Capítulo 42 - Revivir a los muertos
El tiempo se había detenido allí. Las patas del reloj ya no se movían, siquiera se escuchaba un sonido más allá. Lorenzo se había congelado al verla, estaba ahí, vigilante en la oscuridad con una mirada perversa en sus ojos. Lorenzo había intuído con anterioridad que algo o alguien estaba rondando la misma zona que él, por lo que se adelantó al mal y cerró la puerta antes de que se hiciera presente.
—Lorenzo, ¿todo bien? —preguntó Nora.
—Signora! Me asustó —él intentó como pudo disimular el susto que le pegó mientras escondía la llave en uno de sus bolsillos—. Cosa stai facendo qui levantada?
—Escuché unos ruidos extraños y bajé a ver. Justo salía para tomar un poco de agua —le explicó ella mirándolo de reojo—. Y ¿usted qué está haciendo en esta zona de la casa?
—Sentí unos ruidos strani también, venían da lí dentro —Lorenzo le señaló la extraña sala a la que aún no podía acceder.
—Ah... esa sala nunca la usamos. Está todo venido a menos ahí, tal vez sean ratas, no se preocupe Lorenzo.
—In tal caso, dovrai fumigare, signora —sugirió él.
—Por supuesto. No soporto la mugre. ¡Que horror! Bueno... ¿quiere dar una vuelta? Acá está muy frío.
—Devo continuare il mio giro, signora. Vai a dormire, è tardi.
Lorenzo se dispuso a retirarse dejándola con la palabra en la boca. Pero a Nora nadie la dejaba con cuentas sin saldar.
—¿Por qué me estás esquivando tanto, Lorenzo? ¿Seguís enojado? Ya te pedí disculpas.
—Signora, no es eso. Io devo fare il mio lavoro e tu devi stare con tuo marito.
—Yo sé, pero parece que me rechazás todo el tiempo. Yo intento ser tu amiga y vos me volteás la cara —le reclamó Nora—. No sé qué más hacer para que me perdones. Sé que me equivoqué pero tengo buenas intenciones.
Lo único que Nora tenía era buena labia. Sus intenciones eran oscuras y Lorenzo bien lo sabía.
—Signora, le repito... Non tengo niente di personale con te. Mi remito solo a fare il mio lavoro qui. Mi scusi.
Lorenzo se fue dejándola con la última palabra en la boca, lo cual la puso furiosa. Nadie le daba vuelta la cara como él lo había hecho, y menos un inmigrante roñoso como ella en el fondo creía que lo era.
***
El resto de la noche transcurrió con normalidad. Era tanto el silencio y la quietud que llegaba a abrumar a quien notara su presencia. Pero poco a poco el sol se fue asomando calentando suavemente los días invernales que ya se habían instalado por todo el país. Aunque si afuera los árboles brillaban con la luz de sol, dentro de la casa de los Ferreira sucedía lo contrario. La oscuridad y el frío se unían para hacer temblar incluso al más fuerte. Y aquello lo había notado la visita que acababa de llegar al poner un solo pie dentro de aquel lugar.
—¡Doña Milagros! ¡Que sorpresa tenerla por acá! —exclamó Manuel recibiéndola con afectuosidad.
—¡Ferreira! Perdone que no vine antes, es que imagino que andaba muy ocupado después del discurso espléndido que dio el otro día. Me quedé maravillada. Y vine ahora porque quería darme una vuelta para felicitarlo, estoy segura que con sus palabras tocó el corazón de todo un pueblo —le aseguró ella con una sonrisita falsa—. ¡El país no hace más que hablar de su conferencia del otro día, y la revelación sobre su esposa! ¡Nos dejó a todos boquiabiertos!
—Muchas gracias, Milagros. No dije más que la verdad. Por cierto, le presento a mi esposa, Josefina.
—Buenos días, señora —le dijo Nora extendiendo su mano.
—Buenos días, querida —Milagros la miró de arriba a abajo notando su extrema delgadez. Le daba cierta repulsión al verla—. Me habían hablado de usted pero no había tenido el placer de conocerla.
—Sin embargo yo siento que la conozco de toda una vida —respondió Nora. Milagros siquiera imaginaba que detrás de aquella imagen se escondía el alma de una antigua amiga suya que solían frecuentar el club de lectura donde todas hacían presunción de la maravillosa vida que llevaban.
—Quiero expresarle mi admiración, Josefina. Usted fue muy valiente de ir hasta allá a Europa con todo lo que está pasando en busca de su hermana. ¡Que terrible! Me imagino las cosas por las que habrá pasado.
