Ecos del Pasado

El mundo allá afuera siempre me pareció... monstruoso. Desde que era niña, me contaron historias de lo que acecha en la oscuridad: bestias con ojos ardientes, sombras que susurran promesas vacías, lugares donde la luz no puede entrar. Pero ahora sé que esas historias no eran solo cuentos. La oscuridad es real, y no se esconde; está ahí, esperando el momento perfecto para devorar todo lo que conoces, todo lo que amas.

Vi cómo la noche se llevaba mi hogar. Vi las llamas consumir lo que una vez fue mi refugio. Sentí el aire helado y el silencio pesado que dejan los gritos de los muertos. Y por mucho que quisiera cerrar los ojos y fingir que todo era un mal sueño... no puedo. Porque el mundo allá afuera no es un sueño; es una pesadilla constante. Una pesadilla de la que no puedes escapar

Siempre pensé que podría protegerme si me quedaba aquí, encerrada, segura entre estas paredes. Pero la verdad es que no hay paredes lo suficientemente fuertes para detener lo que se esconde en las sombras. No hay escapatoria. El miedo que me ha mantenido aquí toda mi vida... no me salvó. Solo me hizo más débil.

Así que... ¿qué sentido tiene seguir huyendo? ¿Seguir cerrando los ojos y negándome a aceptar lo que está frente a mí?

El mundo es cruel, sí. Está lleno de horrores que no puedo entender, y cada paso que doy parece acercarme más a ellos. Pero si sigo escondiéndome, si sigo fingiendo que la oscuridad no existe... nunca cambiará nada. Nunca recuperaré nada.

Tal vez, para sobrevivir a este mundo, primero hay que aceptarlo. Aceptar que hay monstruos, aceptar que hay muerte, que el miedo es real. Pero también aceptar que el miedo no puede controlarme. Aceptar que incluso en la oscuridad, puedo dar un paso hacia adelante.

No sé si soy lo suficientemente fuerte. Pero... si no lo intento, nunca lo sabré.

Mientras el amanecer tocaba las calles empedradas del pueblo cercano, un grupo de personas con túnicas oscuras se reunía en la plaza central. Sus murmullos se entremezclaban con la brisa matutina, y sus movimientos parecían calculados, como si estuvieran planeando algo.

A las afueras del pueblo, una casa ligeramente apartada destacaba por su caos evidente. Desde la ventana se podía ver el desorden dentro: libros esparcidos por el suelo, pergaminos abiertos, frascos de vidrio desbordando de ingredientes desconocidos y una cama completamente desarreglada.

En la cama, una mujer dormía profundamente, con un libro abierto sobre su rostro. Su cabello anaranjado estaba alborotado, cayendo en mechones rebeldes alrededor de su cabeza. Mientras murmuraba cosas incomprensibles en sueños, parecía completamente ajena al caos que la rodeaba.

—... No mezcles los hongos... con el vino... explota... —murmuró entre sueños, haciendo un ligero movimiento con la mano como si estuviera lanzando un hechizo.

El sol comenzó a iluminar la habitación, y el calor hizo que el libro sobre su rostro cayera al suelo con un golpe sordo. La mujer abrió un ojo, parpadeando perezosamente, antes de estirarse con un bostezo largo.

—Maldición... —murmuró somnolienta, mientras se sentaba al borde de la cama. Al intentar levantarse, su pie desnudo pisó un pergamino enrollado.

—¡Ah! —gritó mientras perdía el equilibrio, resbalando hacia atrás y terminando enredada en las largas cortinas de la ventana.

Luchó por liberarse, murmurando maldiciones hasta que finalmente logró ponerse de pie. Despeinada y ligeramente molesta, se quitó los mechones de cabello de la cara y miró el caos de su habitación.

—¿Cómo es que siempre termino así? —Se río para sí misma antes de caminar hacia la pequeña cocina.

Preparó rápidamente un desayuno sencillo: pan tostado, un poco de queso y una taza de té caliente. Mientras comía, comenzó a relajarse, dejando que el calor del té despertara sus sentidos.

Una vez terminada su comida, se levantó y, con un ademán elegante, susurró algo en francés:

—"Ranger tout."

