasta acá...
Asiento y, con una mirada, le doy a entender que no tenemos tiempo de charlarIo ahora, quizá podamos debatirlo luego de asegurarnos de que ya pasó el peligro. Débora comprende y me sonríe.
—Dijiste que habías visto dos estrellas. ¿Tenés idea de a dónde pudo haber ido la segunda? —pregunto a Mackster.
—No. Pero si no encuentra lo que vino a buscar, lo más probable es que vuelva a... —Hace una pausa repentina—. ¿Qué es...?
Nos cubre un resplandor violáceo.
—¡Cuidado! —Débora señala hacia arriba.
La esfera de luz se abre y aparece otro grupo dashnos. Son seis.
—¡Estoy harto! —Enfurecido, Mackster se lanza hacia uno de los adversarios y lo decapita con su hacha—. No podemos luchar solos contra estas cosas. ¿Dónde están los otros dioses encarnados? ¿Por qué carajo no aparecen de una vez?
Llega otra luz violeta de la que surge una figura humanoide. ¿Será un aliado de Mackster? ¿Los dioses de Agha habrán sentido nuestro llamado?
Tiemblo al escuchar un aleteo pesado. Veo el rostro esquelético y los cuernos de Dashnir, el dios enemigo de la estirpe de Mackster. Nos ataca escupiendo fuego blanco.
Caigo de espaldas sobre el suelo arenoso. Débora y Mackster me siguen. Intento levantarme antes de que vuelva a atacar, pero Dashnir y sus sirvientes ya están sobre nosotros.
«—¡Agha stengia!».
Escucho el coro fantasmal que llega desde el Ghonteom, la dimensión original de Mackster, momentos antes de que descienda un borrón verde del cielo, como una llovizna.
«—¡Agha stengia! ¡Ghabia!».
Dashnir y los suyos son detenidos por una lluvia de flechas color verde fosforescente.
—¡Es ella, Bruno!
Mackster la señala. Suspendida entre las copas de los árboles, vemos a una mujer cubierta por un manto con capucha verde. En la mano izquierda sostiene un arco. Extiende la derecha, que se ilumina.
—¡Ayudémosla! —exclamo y nos levantamos del piso.
Atacamos juntos a Dashnir y a sus sirvientes, creando una tormenta de fuego y luces de distintos colores que barre con los monstruos. Lo último que vemos de ellos son unos chispazos violáceos.
La chica aterriza y se saca la capucha al mismo tiempo que las flechas caídas comienzan a desaparecer. Tiene un rostro hermoso de piel morena, labios gruesos y nariz pequeña. Su pelo es de un tono verde brillante y lo lleva corto, a la altura del mentón.
Su traje, de un verde más oscuro que su capa, se encuentra reforzado con hombreras y muñequeras violetas. Se ajusta perfecto a sus caderas anchas y hombros pequeños. Además, trae una pechera amarilla con hojas grabadas. Los pies están enfundados en botas marrones.
—Ghabia... —La saluda Mackster, sonriendo. Parece querer abrazarla, pero se contiene.
Ella no le responde. Lo observa de arriba abajo con sus ojos esmeralda en forma de almendra. Aunque ya se habían conocido en sueños, es la primera vez que se encuentran en esta vida y en persona.
—Bienvenida. —Voy hacia ella y le extiendo la mano para romper el hielo.
Ghabia duda, pero enseguida la estrecha con firmeza. Luego, saluda a Mackster y a Débora.
—Ya nos habías ayudado antes, ¿no? Hace poco, cuando luchamos contra Sebastián, le disparaste en la mano con una de tus flechas —deduce Mackster.
Ella asiente.
—No me atreví a intervenir de manera directa hasta ahora —explica—. Recordaba muy poco sobre quiénes éramos y decidí mantenerme oculta por un tiempo para observarlos.
—Fuiste inteligente. Nunca está demás desconfiar —dice Débora.
