Capítulo II: Lirios para el alma

◦✧Ashton✧◦

El motor de mi auto ruge bajo mis pies, mientras la calefacción calienta lo justo para no congelarme. Enciendo un cigarrillo, esperando a que llegue el tipo que contraté la semana pasada. Me dijeron que es bueno en lo que hace, así que solo espero que haya hecho bien su trabajo; de lo contrario, me aseguraré de quebrarle cada hueso.

La puerta del copiloto se abre, dejando entrar algunas gotas de lluvia. Afuera, parece que el cielo se cae, con la torrencial lluvia golpeando el pavimento. El hombre, de unos cuarenta años, entra y toma su lugar.

Su enorme barriga, seguramente por el resultado de tomar tantas cervezas en un bar de mala muerte, casi roza el tablero mientras cierra la puerta y me entrega una carpeta. 

Abro la ventana y tiro el cigarro a medio consumir, dejando que el viento y la lluvia se lleven los restos. 

—¿Encontraste lo que te pedí? —cuestiono ojeando los documentos sin levantar la vista.

Deseo terminar este asunto antes de que ensucie más con sus asquerosos zapatos la alfombra de mi auto. Hubiera ido a su casa, pero una chica me espera en mi apartamento, y no tengo intención de hacerla esperar tanto.

—Están todos los datos, desde que nació —dice con su voz monótona, casi aburrido de estar aquí—, no hay nada interesante: vive con su madre, tiene un pequeño hermano y trabaja medio tiempo para ayudar con los gastos de la casa.

Observo por un momento la foto que viene en su expediente. Su rostro me recuerda a Frank, y ese solo pensamiento me provoca un asco profundo. Le pago al tipo por su trabajo, aunque la información que me ha traído es inútil; son cosas que ya sabía.

El hombre baja del auto bajo la lluvia, prometiéndome que se comunicará si encuentra algo más. Sin embargo, ya no será necesario; a partir de ahora, me encargaré personalmente.

De regreso a mi apartamento, subo por el ascensor. Mi celular no ha dejado de sonar debido a los mensajes insistentes de la mujer desesperada que tengo esperando en mi habitación. 

Fotos de ella en ropa interior, y otras sin nada, me llegan sin parar. Sin embargo, mientras observo cómo los números del ascensor suben, mi mente sigue fija en la chica pelirroja. Este asunto me trae recuerdos del pasado que creí haber enterrado.

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Ashton, 12 años

Estoy sentado en el suelo de la sala, hojeando mi cuaderno de matemáticas donde ya llevo resuelto varios problemas. Frente a mí se encuentra una pequeña torre de legos que armé esta mañana.

Mientras pienso cómo resolver el siguiente problema, mi mirada recorre el lugar, observando a mi madre, Claire, en la cocina. Sus ojos grises se concentran en preparar un delicioso estofado, su cabello rubio recogido en una coleta se mueve junto a ella con cada movimiento que realiza. 

Sonrío al pensar que en cualquier momento mi padrastro Frank entrará por la puerta. Tal vez no lo vea seguido, pero cuando viene siempre se ve igual, con su traje azul que parece hecho a su medida, con su cabello peinado y esos ojos verdes que tanto me recuerdan a mi hermana. Vannia, de siete años, heredó el color de ojos de Frank y el cabello claro de mi madre. 

Yo, en cambio, soy diferente, con mis ojos azules y mi cabello castaño. Es algo que siempre me ha hecho sentir un poco distante, como si perteneciera a otro lugar, aunque al final del día mis padres me quieren. 

Nuestra casa es pequeña, pero acogedora. El olor de la comida llena el ambiente y el sonido de la televisión encendida acompaña la tranquilidad de la tarde. Vannia se sienta en el viejo sillón que mis abuelos nos regalaron, para ver sus caricaturas en la pantalla plana colgada en la pared blanca, rodeada de los cuadros que Frank nos ha traído de sus viajes. 

—Ashton, amor, ahí viene tu padre. Ve a abrirle mientras yo termino la cena —me dice mamá desde la cocina, rompiendo mi concentración.

Dejo mi cuaderno a un lado y me levanto de inmediato, mientras corro hacia la puerta, recuerdo el día que lo conocí. Fue cuando tenía cinco años, mi madre me llevó a San Agustín, donde ella y Frank crecieron. Desde el principio me pareció genial su manera de mimarme y tratarme como si fuera su propio hijo. 

