Capítulo 6 - Susurros del viento

El sol al fin se había asomado por la ventana, despertando a Lucía, aunque no en el horario que deseaba. Llegaba una hora tarde a su trabajo, por lo que salió corriendo de la pensión casi sin peinarse, ni reparar en sí misma ni en lo que le rodeaba. Aunque sí pudo ver a algunos vecinos que permanecieron la noche en vela esperando noticias, como doña Alicia, a quien apenas saludó mientras salía corriendo del lugar. El trayecto por el ómnibus demoró poco más de veinte minutos en llegar del Centro a la mansión de los Ferreira. Tenía mucha vergüenza de enfrentar las posibles represalias de su jefe, pero estaba dispuesta a explicarle todo lo que había acontecido, si eso sirviera de algo.

—¡Disculpe la tardanza, señor Ferreira! —exclamó al verlo en el patio delantero de su mansión arreglando algunos asuntos con su jardinero.

Manuel la vió algo molesto.

—Dos horas tarde, Lucía. ¿A usted le parece?

—Discúlpeme, de verdad. Ocurrió algo terrible en la pensión donde me estoy quedando. Casi no pude dormir —se excusó ella bastante nerviosa.

—¿Qué pasó?

—Uno de los niños de la pensión fue brutalmente asesinado, otro está desaparecido, y hay dos heridos... fueron al antiguo orfanato que ahora está abandonado, y al parecer habían personas extrañas ahí que los atacaron. Fue todo muy caótico. Tuve que luchar con la policía para que hiciera algo, y aunque lo hicieron tarde, algo están haciendo.

—Así es la justicia de este país, y creo que de todo el mundo. Solo importás según lo que tengas —reflexionó Manuel—. Siento mucho todo lo que pasó, seguramente fue una noche muy difícil. Y para lo que sea que necesite, quiero que sepa que acá estoy —le dijo tomándola de las manos.

—Gracias, señor. Voy a ver a los chicos, y una vez más, disculpe la tardanza. No se va a volver a repetir.


***

Lucía se sorprendió al llegar a la habitación de los niños y verlos parados y bien vestidos a esas horas. Era como si la estuvieran esperando desde hacía mucho rato.

—¡Buenos días, niños! —exclamó con el ceño fruncido—. No esperaba verlos levantados a esta hora, son las ocho recién, y hoy no tienen clases.

—Sabíamos que venía a esta hora, señorita —dijo Mateo con sus manos cruzadas y una sonrisa fingida—. Y... además, no dormimos bien anoche.

—¿Ah, no? ¿Qué pasó?

—Tuvimos pesadillas... o eso creemos —confesó el niño con miedo en los ojos.

—¿Los dos? —ambos asintieron—. ¿Y qué soñaron?

—El mismo sueño —dijo Martina, dejando desconcertada a Lucía.

—¿Cómo es posible que tengan el mismo sueño? —preguntó Lucía bastante intrigada.

—Es que... —comenzó diciendo Martina, pero algo la detuvo.

Ambos niños se quedaron congelados viendo hacia atrás de Lucía. Estaban blancos como el papel, como si hubieran visto a un fantasma.

—¿Todo bien? —preguntó Manuel llegando silenciosamente y asustando a la misma Lucía.

—¡Ah, señor! No lo oí llegar —contestó ella con una risa nerviosa.

—Tranquila, Lucía. Seguro está sorprendida de lo aplicados que son mis niños, ¿no?

—La verdad que sí, son muy aplicados. No se ve mucho.

La sonrisa orgullosa y amable de Manuel contrastaba con la mirada cabizbaja de los niños, estableciéndose un aura muy extraña en aquella familia.

—Bien, es hora del desayuno, chicos. Vayan con Lucía que las empleadas ya tienen todo listo allá abajo.

Los niños simplemente obedecieron con la cabeza gacha, yendo en silencio por las escaleras mientras su padre los observaba atentamente. Algo en su relación le hacía pensar a Lucía que tal vez Manuel era un papá muy autoritario. Era extraño, porque con ella se mostraba totalmente amable y generoso. Pero sus hijos parecían tenerle miedo.