Una suave brisa mágica recorrió la habitación, levantando los libros, pergaminos y frascos del suelo. Cada cosa regresó a su lugar como si tuviera vida propia, dejando la casa impecable en cuestión de segundos.

—Mucho mejor. —Sonrió satisfecha mientras tomaba su bastón, adornado con detalles dorados y una gema brillante en la punta.

Con un suspiro tranquilo, salió de su casa y se dirigió al centro del pueblo. Sus pasos eran seguros, pero ligeros, y su presencia iluminaba las calles. La gente la saludaba con entusiasmo mientras pasaba.

—¡Buenos días, Mimosa! —gritó un niño desde la puerta de su casa.

—Buenos días, Louis. ¿Ya hiciste tus deberes? —respondió ella con una sonrisa cálida.

—¡Sí, señorita Mimosa!

Los adultos también la saludaban con respeto. Aunque todos reconocían su excepcional talento para la magia y su vasto conocimiento de historia, también sabían que Mimosa Vermilion tenía una torpeza que, a menudo, la metía en problemas. Sin embargo, eso solo la hacía más querida por los habitantes del pueblo.

Mimosa llegó a una cabaña algo grande en el centro del pueblo, su destino habitual. Era un lugar dedicado al aprendizaje y la práctica de la magia. Al entrar, la luz del amanecer llenó el espacio, revelando estanterías llenas de libros y artefactos mágicos.

—Muy bien, otro día para mejorar... y tal vez no quemar nada esta vez. —Se rió para sí misma mientras colocaba su bastón en un soporte y abría un grueso tomo lleno de hechizos.

Mimosa hojeaba un grueso tomo, sumida en sus pensamientos, cuando un hombre mayor entró en la cabaña. Su porte era imponente pero amable, con cabello gris que caía hasta sus hombros y una larga túnica que le daba un aire sabio y respetado. Él era el líder del pueblo, conocido simplemente como "Maître Eugène".

—Buenos días, Mimosa —dijo el hombre, su voz grave pero cálida resonando en el espacio.

Mimosa levantó la mirada del libro, sorprendida al principio, pero luego le dedicó una sonrisa radiante.

—Maître Eugène, buenos días. ¿Cómo está usted?

—Como siempre, un día más cuidando de nuestro pequeño rincón del mundo. Pero veo que tú, como siempre, estás estudiando. —Eugène se acercó, mirando con curiosidad el libro que tenía frente a ella—. ¿Qué te trae entre manos hoy? ¿Algún hechizo para hacer que los libros vuelen por sí mismos?

Mimosa rió suavemente, aunque el comentario no estaba tan lejos de la verdad. Cerró el libro con cuidado.

—No, nada tan ambicioso. Solo repasaba los principios de transmutación. Quiero mejorar antes de intentar algo más complicado.

Eugène asintió con aprobación, cruzando las manos detrás de su espalda mientras caminaba lentamente por la cabaña. Se detuvo frente a una estantería repleta de antiguos pergaminos y reliquias mágicas.

—Eres una joven talentosa, Mimosa. El pueblo entero lo sabe. Pero siempre me pregunto... ¿no te sientes limitada aquí?

La sonrisa de Mimosa vaciló por un instante. Desvió la mirada hacia el libro frente a ella, como si quisiera evitar la pregunta.

—Aquí tengo todo lo que necesito, Maître Eugène. No tengo razones para irme.

El hombre la observó con atención, notando cómo sus manos jugaban nerviosamente con los bordes de la mesa. Con una expresión serena, se acercó y se sentó frente a ella, apoyando los brazos sobre la mesa.

—No digo que debas irte ahora, Mimosa. Pero... ¿nunca has pensado en explorar más allá de este pueblo? Hay un mundo enorme ahí fuera. Lugares que harían brillar esos ojos verdes aún más.

Mimosa se tensó, sus hombros rígidos mientras trataba de mantener la compostura.

—Lo he pensado, tal vez... pero no creo que sea para mí. Aquí estoy segura. Aquí tengo a todos ustedes...

Eugène dejó escapar un suspiro pesado, como si supiera que su respuesta era una barrera cuidadosamente construida para ocultar algo más profundo.

—Entiendo tu temor, Mimosa —dijo con voz suave, casi paternal—. Han pasado ocho años desde... desde lo de tus padres.