—Frank, ¡por fin viniste! —digo lleno de emoción, mientras abro la puerta. 

Mi padre sonríe al verme, y como siempre, me envuelve en sus brazos. Al trabajar en una empresa de arquitectos en Miami, pasa la mayor parte del tiempo fuera. Cuando regresa nos trae regalos y nos cuenta historias maravillosas.

—Hola, cariño. Lamento llegar tarde. El vuelo se retrasó dos horas y tuve que esperar en el aeropuerto —se excusa Frank antes de besar a mi madre y luego levantar a Vannia del sillón para llenarle de besos sus pequeñas mejillas. 

—No te preocupes amor, lo importante es que ya estás aquí. Vamos a cenar que la comida se enfría.



Tres semanas después de la última visita de Frank, llegamos a San Agustín, tras un largo vuelo desde Los Ángeles. Mi madre permaneció tensa y en silencio durante todo el viaje. Hoy es veintiséis de diciembre y todavía se ven los adornos de Navidad en las calles y casas del país. 

Al llegar a la ciudad, fuimos directamente a la casa del tío Greg. Ahí, mi madre me puso un traje negro y a mí hermana, un vestido del mismo color. Sin entender lo que está ocurriendo, salimos de la casa y tomamos un taxi que nos deja frente a un cementerio. 

No me gusta estar aquí, así que me aferro aún más a mi madre. Mis manos comienzan a sudar de los nervios; tengo una sensación extraña, un presentimiento que se ha instalado en mi pecho.

Caminamos hasta llegar a donde hay muchas personas llorando. Nos quedamos alejados de la multitud. Mi madre nos tiene agarrados de la mano, durante el tiempo que se lamenta por la persona que yace en el ataúd rodeado de flores. La oigo susurrar: «Lo siento mucho, nunca debí dejar que regresaras». 

No me gusta este lugar. A pesar que es un campo muy grande lleno de lirios sembrados en una grama muy verde, lo rodean tumbas donde muchas personas tienen su descanso eterno. 

Mi madre me mira y se agacha a mi altura. Las lágrimas no han dejado de brotar de sus ojos. Posa una mano con delicadeza en mi mejilla, dándome el consuelo que necesito.

—Ashton, sabes que tu padre siempre te amará —susurra. Yo asiento en silencio—, ya eres lo suficientemente grande para entender. Frank ahora los cuidará a ambos desde el cielo. 

Nos abraza a mí y a Vannia. Por un momento, los sollozos de mi madre son los únicos que se escuchan, junto a mi respiración agitada.

Se pone de pie y, por alguna razón, no siento ganas de llorar. Sabía que algo estaba mal cuando vi a mi madre desconsolada frente al teléfono, un día antes de llegar aquí. Pero nunca creí que Frank se iría para siempre.

Entiendo lo que pasa,

Él

está

muerto.

Corto un lirio y se lo entrego a mi mamá para consolarla. Ella me sonríe y lo acepta, llevándolo a su nariz para oler su dulce aroma. Mi hermana, a mi lado, me abraza. Aunque es probable que no entiende lo que está ocurriendo, levanta su pequeño rostro y me dedica una sonrisa. 

Intento devolverle la sonrisa, y en ese momento le juro, en silencio, que a partir de hoy las cuidaré, tanto a ella como a mi madre, porque ahora soy el hombre de la casa.

Miro hacia el sacerdote, quien está diciendo las últimas palabras y pidiendo el descanso eterno para Frank. Sin embargo, algo más llama mi atención. Veo a una niña pelirroja de la edad de Vannia y a una mujer hincadas en el suelo, llorando desconsoladamente. 

No entiendo por qué no estábamos nosotros allí, más cerca del ataúd, y tampoco comprendo por qué mi madre no me deja acercarme.

De repente, el cielo se nubla y comienza a lloviznar. El escenario se vuelve aún más desalentador. Es como si la lluvia y el cementerio fueran uno solo, como si la vida y la muerte estuvieran conviviendo en este lugar. 

Mi madre nos toma de la mano al notar que los demás comienzan a marcharse, susurrando entre ellos al darse cuenta de su presencia. Antes de que podamos alejarnos, una mujer de mediana edad la detiene para hablar con ella. Aprovecho el momento y me aparto sin que nadie se dé cuenta. 