La morena sonríe.
—En la imagen que nos mostraron los dioses tenías el pelo largo y llevabas una trenza —comento mientras caminamos hacia la salida del bosque—. Y creo que tu capa era más oscura.
—Sí, así los llevaba en mi vida pasada en el Ghonteom. Ellos no saben cómo luzco ahora.
—¡Por fin están todos juntos!
Mackster y yo nos paralizamos por un instante al reconocer aquella voz.
Sebastián sale de entre los árboles. Al verlo, nos ponemos en guardia.
Ghabia tira de la cuerda del arco y materializa una flecha. Apunta hacia él, justo cuando los monjes emergen de la vegetación, rodeándonos.
Estamos listos para pelear, pero Sebastián muestra las palmas de sus manos en son de paz.
—¿Qué hacés acá? —pregunto—. ¿Querías usarnos para alimentar a otro monstruo?
—Así que ustedes también lo conocen... —comenta Débora.
—Fue nuestro maestro, y nos traicionó —explica Mackster.
—Yo solo lo vi una vez, cuando activó mis poderes —asegura Débora—. Decime todo lo que sabés acerca de mi origen —lo increpa.
—Volviste a verme, pero no lo recordás —dice el mago, con expresión seria.
—¿Qué? —La chica retrocede, lo mira con los ojos bien abiertos.
—¡Basta! —Me acerco a él—. No confiamos en vos, Sebastián. Si no te vas ya, vamos a atacarte.
—Está bien. Deberían ser más agradecidos. Yo los reuní en cuanto me enteré del peligro que corría Mackster y propicié que se confesaran sus secretos. —Nos señala a Débora y a mí—. Ahora los dos saben que son arcanos, además de compañeros de clase.
—La niebla... ¡vos nos trajiste! —Exclamo lo obvio.
Él sonríe.
—Incluso la diosa Ghabia se acercó a ustedes gracias a que los vio realizar un hechizo conmigo y enfrentar a los ventaurus —continúa él, y la chica se sorprende al entender que Sebastián la investigó también—. Gracias a mí, ahora son un grupo de arcanos.
—No vamos a seguirte después de lo que pasó —asegura Mackster—. Si no te vas ahora...
—Te echamos a patadas —completo la frase y enciendo mi espada en llamas.
Sebastián nos ignora, observa a Débora. Ella entrecierra los ojos y se lleva una mano a la cabeza.
—¿Qué le estás haciendo? —pregunta Ghabia.
—¡Salí de mi cabeza! —Débora grita y le dispara un rayo a Sebastián.
Él lo esquiva.
—¡Dejala en paz! —Ataco, listo para cortarlo con mi espada.
También me esquiva, después se alza en el aire.
Sus monjes nos disparan rayos blancos e invocan sombras que se suman a la lucha. No me interesan. Despego y me interno en el bosque. Sigo la energía de Sebastián alcanzarlo.
Al verlo flotar en su sitio entre los árboles, desciendo, apuntándole con mi espada. ¡Choco con un campo de fuerza!
El mago hace aparecer un filo opalino y me embiste.
—¡Nos engañaste! ¡Creímos que ibas a enseñarnos a usar nuestros poderes, pero nos estabas manipulando desde el principio!
—Puedo enseñarte acerca de tu origen. ¿No querés saber de dónde viene tu alma? También puedo ayudarte a alcanzar tu verdadero potencial.
—¿Por qué insistís? Es imposible confiar en vos después de que nos traicionaste.
De pronto, el hechicero deja de luchar y se aparta. Aterriza y me mira con severidad.
—Fue una confusión. En ese momento estaba procesando demasiada energía y perdí el control —explica cuando desciendo hasta quedar frente a él—. Es muy difícil lidiar con fuerzas cósmicas. Creí que iba a poder manejarlas, pero me equivoqué. No va a volver a pasar.