Con los sirvientes no tenían relación, siquiera establecían contacto visual, ni ellos con los niños. De hecho, eran bastante extraños. No parecían actuar con normalidad, sino como una especie de autómatas sin rastro de emoción en sus rostros.

Pero aún así, ni sintiéndose en un lugar tan raro y hostil Lucía se frenó de preguntar algo que le empezaba a inquietar.

—Niños, ¿cómo se llevan con su papá?

—Bien —respondieron ambos al unísono. Parecía darles algo de miedo que siquiera lo mencionaran.

—¿Cómo es él? —siguió indagando Lucía, un "Bien" le sonaba a nada.

—Es bueno —respondió Mateo.

Lucía entendió que no querían hablar del tema, y tal vez era mejor ya no preguntar para ganarse la confianza de esos niños.

—Bueno, cuéntenme. ¿Qué fue lo que soñaron? —aquella pregunta parecía haberlos inquietado más que la anterior—. ¿Qué pasa? ¿Dije algo malo?

—No recordamos —respondió Martina sin mirarla a la cara.

—Bueno, pero hace un ratito sí. De hecho, me iban a contar hasta que llegó su papá, ¿no es así?

—¡No queremos hablar! —le gritó Mateo golpeando la mesa y haciendo derramar su leche. Su mirada expresaba una enorme furia.

Lucía corrió por un trapo y limpió todo el desorden mientras observaba pasmada a Mateo, quien todavía tenía esa mirada llena de rabia en los ojos. Le llamaba la atención tanta rabia contenida en un pequeño de su edad.

—Perdón si fui imprudente —aseguró Lucía, pero ambos niños se levantaron rápido de la mesa y se fueron corriendo, casi no habían probado su desayuno.

Intentó hallarle una explicación lógica a su comportamiento, pero siquiera en los sirvientes que estaban en la cocina la encontraba. Los mismos parecían ni haberse mutado de lo que había pasado, y seguían con sus labores dándole la espalda. Se sentía ignorada. De todos modos, Lucía se acercó a uno de ellos.

—Dejaron todo el desayuno... ¿qué será lo que les moleste tanto? Parece como si le tuvieran miedo a algo.

La empleada la miró de una manera muy extraña, y solo sonrió marcándole una vena en medio de la frente. Su sonrisa era terriblemente forzada.

—Son niños —aseguró con su sonrisa inmutable mientras su rostro permaneció paralizado durante unos largos segundos que se sintieron eternos—. Los niños a su edad deberían temerle a todo —aseguró con su sonrisa que contrastaba con sus ojos lagrimeantes y rojos—. Con permiso, tengo que recoger el desayuno.

Lucía se quedó muy incómoda con su reacción, con su respuesta, y con toda el aura alrededor de ella. Algo no andaba bien, no era natural en sus acciones, ni en el tono de su voz. Era forzada, robótica y muy contradictoria. ¿A qué se refería con que deberían temerle a todo? Se supone que no es normal que un niño crezca sintiendo tanto miedo, y para eso ella estaba ahí, para acompañarlos en su crecimiento y al menos, desde su lugar poder cambiar alguna cosa.

Pronto se alejó adentrándose en los laberintos oscuros de la casona, en los cuales le pareció sentir una suave y a la vez escalofriante brisa que venía por detrás. Era como un susurro que se hacía más intenso en cuanto se acercaba a la única habitación que aún no había conocido, y que la obligó a mirar hacia atrás. Lucía juraba que había alguien más junto a ella, caminando a su lado, vigilando sus pasos, pero detrás no había nadie. El pasillo estaba desolado. Sin embargo ella sentía una presencia inusual, algo que le insinúa que hay algo que no está bien en aquel sitio. De hecho, nada lo está. Todo parece desencajado... antinatural, así como sus ganas irresistibles de entrar a aquella sala que desde que puso un pie en esa casa siempre ha permanecido cerrada. Sabía que no debía entrometerse, pero sentía algo en el pecho palpitando con desaceleración cuando se paraba en frente y se le metían a su cabeza las ideas intrusivas de adentrarse a aquel lugar. Pero justo cuando lo iba a hacer, apareció Martina haciéndola retroceder de un gran sobresalto.