Camino, escuchando a los pájaros cantar en la copa de los árboles. Levanto el rostro, sintiendo las gotas de lluvia caer sobre mi piel. De pronto, el sonido de pasos apresurados me trae de vuelta a la realidad. Miro alrededor, creyendo que estaba solo, hasta que veo, a unos metros de mí, a una niña sentada llorando bajo un árbol.

—¿Estás bien? —pregunto mientras me acerco. 

Me sorprende cuando levanta el rostro, que tenía escondido entre sus manos. Sus ojos verdes, la forma de su cara... todo me recuerda a Vannia, pero con un ligero detalle: el color de su cabello pelirrojo y las pequeñas pecas que cubren su rostro, como constelaciones en el cielo. 

Regresamos con mi tío cuando cayó la noche y la ceremonia terminó. Estoy descansando en la cama junto a Vannia y mi madre, pero no he podido dormir desde que nos acostamos hace dos horas. Intento no hacer ruido para que no se den cuenta de que sigo despierto. De pronto, mi madre se levanta y sale de la habitación.

Minutos después, un fuerte ruido y discusiones en la sala llaman mi atención. Asustado, me bajo de la cama, asegurándome primero de que Vannia siga durmiendo. Salgo a buscar a mi madre y la encuentro llorando desconsoladamente frente a mi tío Greg. 

—No puedes hacerme esto —le suplica con la voz rota—. Me casé por tu culpa, porque nunca aceptaste nuestro matrimonio, al igual que mi padre.

—Eres una desvergonzada —le responde Greg con desprecio—. Ahora todos saben lo zorra que resultaste ser. ¿No te da vergüenza? Y no solo te bastó con casarte, ¡sino que también tuviste una hija con él!

—Hermano, solo quiero regresar a casa, no me lo hagas más difícil. —Mi madre le implora y Greg se acerca de forma amenazante para tomarla por los brazos.

—Ya sabes que hacer para calmar las cosas y no desprestigiar nuestro apellido.

—¿Y si no quiero? No me puedes obligar, no eres mi padre.

—¡Déjala en paz! —grito tan fuerte que mi voz sale rasposa.

Aprieto mis puños, listo para defender a mi madre si fuera necesario. Mi tío me ve fijamente, callado, pero intimidando con la mirada. Mi madre, con los ojos enrojecidos por el llanto, se vuelve hacia mí. 

—Ve a la habitación, cariño —demanda, tratando de protegerme.

—¡Vete ahora! —vocifera Greg, furioso por mi actitud.

Me quedo inmóvil por un momento, sin saber si obedecer o no, pero al ver la súplica en los ojos de mamá, decido retroceder y alejarme con el miedo aún latente por la mirada amenazante de mi tío.

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De regreso a Los Ángeles, el lunes por la mañana me preparo para ir a la escuela. Me pongo el uniforme y bajo a desayunar. Hoy debo salir a tiempo para tomar el autobús, ya que últimamente mi madre no se levanta de la cama; desde que Frank murió, lo único que ha hecho es llorar. 

Al llegar a mi instituto, me dirijo al salón de clase. Hoy llegué más temprano de lo habitual; el maestro aún no ha llegado. Veo a Dylan sentado en mi escritorio. Es más bajo que yo, pero con una fuerza indomable. Desde que entré a estudiar aquí, ha hecho de mi vida un infierno. 

—Lo siento por ti, parece que es la segunda vez que te abandonan —se burla, refiriéndose a mi verdadero padre. No es un secreto que mi madre me crió sola hasta que Frank llegó a nuestras vidas. 

Sus amigos se ríen con él y yo intento ignorarlo, como Frank me enseñó, y busco otro pupitre para sentarme. Saco un libro que Frank me regaló, una historia infantil sobre un chico francés que perdió a su amada. 

Dylan se levanta y se acerca a mí, pero lo sigo ignorando para no meterme en problemas, hasta que me arrebata mi libro, y de entre las páginas cae un dibujo de mi familia. Antes de poder recogerlo, él lo toma del suelo.

—Miren, chicos, que bonita familia —dice en tono sarcástico—, lástima que su madre es una zorra y su padre está muerto. 

El salón se queda en silencio. Desde que circuló el rumor de que mi madre se involucró con un hombre casado, la noticia se esparció como la pólvora por todo el estado. Mis ojos se llenan de lágrimas, pero intento contenerlas. No quiero parecer débil. 

