Capítulo 45 - El fruto prohibido
La noche parecía estar lejos de terminar, al menos para Manuel, quien al entrar a su habitación se encontró con velas y champagne del más caro. En un rincón sonaba un gramófono dorado con un enorme vinilo girando al compás de una suave balada. Y detrás de él salía Nora con un camisón que revelaba bastante a la imaginación de Manuel. Su madre se mostraba contenta y juguetona mientras abría la botella de champagne y la espuma se escurría por sus manos.
—Madre, ¿qué es todo esto? —Manuel estaba confundido.
—Hay que festejar, Manuel. Otra vez triunfamos sobre nuestros enemigos —le respondió ella con una sonrisa de felicidad—. ¡Esto hay que celebrarlo!
—Sí, pero todavía nos quedan cosas por hacer —aseguró él sosteniendo su copa de champagne.
—Yo sé, como encargarnos de la imbécil de Clara. Deberías dejar que la mate con mis propias manos. ¡Le tengo unas ganas!
—No, a ella no podemos tocarla, no aún. Le hice una promesa a Guillermo.
—Confiás mucho vos en ese gurí. ¿Mirá si nos traiciona?
—No le conviene.
—Bueno, está bien. Voy a confiar en vos. Ahora vení, relajate un poco que te noto algo tenso.
Manuel se sentó a su lado a los pies de la cama, se lo notaba extremadamente incómodo.
—Mamá, estoy cansado. Deberíamos dormir un poco —él no se atrevía a mirarla.
—Manuel, nos merecemos festejar un poco. Tenemos prácticamente el camino libre, relajate. Yo sé que todo esto se te hace extraño. Te parece raro dormir todas las noches conmigo estando en el cuerpo de tu esposa, pero al final del día siempre nos tuvimos el uno al otro... siempre fue así nuestra vida.
—Yo lo sé. Y siempre valoré todo lo que hizo por mí, y por estar todos estos años junto a mí.
Nora tomó su mentón y enfrentó su mirada a la suya.
—Vos sos mi mejor creación, Manuel. Sos mi orgullo. Todo lo que hice fue por vos y para hacerte un triunfador. Estoy muy orgullosa de vos. Mucho —le dijo mirándolo a los ojos—. Yo te admiro por lo que te has convertido. En el hombre en que te has convertido.
—Yo... yo también, siempre la he admirado, madre —le respondió él titubeando.
—Al final... solo nos tenemos el uno al otro, Manuel —le dijo ella acariciando sus labios.
—Mamá, no... —él intentó apartarse antes que las cosas llegaran a un punto sin retorno.
—¿Por qué no? Hemos hecho cosas peores, Manuel.
—Es pecado. Aunque usted esté en el cuerpo de mi esposa, sigue siendo mi madre —dijo él con miedo de mirarla.
—¿Pecado? ¿Ahora me venís con eso? A nosotros no nos manda ese dios que a todo el mundo impusieron. Sabés bien a quién le rendimos tributo, Manuel —Nora volvió a tomarlo del mentón y acercarse aún más a él—. Y yo ya no soy tu madre, ahora ocupo otro lugar... nadie tiene por qué saberlo. Hacé de cuenta que estás con la pordiosera de Josefina —le propuso recorriendo sus labios y haciéndolo erizar.
—Esto no puede ser, doña Nora... —Manuel intentaba luchar, pero su voluntad estaba siendo doblegada por su madre.
—Tu mente dice que no, pero tu cuerpo dice que sí. Mirate como estás —Nora deslizó su mano hasta llegar a los genitales de Manuel. Todo en él estaba erizado. Su corazón se encontraba a punto de estallar—. Ya no te resistas —susurró antes de besarlo.
Manuel fue incapaz de oponer resistencia. Sus besos le generaban escalofríos y una adrenalina impresionante como nunca antes lo había sentido. Nora recorría su cuello, su pecho y toda su piel con ferocidad mientras él se entregaba a un absoluto y macabro placer. Ambos se despojaron de toda su ropa quedando completamente desnudos en la cama. Manuel no quería perder la oportunidad de morder la manzana del pecado y condenar su alma al quinto de los infiernos. Mientras saboreaba sus senos con locura se iba olvidando de que aquella mujer jadeante de placer en el fondo se trataba de su madre; la mujer que lo parió; que lo crió y lo hizo ser quién era. La lujuria era un pecado que en un par de segundos se apoderó de su cuerpo y le hizo perder la razón. Cuando se adentró en ella se dejó empapar de un éxtasis que dominó por completo su voluntad. Ya no había vuelta atrás. Nora y Manuel se habían entregado a un placer perverso del que solo la sombra de Satanás reflejada en el espejo era testigo, y parecía disfrutar tanto como ellos su condena al infierno.