Mimosa apretó los labios, su mirada fija en la madera de la mesa. No respondió de inmediato, pero el ambiente en la cabaña se volvió más denso. Finalmente, levantó la cabeza, intentando forzar una sonrisa.

—Fue hace mucho tiempo, Maître Eugène. Estoy bien ahora.

—¿De verdad? —preguntó él con suavidad, sus ojos llenos de comprensión.

Mimosa no pudo sostenerle la mirada por mucho tiempo. Se levantó de su asiento, caminando hacia una de las ventanas y mirando hacia el pueblo. La luz del sol iluminaba su cabello anaranjado, dándole un brillo cálido y suave.

—Perderlos... fue como perder una parte de mí misma —admitió, su voz apenas audible—. No quiero arriesgarme a sentir algo así otra vez.

Eugène se levantó y caminó hacia ella, colocando una mano gentil en su hombro.

—Nadie puede obligarte a enfrentarte a tus miedos, Mimosa. Pero algún día, cuando estés lista, tal vez descubras que hay algo más allá de este pueblo que vale la pena.

Mimosa cerró los ojos, permitiéndose un breve momento de vulnerabilidad antes de enderezarse y sonreír con más firmeza.

—Gracias, Maître Eugène. Pero por ahora, creo que estaré bien aquí.

Eugène asintió, sabiendo que no podía presionarla más. Le dio un leve apretón en el hombro antes de volver a la puerta.

—Como siempre, estaremos aquí para ti, Mimosa. Pero no olvides que el mundo también puede tener un lugar para ti, si alguna vez decides buscarlo.

Cuando se marchó, Mimosa se quedó mirando por la ventana, sus pensamientos envueltos en recuerdos de una infancia perdida y un futuro incierto. Afuera, la gente del pueblo seguía con su día, ajenos a la tormenta interna que luchaba por encontrar su calma.

Mimosa regresó a su asiento, el libro pesado entre sus manos. Aunque intentaba concentrarse en las palabras escritas frente a ella, su mente seguía dando vueltas a lo que Maître Eugène le había dicho.

—"¿Salir al mundo? No, eso no es para mí..." —murmuró, más para convencerse a sí misma que por creerlo realmente.

Pasó las páginas con desgana, leyendo, pero sin absorber nada. Las palabras se desdibujaban mientras su mente vagaba por recuerdos de su infancia, los rostros de sus padres y el vacío que dejaron tras aquella fatídica noche. Con un suspiro frustrado, cerró el libro de golpe.

—Esto no está funcionando... necesito algo más. —Se levantó y comenzó a buscar entre los estantes polvorientos.

Tomó un libro diferente, más pequeño pero lleno de notas y diagramas. Sin embargo, mientras lo abría, seguía reflexionando sobre lo que Eugène había dicho. La idea de explorar el mundo más allá del pueblo le provocaba una mezcla de curiosidad y miedo.

—No necesito explorar nada... estoy bien aquí —se dijo en voz baja, aunque una parte de ella no estaba convencida.

Decidida a distraerse, volvió a su escritorio, sumergiéndose de lleno en el estudio de un hechizo de protección. Pero incluso con la magia, no podía ahogar la sensación de que algo estaba cambiando, aunque no sabía qué.

El sol brillaba intensamente en el cielo cuando Yuno, aún dormido bajo el árbol, comenzó a agitarse.


En su sueño, era un niño de trece años, corriendo por un campo abierto junto a dos figuras familiares. Uno era un chico de cabello blanco alborotado, su risa despreocupada llenando el aire, y el otro tenía el cabello cenizo y una mirada seria pero cálida. Los tres jugaban, persiguiéndose y lanzándose pequeños objetos como si nada más importara en el mundo.

De repente, el ambiente cambió. Las risas se apagaron, y el cielo se tornó negro. El aroma del pasto fresco fue reemplazado por el de humo y sangre.

Yuno se giró, encontrándose frente a una escena que lo paralizó: su casa estaba en llamas, reducida a escombros. Había sangre salpicando las paredes y cuerpos inmóviles tirados en el suelo.

—No... no... esto no es real... —susurró en su sueño, pero sabía que lo era.