—Fue muy duro todo, pero es todavía más duro no haber encontrado a mi hermana. Tengo la esperanza de que pueda encontrarla —admitió Nora metiéndose una vez más en la piel de su mentira.
—Bueno, Milagros, ¿quiere pasar a tomar el té? Estábamos a punto de desayunar —le preguntó Manuel.
—¡Ah! No, no, gracias. Mi visita en realidad fue rápida. Me preguntaba si Lucía estaba acá.
—Sí, ella está arriba, en su habitación. Ahora vive con nosotros —le avisó él—. La acompaño, pero le advierto que está un poco enferma.
—¿Qué le pasó?
—Está en cama, se encuentra un poco enferma —le confesó mientras subían las escaleras—. Seguro le va a hacer bien su compañía.
Milagros entró a su habitación y lo que vio la dejó preocupada. Lucía se veía muy pálida, estaba en cama dibujando algo en su cuadernito de siempre. Ella se acercó con curiosidad, pero a la vez temor de que algo le estuviera pasando.
—¿Lucía? —preguntó—. ¿Qué te pasa? ¿Cómo te sentís?
—¡Mamá! Que sorpresa tenerla por acá. ¿Qué vino a hacer acá?
—Vine a verte. Hace tanto que no sé nada de vos y ahora te encuentro así... a ver esa frente —Milagros se acercó para tocar su frente y notó que estaba hirviendo—. ¡Dios mío! Estás con fiebre, Lucía. ¿Estás tomando algo para eso?
—No se preocupe, mamá. Estoy bien.
—No, evidentemente no lo estás acá desfalleciendo en la cama. ¿Por qué no volvés a casa conmigo?
—No puedo, mamá.
—¿Por qué? Ya no tenés nada que hacer acá. Apareció la esposa de Ferreira y ya no hay chances de que te quedes con él —reclamó frustrada—. Por Dios... ¿vos viste lo que es? ¡Piel y hueso! No sé qué le vió a ella que no tengas vos.
—Mamá, a mí no me interesa Manuel.
—¿Entonces? Volvé a casa conmigo y con tu padre que te necesita.
—No... no puedo. Hay alguien más que me necesita, y yo a él —le confesó Lucía.
—¿Quién?
—Pedrito... —respondió con una sonrisa que escondía una cuota de dolor.
—Lucía... Pedrito está muerto. Murió apenas nació. ¿De qué me estás hablando?
—Él puede volver a la vida, mamá. Puedo hacer que vuelva, aunque a usted no le guste. Porque yo sé que usted odiaba que yo tuviera ese bebé.
—Lucía, ¿vos te estás escuchando las cosas que estás diciendo? ¡Es un disparate! —le gritó Milagros—. Tiene que ser alguna alucinación producto de tu fiebre, sino no me explico.
—No, mamá. Estoy más cuerda que nunca. Y sé que tengo que renunciar tal vez a mí misma, pero lo voy a hacer por él. Y si usted no quiere tenerme más como su hija, no lo haga. Ya no me importa. Ni siquiera me importa lo que piensen los demás.
—Estás perdiendo la cabeza, Lucía... ¡Te tengo que sacar de acá!
—¡No! Por favor, no se meta en esto. Puede ser peligroso para usted —le advirtió Lucía.
—Peligroso va a ser que no te interne. Estás mal, Lucía. Estás muy mal —respondió Milagros con los ojos llorosos—. Voy a hablar con Ferreira para que te deje irte conmigo.
—¡No! Usted no entiende nada de lo que está pasando. Y va a ser mejor que no se meta si no quiere que las cosas empeoren para usted... de verdad no quiero meter a nadie más en mis asuntos.
—Lucía, me estás asustando. ¡¿Qué está pasando?!
—Los Ferreira me van a ayudar a revivir a Pedrito, pero tengo que darles algo a cambio.
—¡¿Qué?! ¡Pero... esto no tiene sentido, Lucía! No se puede revivir a los muertos.
—¡Sí se puede! La esposa de Ferreira es un ejemplo.
—¡Ella estuvo en la guerra, en España!
—No crea nada de lo que se diga oficialmente, madre. Ellos no son lo que parecen.
—¡Basta! Estoy harta de tus cuentos. Pedro está muerto. ¡Muerto! Y no se diga, más, vos te venís conmigo hoy mismo.
Milagros abrió la puerta, y justo delante de ella apareció Manuel impidiendo su salida. Su mirada era amenazante, y Lucía temió lo peor.