***
Aquella noche Clara despertó aturdida y en medio de una abrumadora oscuridad. Hacía frío. El olor a humedad y pestilencia le revolvían el estómago. La suciedad del frío suelo se pegaba a sus pies encadenados junto a sus manos sin poder soltarse aunque quisiera. Cualquier esfuerzo era en vano. Estaba sola y presa, a merced de aquellos dementes capaces de todo ahora que sabían la verdad de quién era.
Clara tenía pocas fuerzas para luchar, y más al recordar la forma despiadada en que habían matado a su hijo. Su mundo se le había caído a pedazos, y ahora solo esperaba la llegada de la muerte una vez más. Pero había alguien que no estaba dispuesto a dejarla morir. Ese era Guillermo, quien con su obsesión no se daba cuenta que lo único que lograba era alargar su agonía y alimentar el odio que le tenía.
—Te traje comida —se acercó él con una bandera en sus manos—. Imagino que debés tener hambre. Va a ser bueno que comas un poco —Clara no le respondió ni una palabra. Su mirada lo decía todo: sentía desprecio por aquel chico—. Sé lo que debés estar pensando... y no te juzgo.
—¿Por qué lo hiciste, Guillermo? ¿Por qué me hiciste esto?
—Fue por tu bien —aclaró él.
—¿Por mi bien? ¿Venderme a mis enemigos? ¿Hacer que maten a mi hijo? ¡Me traicionaste!
—No tenía otra salida... ustedes lo hicieron conmigo.
—¡Te ofrecimos una buena cantidad de dinero! ¡Sos un infelíz! No vengas a dártelas de pobrecito ahora porque no te queda.
—Yo nunca quise su dinero. Sabés bien qué es lo que quiero, Clara.
—Sos patético —Clara lo miró de arriba a abajo con desprecio—. Con razón tu amiga no te quería. Sentía el mismo asco que siento yo al verte. ¡Nunca voy a ser tuya! ¡Nunca! Así me encierres para siempre.
—No deberías ser tan cruel con quien te salvó la vida. Gracias a mí estás viva —afirmó él con su voz apacible de siempre.
—Gracias a vos mataron a mi hijo. ¡Sorete! No tenés ningún escrúpulo.
—Simón se lo buscó él solo. Él se metió en esto, te metió a vos, me metió a mí... yo no quería que nada de esto pasara pero se me fue de las manos —aclaró Guillermo en una repentina muestra de arrepentimiento.
—Todo esto es culpa tuya. Solo tuya, y rezá porque no salga porque voy a acabar con todos ustedes. Miserables —Clara lo escupió en la cara, pero aquella acción estaba lejos de sacarlo de quicio.
—Tenés razón en algo, Clara... —respondió él limpiándose la cara—, sí vas a salir de acá, pero directo al infierno. Vos no me importás en lo más mínimo. La que me importa es Florencia. Por ella te salvé, porque estás en su cuerpo. Pero eso pronto se va a arreglar y todo va a volver a ser como antes.
Clara se largó a reir sin control.
—¡Ay, Guillermo! Sos muy incrédulo si creés que todo va a volver a ser como antes. Nunca vas a ser felíz, y tarde o temprano también vas a pudrirte en el infierno por todo lo que has hecho —le aseguró ella.
Guillermo decidió ignorarla y caminar de nuevo hacia la puerta, pero no quería dejarla con la última palabra.
—Va a ser mejor que te comportes. Estás en manos de los Ferreira y ellos te odian. Si no te matan es por mí, pero no sé cuánto más te pueda proteger —le advirtió antes de dejarla nuevamente sola y a oscuras.