Una figura emergió de entre las sombras, alta y envuelta en una niebla oscura que parecía devorar todo a su paso. Su rostro no era del todo visible, pero una sonrisa macabra se dibujaba claramente, congelándolo en el lugar.

—Grimberryal... —susurró la figura, su voz resonando como un eco distorsionado.

Antes de que pudiera moverse, una voz femenina gritó en su mente.

—¡Corre! ¡No mires atrás, Yuno! ¡Corre!

La voz le resultaba familiar, pero no podía identificarla. Su corazón palpitaba con fuerza mientras sus pies finalmente respondían, obligándolo a huir. No se atrevió a mirar atrás, aunque podía sentir el calor del fuego y la oscuridad persiguiéndolo.


De pronto, todo se volvió blanco, y Yuno despertó de golpe.

El mediodía bañaba el bosque con una luz intensa, y el calor del sol golpeaba su rostro. Yuno se llevó una mano a la frente, quejándose.

—Maldita sea... ¿una pesadilla y una resaca al mismo tiempo? —gruñó mientras se incorporaba lentamente. Su cabeza palpitaba, y el sabor amargo del alcohol todavía permanecía en su boca.

Se sentó apoyado en el tronco del árbol, masajeándose las sienes. Intentó recordar su sueño, pero los detalles ya comenzaban a desvanecerse, dejando solo fragmentos inquietantes: la casa en llamas, la sangre, la figura oscura... y esa voz que le decía que corriera.

—Tantos años, y todavía no desaparece... —murmuró, cerrando los ojos un momento.

Después de un rato, se obligó a levantarse. A pesar de la resaca, sabía que no podía quedarse ahí todo el día.

—Hora de moverse, Grimberryal... tal vez encuentre algo más fuerte que beber. —Se pasó una mano por el cabello desordenado y comenzó a caminar lentamente hacia el camino que llevaba al pueblo, su figura encorvada y su andar cansado.

Yuno caminaba por el sendero del bosque, el crujir de las hojas secas bajo sus botas rompiendo el silencio de la tarde. Su resaca seguía latente, y cada paso parecía un esfuerzo innecesario.

—Debería estar en algún lugar cómodo, no aquí, tambaleándome como un idiota... —gruñó, apretándose las sienes mientras intentaba recuperar algo de lucidez.

El bosque parecía tranquilo, pero algo en el aire le resultaba extraño. Había un olor, apenas perceptible, pero lo suficientemente familiar como para tensarlo al instante.

—Genial... justo lo que necesitaba. —Su tono estaba cargado de sarcasmo mientras se detenía, entrecerrando los ojos y dejando que sus sentidos entrenados tomaran el control.

De entre las sombras, emergieron figuras deformes. Eran tres, con cuerpos torcidos y piel gris y opaca. Sus ojos brillaban en un amarillo enfermizo, y sus dientes eran afilados como cuchillas.

—Ghuls... —murmuró Yuno, rodando los ojos—. ¿Es que ustedes nunca descansan?

Los ghuls soltaron gruñidos guturales, avanzando hacia él con movimientos rápidos y descoordinados.

—Bueno, si quieren problemas... —Yuno dejó escapar un largo suspiro, inclinando la cabeza hacia un lado hasta que su cuello crujió—. Supongo que tendré que dárselos.

Con un movimiento fluido, desenrolló el látigo que llevaba atado al cinturón. Era un arma peculiar: la cuerda estaba hecha de un material negro y brillante, y la empuñadura tenía grabados intrincados de símbolos religiosos antiguos.

Los ghuls atacaron al unísono, saltando hacia él con garras extendidas. Yuno giró sobre sí mismo, el látigo cortando el aire con un chasquido ensordecedor. En un movimiento calculado, el látigo envolvió a uno de los ghuls por completo.

—Que te aproveche. —Con una sonrisa burlona, tiró de la empuñadura, y el látigo comenzó a brillar intensamente.

El cuerpo del ghul estalló en una explosión de luz pura, desintegrándose en el acto. Los otros dos ghuls se detuvieron momentáneamente, sus gruñidos ahora mezclados con algo que parecía... miedo.