—¿Algún problema? Oí gritos —preguntó Manuel con una voz bastante seria.
—Señor Ferreira, mi hija viene conmigo, no puede estar acá —dijo Milagros con sus manos temblando.
—Me temo que va a ser peor si sale... el médico recomendó que se quede acá reposando.
—Sí, pero creo que va a estar mejor en mi casa, con su familia.
—No lo creo —Manuel escondía algo detrás suyo. Lucía temía que fuera un arma con la que pueda atentar contra su madre.
—¡Mamá, basta! Estoy bien acá. Hágale caso a Manuel —le advirtió con el corazón en la boca.
—Pero hija...
—¡Pero nada! Váyase. Ya le dije que voy a estar mejor pronto. Papá la necesita, por favor, váyase ahora —le suplicó.
Milagros percibió el ambiente tenso del que estaba siendo protagonista, y decidió huir de inmediato sin mirar atrás. Tenía pavor de seguir en aquella casa que siempre le dió un poco de miedo, aún más cuando los rumores entorno a esa familia se incrementaron, pero ahora no le quedaban dudas. Algo muy oscuro estaba sucediendo sin que pudiese hacer nada. Y para su sorpresa, fuera de aquella casona del horror vió a alguien que llamó aún más su atención. Era Lorenzo, a quien había visto alguna vez junto a su hija y que desde el primer minuto en que lo vió no le había simpatizado en absoluto.
—¡Con que usted tiene que ver en toda esta porquería! —le gritó acercándose rápidamente a él.
—Cosa sta dicendo, signora? —Lorenzo no entendía a qué se refería.
—¡No se haga el que no entiende nada, inmigrante bruto! ¡Usted sabe lo que está pasando con mi hija y los Ferreira! ¡¿Qué cosa les habrá metido en la cabeza, eh?! No me extraña para nada que un pordiosero como usted esté metido en cosas turbias —bramó Milagros mirándolo con desprecio.
—Non so cosa se refiere, ni che cosa ti hanno detto, ma non fidarti dei Ferreira —le advirtió Lorenzo—. Non sono quello che aparentan.
—Y usted seguro los está ayudando a meterle ideas raras a mi hija, ¿no? Yo sabía desde el primer minuto en que lo vi que Lucía se estaba juntando con mala gente. Pero esto lo soluciono rapidito. Les voy a contar quién es usted.
Lorenzo la tomó del brazo y la arrastró unos metros escondiéndose detrás de los arbustos. Debía impedir a toda costa que Milagros hablara o sus planes acabarían en el instante en que ella abriera la boca.
—Signora! Per favore! Sono qui per salvare tua figlia. Non voglio hacerle daño —le explicó él.
—¡Suélteme pordiosero inmundo!
—Se tu parli echará tutto a perder. Non possono sapere che conosco Lucia e che sono qui per salvarla de ellos.
—¿Y por qué todavía no la ha sacado de acá?
—Stanno usando la magia nera per prendere l'anima di Lucia. Devo encontrare la fonte del suo podere per tirarla fuori.
—¿Magia negra? Eso es un pecado mortal... ¡Va contra Dios! —a Milagros se le erizó la piel al escuchar semejante historia—. La esposa de Ferreira... ¿Es verdad que murió?
—Non lo so. So solo che questa non è la moglie di Ferreira, e tampoco estuvo in España.
—Hay algo en ella que me resultó familiar... no sé... —después de un eterno silencio recordó las palabras de su hija—. Lucía me dijo que van a revivir a Pedro, su hijo. ¿Van a usar esa misma magia?
—Può essere. Intenté di entrare en ragione a Lucia, ma ella quiere ver de novo a suo figlio.
—Su hijo está muerto. ¡Muerto! ¡Es imposible que lo puedan revivir. No sé qué creer, italiano.
—Per favore, credi in me. Farò tutto il possibile per portare tua figlia fuori di qui —le prometió Lorenzo—. So che pensi che io sia poca cosa per tua figlia, e lo ammetto, ma i miei sentimenti per Lucía sono sinceri. Dammi la possibilità di salvarla.
—Está bien, italiano. Voy a darte un voto de confianza. Pero si algo malo le llega a pasar a mi hija de mí no te salvás. Ni los Ferreira ni nadie van a ser peor que yo persiguiéndote. ¿Entendiste? —Lorenzo asintió de inmediato. Aquella mujer le intimidaba un poco—. Ahora andá a salvarla, no pierdas tiempo.
Lorenzo se sentía entre la espada y la pared, y dependía de él que las cosas no se le fueran de las manos intentando salvar a Lucía.
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