—¡No entre! —gritó como si su vida se fuera en ello.

—¿Qué pasa, Martina? —Lucía estaba erizada con la reacción tan exagerada de la niña.

Martina parecía ignorarla. En sus brazos llevaba aquella muñeca que la primera vez que se conocieron no quiso que tocara, y era extraño, pues parecía que hablaban, y que aquel objeto inanimado le estaba susurrando algo al oído.

—La muñeca no quiere que entre... es por su seguridad —aseguró Martina con un tono angelical.

—Bueno, decile a la muñeca que lo siento mucho, no quería molestarla —respondió Lucía con una sonrisa, decidió seguirle el juego antes que ponerla más nerviosa.

—Dice que está bien. ¿Quiere tomar una tacita de té?

—Claro, ¿por qué no? —contestó Lucía, intentando dejar aquello atrás. Pero esa puerta aún le seguía llamando la atención, aunque los susurros se hubieran ido cuando Martina llegó.


***

En la pensión las cosas seguían muy revueltas. Las caras largas, las sirenas y la preocupación se habían vuelto el paisaje cotidiano de aquel lugar colorido que ahora se estaba convirtiendo en algo así como un mausoleo. Las miradas de odio, ira y acusación acompañaban a la tristeza, y doña Alicia era el principal objetivo de ellas. Aquella mujer no pudo dormir en toda la noche sintiéndose culpable por lo que le ocurrió a esos chicos, que prácticamente había visto crecer desde su gestación.

Pero a las miradas tortuosas se sumaba otra. Una mirada nueva y despreciante en cuanto la vio llegar. Era una señora distinguida, de cabello castaño tirando a rubio, el cual cubría con un distinguido sombrero que combinaba con el resto de su vestimenta totalmente de un azul intenso tanto en su chaqueta ajustada y la falda que le tapaba las rodillas, y desprendía un aire muy elegante digno de quien sin duda no era de aquel lugar. Aquella mujer fina parecía haberse perdido en medio de una jungla, y lo hacía notar con sus desmanes y caras de asco mientras miraba alrededor.

Buongiorno, como posso ayudar a la signora? —preguntó Alicia acercándose a ella. Aquella mujer le extendió la mano, tapada con un guante muy fino y delicado del color de su piel.

—Buenos días, estoy buscando a Lucía Salvatierra, ¿se encuentra acá?

—La joven non está. ¿Quién la busca?

—Milagros Salvatierra, su madre —aseguró la mujer con un aire de soberbia que le estaba cayendo muy mal a doña Alicia—. ¿Dónde está?

—Ella está trabajando, signora.

Milagros se rió con sarcasmo, y la miró un tanto sorprendida:

—¿Trabajando? Mi pobre hija no sabe lavar ni un plato, ¿y ahora trabaja? Mírela usted —bromeó, aunque solo ella parecía reirse de su chiste malintencionado—. ¿A qué hora viene?

—De tardecita, aún falta, ¿vio? Si gusta quedarse, le preparo un café.

—Por las dudas, café de civeta no tiene, ¿no?

—No, tengo en tarrito del supermercado, ¿le sirve?

—No se preocupe, señora. Yo estoy bárbara así —respondió Milagros con una sonrisa cínica.


***

En casa de los Ferreira, todo era extraño, pero al menos en la habitación junto a los niños, Lucía sentía una cierta cuota de tranquilidad. El cuarto era bonito, lleno de juguetes y dibujos tan peculiares como ese par de pequeños. Los cuales ya se encontraban en sus camas para dormir una pequeña siesta. Martina como siempre junto a su amada muñeca de ojos azules, y Mateo mirando hacia la pared, de hecho desde que Lucía había llegado al cuarto él estaba así, por lo que llamó su atención de inmediato.