***
Quien también se encontraba a oscuras era Lorenzo mientras merodeaba por la casona. Pero en su caso, la oscuridad era la aliada perfecta para llevar a cabo el plan que desde hace tiempo quería realizar. Era la oportunidad perfecta para adentrarse en lo que fuera que hubiera detrás de la puerta del fondo. La llave aún seguía estando en sus manos y no podía dejar escapar esa oportunidad de actuar. Ahora más que nunca debía moverse por hallar una salida cuando las cosas solo acababan de complicarse para todos. Tal parecía que la salida se encontraba en el fondo del mismísimo infierno, escondido entre telarañas, podredumbre y lobreguez por doquier.
Armado de un farol y un arma entre manos, Lorenzo se adentra en la oscuridad profunda del corredor que lo lleva hasta la recóndita puerta aparentemente clausurada del fondo. No había moros en la costa. Solo estaba él enfrentado a aquella puerta y una asfixiante oscuridad que los rodeaba. Con la antiquísima llave en manos logró abrir aquel lugar girándola dos veces en un momento que pareció eterno. Las manos le sudaban de solo pensar que cualquiera o cualquier aparición se podría hacer presente para atormentarlo y frustrar sus planes. Pero nadie había allí. Solo él y su alma. La oscuridad del otro lado de la puerta no podía ser apaciguada ni con el farol que llevaba en sus manos. Era opresiva y retorcida. La energía de aquel lugar era pesada y pestilente. Parecía caminar sobre un vacío; la nada misma y a su vez donde todo comenzaba. Pero no todo era vacío. La llama de su farol permitía ver el infierno que se respiraba en aquel lugar. Era un rincón en la tierra abandonado por Dios, en el que gobernaban las sombras del inframundo. Las paredes de aquel lugar estaban teñidas de un intenso homo oscuro y manchas de sangre, las cuales hacían extraños símbolos que Lorenzo no entendía, pero que lograban estremecerlo conforme se acercaba a ellos. El suelo de madera estaba flojo y chirriaba con cada paso. Pero lo más sorprendente era ver la colección de horrendas muñecas que había a un costado. Todas hechas de porcelana. Parecían vivas, y todas reflejaban un cierto nivel de amargura y lobreguez. Lorenzo buscó con detenimiento entre ellas la que fuera de Lucía y la de Josefina, pero el tiempo apremiaba, y al parecer... no estaba solo.
Allá afuera se sentían unos pasos acercándose que lo estremecieron por completo y apuraron su paso. Pero el nerviosismo de sentirse descubierto le impedía pensar con claridad. Las penumbras se habían apoderado de su mente y no lograba encontrar las muñecas que necesitaba liberar. El tiempo se agotaba con cada segundo que pasaba, y él se sentía cada vez más atrapado. Sin saber qué esperar del otro lado de la puerta apuntó su arma hacia ella, esperando a quien fuera que viniera para iniciar la carnicería que iría a liberar a su amada. Pero para su sorpresa... quien lo había descubierto fue alguien que no pensaba que lo haría.
—¿Lorenzo? ¿Qué hacés acá? —preguntó Guillermo—. ¿Qué es este lugar?
—Fuori di aquí, bambino —le ordenó Lorenzo aún apuntándole con el arma.
Guillermo ignoró su advertencia.
—¿Qué es todo esto? —el muchacho miraba horrorizado a su alrededor, viendo la sangre, los extraños símbolos y las perturbadores muñecas colocadas en fila en la pared.
—Essere aqui è pericoloso, Guillermo. Fuora —le advirtió Lorenzo, pero el joven seguía ignorando su advertencia, parecía hipnotizado por las lúgubres muñecas—. ¡He dicho, fuora! —bramó furioso agarrándolo del brazo.
Pero pronto ambos se quedaron en silencio, horrorizados mientras oían unos pasos acercándose afuera. Alguien los había descubierto. Alguien que llevaba unos tacones que retumbaban como agujas que penetraban sus oídos para hacerlos estremecer.
—Nos descubrieron —susurró Guillermo con preocupación. Lorenzo le hizo seña de silencio mientras preparaba su arma apuntando hacia la puerta.
Estaban acorralados y sin escapatoria. Lorenzo sabía que había llegado el momento del fin; el momento donde todas las máscaras podrían caer de un solo disparo. Pero él... él estaba listo para la batalla.
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