Sin pensarlo, me levanto de golpe y le doy un puñetazo en la cara. Siento una furia descontrolada nacer dentro de mí. Lo golpeo una y otra vez en el suelo, sin detenerme. Mis compañeros intentan separarnos, pero no logran mucho hasta que el profesor entra corriendo y nos aparta a ambos.

Al llegar a casa, entro con miedo por el reporte que me puso el profesor después de golpear a mi compañero. Mi madre está sentada en el sillón con mi hermana en sus brazos, pero esta vez no está sola. 

Mis tíos Greg y Margareth están con ella, y varias maletas están preparadas. Al verme entrar, mi madre se levanta y se acerca, pero su mirada distante me impide saludarla como siempre.

—Hijo, tus tíos están aquí para llevarte con ellos a San Agustín.

—¿De qué hablas, mamá? —interrogo, confundido. 

—Lo que has escuchado, cariño. Greg te cuidará por un tiempo.

—¡No quiero!, ¡me quedaré contigo! —grito, desesperado. Mi madre me agarra por los hombros y me sacude ligeramente. 

—Ya eres un chico grande, debes obedecerme e irte con tus tíos.

Tiro la mochila al suelo y me aferro a su cintura, llorando con fuerza para que no me aparten de ella.

—Mi pequeño príncipe. —Se acerca mi tía Margareth, quien nunca me ha caído bien—. Deben venir con nosotros para que tu madre pueda descansar.

—No lo haré —susurro, enojado con mi madre por permitir esta situación.

—Todo estará bien, pequeño. Solo será por unos días. —Me acaricia suavemente la mejilla, apartando las lágrimas.

—¿Me lo prometes, mamá?, ¿solo por unos días? —Ella asiente, sin verme a los ojos.

Después de despedirnos de mi madre, salimos por la puerta principal con las maletas que nos preparó y entramos al auto de mis tíos. Cuando nos alejamos, observo a mi madre llorando desde la entrada, a través de la ventana empañada.

—Deja de llorar —me reprende mi tío—. Ya estás grande para hacer berrinches.

No respondo. Solo me limpio las lágrimas para no asustar a mi hermana. Poco después, Greg estaciona enfrente de un lugar lúgubre, con guardias custodiando la entrada y alambres de púas rodeando los altos muros.

—¿Qué hacemos aquí? —pregunto, sintiendo el miedo crecer dentro de mí.

Sin obtener respuesta, noto la expresión de incertidumbre en el rostro de mi tía. No es capaz de mirarme a los ojos, solo llora en silencio, secándose con un pañuelo de seda. Mi tío sale del auto y abre mi puerta. Vannia sigue en el regazo de Margareth, ajena a lo que está ocurriendo. Greg me toma del brazo, jalándome de manera brusca para que baje.

—Este será tu nuevo hogar durante los próximos seis años —anuncia sin mostrar emoción alguna.

Volteo a ver el lugar y, hasta ahora, noto el cartel en la entrada: "Internado para varones". De repente, mi garganta se siente seca. Unos guardias se acercan a mí acompañados por una mujer. Greg baja mis pertenencias del maletero y se las entrega a esa señora.

—No me pienso quedar aquí. ¡Quiero regresar con mi madre! —le imploro, enfurecido y con lágrimas en los ojos.

—Es por tu bien —indica Greg, colocando una mano en mi hombro como si quisiera consolarme—. Regresaremos a verte en cuanto podamos.

—¡Espera! Déjame despedirme de Vannia, es lo único que me queda —le suplico, mirándolo desesperado. 

—Bien, hazlo rápido antes de que me arrepienta.

Corro hacia el lado del copiloto y abro la puerta, asustando a mi tía. Vannia levanta los brazos y, sin importar lo pesada que está, la cargo, envolviendo su pequeño cuerpo en un fuerte abrazo.

—Te amo, Vannia. Pronto estaremos juntos de nuevo, sin importar quién nos quiera separar.

—¿Me lo prometes? —me dice con su pequeña y suave voz.

—Te lo prometo.

Mi tía la arrebata de mis brazos y sube con ella de nuevo al auto. Escucho a Vannia gritar mi nombre y su llanto a través del vidrio, dejándome con una sensación de vacío. 

Cuando el auto comienza a alejarse, levantando una nube de polvo, corro detrás de ellos, gritando el nombre de mi hermana. Pero mis esfuerzos son en vano. Los guardias me detienen y me obligan a entrar a este lugar.

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