—Hola Mateo —le dijo sentándose a su lado, el pequeño no respondió, solo miraba un punto fijo en la pared—. ¿Quedaste enojado por lo de abajo? —Mateo seguía sin responderle, pero con el ceño bastante fruncido decía más que mil palabras—. Perdón si fui muy entrometida... a veces pregunto mucho y no me doy cuenta que a la otra persona le puede doler, o incomodar... ahora me doy cuenta que fui inoportuna, y quería pedirte disculpas, a vos y a tu hermana. ¿Me perdonan?

—No se meta donde no la llaman, por su bien —respondió de forma grosera.

Lucía no entendía qué quería decir con eso, pero sonaba a una intimidante amenaza, de un niño apenas.

—¿Qué me puede pasar, Mateo? —no obtuvo respuesta alguna—. Niños, saben que pueden hablar cualquier cosa conmigo, ¿no? De verdad pueden confiar en mí. Yo más que su niñera, soy su amiga, y estoy para cuidarlos de todo.

—Estamos bien, señorita —contestó Martina con una voz angelical—. Siempre quise tener una amiga, casi no tenemos.

—¿Y eso por qué? Si son unos niños encantadores.

—Nos tienen miedo —argumentó con una cara triste.

—¿Y eso? ¿Quién podría tenerle miedo a unos niños tan buenos como ustedes?

—Tienen miedo de todo lo que viva en esta casa —dijo Martina, siendo rápidamente interrumpida por su hermano.

—¡Martina, basta! —bramó furioso.

—¿Qué pasa Mateo? Parece que te afecta mucho lo que está diciendo tu hermana.

—No nos importa lo que piensen los demás, y usted deje de preguntar —le dijo dándose vuelta contra la pared y tapándose hasta la cabeza.

Había una vibra muy extraña con esa familia y lo que rodeaba a la casa, pero Lucía decidió no preguntar más para no pasar a mayores. En su lugar, se dispuso a ordenar los juguetes que habían quedado desparramados en el suelo, pero entre ellos vio una serie de dibujos que resultaron un tanto perturbadores. Parecía ser una secuencia de imágenes que ordenadas de la manera correcta, contaban una historia algo inquietante.

En las hojas se podía observar un cuarto con un espejo y una cama de dos plazas en la que había una persona, presumiblemente una mujer con una cara triste y... enferma. Rápidamente una sombra amenazante de ojos amarillos comenzaba a reflejarse en el espejo, y se iba acercando hasta que salía de él y se aproximaba a ella con un cuchillo en mano. Cuando se encontraba justo a su lado, alzaba su puñal y se lo clavaba a la pobre mujer mientras un río de sangre inundaba la cama, para finalmente la sombra comenzar a levitar encima de ella hasta hacerse uno. El último dibujo, el que daba fin a semejante relato escabroso, estaba roto.

Lucía temblaba horrorizada al ver tales dibujos tan violentos dibujados por quién sabe de cuáles de esos pequeños. ¿Dónde habían presenciado algo así? Y, ¿quién diablos eran esa sombra y la mujer triste en la cama? Eran demasiadas interrogantes, y Lucía se moría de ganas de preguntarles de quién eran esos dibujos y qué significaban, pero no quería entrometerse más de la cuenta, no por ahora. Pero algo debía hacer. La muchacha daba vueltas de un lado a otro en la habitación mientras los niños dormían, pensaba si era mejor decirle al padre de esto, pero algo dentro de sí le hacía desconfiar de aquel hombre. Los niños parecían tenerle miedo a Manuel, y de cierta forma, había algo más extraño de lo que creía en aquella casa. Pero por ahora debía mantenerse cautelosa para no llamar más la atención. Tal vez esos pequeños estaban desprotegidos en esa mansión y ella era la única que podía cuidarlos. Un paso en falso que diera, y tal vez tendría un pie fuera de esa casa. Y eso en estos momentos, no le convenía... por dobles razones.

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