Recuerdo los días que entrené con Mackster en su mansión, todo lo que aprendimos de él. Lo que reímos cuando escondimos un cristal roto y un libro quemado por error, y él nos preguntaba, divertido: «¿Tienen algo que decirme?». Las veces que me escuchó y me calmó cuando creí que esto de ser un arcano iba a volverme loco...
—Tus nuevos maestros, Gaspar y León, están equivocados —afirma el mago—. Los conflictos entre las razas de dioses, así como entre las distintas facciones de ángeles y de demonios, van a destruir a la humanidad. No puedo explicártelo en detalle, pero la energía de las personas y de la Tierra están en juego. Hay una sola forma de impedirlo: tomar el poder de esos seres para confinarlos en sus dimensiones y liberar a los humanos. Mi objetivo no era traer al dios de los ventaurus para que destruyera la Tierra. Incluso si fuera un hechicero malvado, como creen ustedes, ¿qué ganaría con eso? Necesito un planeta donde vivir, ¿no? Solo quería utilizar la energía de ese monstruo infernal. Si lográramos despojar a esas criaturas de sus dones, seríamos capaces de dárselos a la humanidad para transformarla en algo nuevo.
—Es lo que estamos haciendo los arcanos, pero de una forma más armoniosa —sugiero—. Somos un puente, una mezcla entre los humanos y los seres de otros mundos. Traemos esos conocimientos y poderes a este lugar. Va a llevar un tiempo, pero los arcanos vamos a ayudar a alcanzar el balance y la unidad.
—¡No! La llegada de los arcanos es el primer paso para que esos seres nos dominen por completo. —Avanza lentamente hacia mí—. Tomar su poder no será lo más fácil, puro ni correcto, pero es nuestra única oportunidad, y ustedes pueden ayudarme.
Me mira, esperando una respuesta.
¿Y si tiene razón? Pienso en los tempestas, esos demonios que conocí apenas descubrí mi transformación de arcano. Querían reclutarme a la fuerza. ¿Qué hubieran hecho conmigo?
Recuerdo también a los dioses de Agha, a su enemigo Dashnir y a sus sirvientes. Recuerdo la guerra que vi en su dimensión... La misma que trajeron a la Tierra persiguiendo a Mackster. El dios de los ventaurus necesitaba alimentarse de la energía de las personas para entrar a nuestro mundo. Aquellos zombis azules en los que todas se convertían eran pasmosos.
Miro a Sebastián. Él me ofrece su mano.
—Es nuestra única oportunidad —repite.
Siento un remolino en la boca del estómago al imaginar nuestro planeta destruido por los dioses. ¿Sebastián tiene razón o es este otro engaño?
Le estrecho la mano. Él sonríe.
—Te agradezco por lo que me enseñaste, pero ya no sos mi maestro —afirmo.
Me mira enfurecido cuando me alejo.
Avanzo entre las sombras del bosque con un nudo en la garganta. Él no me sigue.
Así, en silencio y pensativo, regreso al campo de batalla. Una vez allí, noto que los seguidores del mago se escaparon.
Los chicos sonríen al verme, y yo corro hacia ellos.
Débora me abraza. Me sorprendo: su piel de escamas es lisa y agradable. Por encima de su hombro observo a Ghabia y a Mackster, que se ven exhaustos.
—¿Qué pasó con Sebastián? —consulta Débora.
—No sé. Lo dejé en el bosque.
Todos me miran extrañados. Abro la boca para explicar lo ocurrido cuando, sin previo aviso, algo aterriza a nuestras espaldas. Son dos hombres alados. El más bajito viste un traje azul similar al mío, el del otro es verde. Son Gaspar y León.
—Bruno, Mackster... ¿Están bien? —pregunta el más alto.
—Vinimos en cuanto registramos actividad extraña en esta zona —revela el otro—. Sebastián la mantuvo aislada hasta recién.
Ghabia y Débora los saludan. La rubia, cruzada de brazos, intenta disimular que tiembla.
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