—Ah, ¿ahora tienen miedo? —Yuno levantó el látigo, dejándolo brillar como advertencia—. Una de las ventajas de tener armas consagradas: son especialmente buenas contra basuras como ustedes.

Sin darles tiempo para reaccionar, Yuno avanzó con agilidad, el látigo silbando en el aire mientras se movía. Una combinación de golpes rápidos y precisos redujo al segundo ghul a cenizas, dejando solo al último.

El monstruo retrocedió, sus movimientos ahora erráticos mientras intentaba escapar.

—Oh, no, no, no... no me hagas perseguirte. Estoy de mal humor y con resaca. —Yuno lanzó el látigo una vez más, atrapando al ghul por la pierna. El monstruo chilló, pero su destino ya estaba sellado.

Con un tirón final, Yuno desintegró al último ghul. El bosque quedó en silencio de nuevo, salvo por su propia respiración pesada.

—Malditos parásitos... siempre arruinan mi día. —Enrolló el látigo con cuidado, colocándolo de nuevo en su cinturón.

Sacudiéndose el polvo de la ropa, continuó su camino.

—Por lo menos me mantengo en forma... aunque si siguen apareciendo tan seguido, voy a necesitar más cerveza después de esto. —Sonrió para sí mismo, aunque sabía que detrás de su humor ácido se escondía una verdad: las criaturas de la noche eran cada vez más frecuentes, y eso solo podía significar una cosa. Algo se estaba gestando, y no era nada bueno.

Con esa inquietud en mente, Yuno siguió adelante, adentrándose más en el bosque, sin saber que su camino lo llevaría a un cruce de destinos que cambiaría no solo su vida, sino también la de otros.

El sol comenzaba a descender lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y dorados. En su pequeña casa apartada del pueblo, Mimosa estaba rodeada de libros y pergaminos, como de costumbre. Aunque sus ojos seguían las líneas escritas en las páginas, su mente estaba en otra parte.

—"Salir al mundo... explorar... ¿qué tiene de fascinante enfrentarse a lo desconocido?" —pensó para sí misma, apretando el borde de su escritorio mientras recordaba las palabras del líder del pueblo.

Había pasado gran parte del día leyendo, intentando distraerse con hechizos y teorías mágicas, pero sus pensamientos seguían volviendo al mismo tema. Cerró el libro frente a ella con un golpe seco, dejando escapar un suspiro frustrado.

—No necesito más que esto. Estoy bien aquí. La magia, los libros, este pueblo... —Se detuvo, su mirada perdida en el crepúsculo que se filtraba por la ventana—. ¿O no?

Involuntariamente, sus ojos se llenaron de melancolía. Había algo dentro de ella, una sensación de incomodidad que no podía ignorar. No era la primera vez que se sentía así, pero siempre lograba reprimirlo.

Se levantó de su asiento y comenzó a pasearse por la habitación, cruzando los brazos.

—No necesito más. Estoy segura... Estoy segura de eso... —repitió, pero la inseguridad en su voz era evidente.

Mimosa se detuvo frente a uno de los estantes y comenzó a buscar otro libro, uno que no había leído en mucho tiempo.

—Si me concentro en algo nuevo, tal vez deje de pensar en esto... —dijo, hablando en voz alta como si intentara convencer a alguien más que a sí misma.

Cuando finalmente encontró el libro que buscaba, se sentó nuevamente en su escritorio y comenzó a hojearlo. Las palabras parecían cobrar vida bajo la tenue luz de la tarde. La magia y la historia, sus refugios, la envolvieron una vez más.

Pero no notó cómo el sol seguía descendiendo lentamente, cómo las sombras en la habitación se alargaban, y cómo la noche comenzaba a envolver el mundo exterior.

La penumbra finalmente llamó su atención cuando su vista empezó a forzar demasiado para leer. Se frotó los ojos y miró por la ventana, sorprendida al ver que el día casi había desaparecido.

—¿Ya anochece? —dijo en un susurro.

Se levantó y se acercó a la ventana, observando el cielo oscuro que empezaba a cubrir el pueblo. Una sensación de inquietud se apoderó de ella, aunque no sabía por qué.

—Tal vez... debería encender una lámpara —murmuró, tratando de ignorar el escalofrío que recorría su espalda.

Pero mientras se dirigía hacia la lámpara, una idea cruzó su mente: ¿Qué pasaría si realmente me aventurara más allá de este pueblo?

Sacudió la cabeza con fuerza, como si pudiera expulsar ese pensamiento.

—No. Estoy mejor aquí. Estoy a salvo aquí.

Sin embargo, incluso mientras regresaba a su escritorio y encendía la lámpara, el eco de esa idea seguía resonando en su mente, implacable y persistente.

Mimosa tomó un pequeño marco que estaba entre los libros y pergaminos desordenados. Dentro de él, una fotografía amarillenta mostraba a una niña de cabello anaranjado, con una sonrisa radiante y los brazos abiertos hacia sus padres, que la sostenían con orgullo.

Una sensación cálida pero dolorosa se instaló en su pecho mientras sus dedos recorrían suavemente el borde del marco.

—Papá, mamá... —susurró con melancolía, su voz apenas audible.

Las palabras del líder del pueblo resonaron nuevamente en su cabeza, esa pregunta que intentaba evitar: "¿Qué harían ellos si estuvieran aquí? ¿Me dirían que es hora de salir al mundo?"

Sus ojos brillaron con lágrimas contenidas, pero las apartó rápidamente, cerrando los ojos para concentrarse. Colocó el marco sobre la mesa, levantó una mano y murmuró en francés:

—Souvenirs d'antan, réveillez-vous et entourez-moi de lumière.

Con un delicado ademán de su mano, una tenue luz comenzó a surgir del marco. Poco a poco, la habitación se llenó de un resplandor cálido y dorado, y las sombras se disiparon.

Delante de ella, la escena tomó forma. Allí estaban sus padres, como si el tiempo no hubiera pasado. Su madre, una mujer de cabello igualmente anaranjado y ojos llenos de vida, la miraba con ternura mientras acomodaba el sombrero de su hija pequeña. Su padre, alto y robusto, reía con una voz profunda mientras sostenía un libro frente a Mimosa, enseñándole algo.

—"¡Otra vez, Mimosa! Tú puedes hacerlo mejor que eso, mi pequeña maga —La voz de su padre resonó con calidez."

—"Y recuerda, cariño, —añadió su madre—, el conocimiento es tu mejor aliado, pero siempre sigue lo que dicta tu corazón."

Mimosa, desde su escritorio, observaba en silencio. No podía hablarles, solo mirar. Sabía que este hechizo era una simple recreación de su memoria, un eco del pasado que no podía cambiar.

La escena continuó por unos segundos más, su madre y su padre riendo mientras la pequeña Mimosa hacía un ademán torpe para lanzar un hechizo que terminaba en chispas doradas.

Pero la luz comenzó a desvanecerse lentamente. La escena se deshacía en partículas brillantes que flotaban en el aire antes de desaparecer.

Mimosa se quedó inmóvil, con la vista fija en el lugar donde habían estado.

—"¿Qué me dirían ahora?" —pensó, más para sí misma que para los ecos de sus padres.

Se levantó, apoyando las manos en el borde de la mesa. Cerró los ojos con fuerza, luchando contra la sensación de vacío que la invadía.

—"Ellos querrían que saliera. Querrían que explorara el mundo, que encontrara mi propósito... Pero, ¿y si fracaso? ¿Y si termino como ellos?"

Ese último pensamiento la paralizó. El miedo a repetir la tragedia que había marcado su vida era una cadena que no podía romper, no todavía.

Tomó aire profundamente y, con una mirada decidida pero aún insegura, devolvió el marco a su lugar.

—No. No puedo pensar en eso ahora. Aquí estoy segura. Aquí tengo todo lo que necesito... —repitió, como un mantra, aunque su corazón no estaba convencido.

Sin embargo, en lo más profundo de su ser, una pequeña chispa de inquietud seguía encendida, como si los ecos del pasado susurraran que su destino estaba más allá de las fronteras del pueblo que tanto temía abandonar.

Hola a todos. Espero que se encuentren bien, De nueva cuenta una Les comparto una nueva actualizaciçon de esta historia de Black Clover, enfocada en Yuno y Mimosa. 

Espero que les encante. No olviden comentar y dejar su voto. Sin más que decir. Bye Bye

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