Capítulo 4 - Mi vida por la tuya
Ya era tarde en la noche, pero en la pensión estaban todos preocupados. Lucia percibió el miedo y la angustia en el rostro de todos al llegar de la casa de los Ferreira. Enseguida supo que algo no andaba bien.
—¿Qué pasó? —preguntó acercándose a Lorenzo, quien parecía haberse quedado mudo con su presencia repentina.
—Los bambini —respondió Alicia llorando.
—¿Quiénes?
—Los niños, signorina. Salieron hace muchas horas y todavía no vuelven —le informó Lorenzo.
—¿Avisaron ya a la policía?
—Sí, pero nos dijeron que deben estar por ahí, que debemos esperar 48 horas para reportarlos como desaparecidos... alla polizia non interessa dele persone come noi —confesó bastante frustrado.
—¿Que no les interesan las personas como ustedes? —preguntó indignada, viendo la reacción afirmativa de Lorenzo.
—Somos pobres e inmigrantes, ¿vió? No importamos.
—Me da vergüenza que mi propio país sea así. Pero a alguien van a tener que escuchar —le respondió Lucía disponiéndose a salir nuevamente.
—Signorina! ¿A dónde va?
—A la comisaría, a mí me tendrán que escuchar.
—La acompaño, ya es de noche para que ande sola por ahí —insistió Lorenzo.
—Gracias, pero yo me sé cuidar.
—Insisto. Me quedaré más tranquilo si voy con usted —le dijo tomándola del brazo. Sus miradas pronto quedaron enfrentadas en un silencio donde no cabían los murmullos de su alrededor. Por un momento, solo existieron ellos dos en el mundo.
—Vamos rápido entonces —le contestó cortando con su mirada de tonto de inmediato.
***
Florencia corrió por su vida como si no hubiera un mañana para ella, ya nada más importaba que salir de aquel horrendo lugar. Y aún sin ver exactamente hacia dónde se dirigía; después de atravesar los enormes cuartos llenos de camas herrumbradas y muñecos espantosos tirados por ahí, logró dar con la salida al saltar de una ventana y rodar por el campo durante un par de metros. Estaba muy adolorida, con algunos vidrios incrustados en su piel, y con la vista llena de estrellas. Pero su voluntad era más fuerte que la tentación de quedarse desmayada. Todos sus sentidos estaban en alerta máxima ante un lugar tan inhóspito, donde el peligro se podría esconder en cualquier sitio. Para colmo, afuera apenas había un pequeño destello de la luna menguante en el cielo que no le dejaba ver con mucha claridad más allá de sus narices. Pero aún así, Flor se arrastró, intentó alejarse lo más que pudo, aunque unos pasos detrás la alcanzaron, mismos que le hicieron sentir un escalofrío insoportable el cual casi derivaba en un grito si no fuera porque le taparon la boca. El susurro se le hizo familiar.
—¡Sh! Flor, soy yo, Guillermo —le explicó.
—¿Guille? —sollozó abrazándolo.
—Sí, Flor. Soy yo. No llores, ya está —Guillermo intentó consolarla, pero la chica desbordó todo el miedo que tenía contenido—. Ya está, ya pasó. Tenemos que irnos.
La joven asintió apoyando su brazo en él y levantándose con dificultad. Sin embargo, algo estaba mal, Lucas y Santiago no estaban con ellos. Por más que mirara hacia todas partes, no había rastro de ellos.
—¿Y los demás? —preguntó.
—No sé, creí que solo yo me había separado del resto.
—Tenemos que ir por los demás.
—¡Son más de uno, Flor! —argumentó Guillermo con miedo en los ojos—. Casi la quedo por uno de esos, apenas salí vivo de ahí.
—¡Yo también, Guillermo! Si no fuera por el grito que oí... de uno de los gurises... yo no estaría viva. Pero tenemos que ir por ellos, pueden estar vivos todavía, seguro necesitan nuestra ayuda —insistió bastante angustiada, y con culpa en los ojos.
—Ya no podemos hacer nada. Mirá el estado en el que estás. Yo estoy muerto de miedo, y no puedo entrar solo ahí, no otra vez. Ya les dijimos un montón de veces que nos fuéramos y por querer ayudar a esa otra desconocida mirá cómo terminamos, Flor. No voy a dejarte acá sola, no a vos —expresó exaltado, casi quedándose sin aliento ante la crisis de ansiedad que estaba teniendo—. Por favor, vamos y pedimos ayuda cuando lleguemos. ¡Vamos!
***
Después de un rato de incómodo silencio y conversaciones forzadas, Lorenzo y Lucía llegan a la comisaría para reclamar lo que es justo.
—Exijo hablar con el oficial a cargo —dijo Lucía con un tono altivo.
—¿Quién lo llama a esta hora? —preguntó el policía que estaba de turno.
—Lucía Salvatierra —la cara indiferente del policía rápidamente cambió hacia una de asombro mientras se incorporaba en su asiento.
—Enseguida lo llamo, señorita.
—No hace falta, acá estoy —interrumpió el oficial—. Acompáñeme.
—Él también va —advirtió Lucía señalando a Lorenzo. Aunque el oficial no estuviera muy de acuerdo, aceptó su petición y se dirigieron a su oficina.
—¿A qué debo su honor, señorita Salvatierra? —preguntó él sentándose en su escritorio.
—Hay unos cuatro niños desaparecidos, y sus hombres no se han movido para nada.
—¿Hace cuánto desaparecieron?
—Hace unas horas. Y ya sé que me va a decir lo de las 48 horas, pero son menores, y nunca llegan tarde a casa. ¡Tiene que hacer algo!
—¿Habla de los gurises de la pensión? —preguntó con un cierto tono despectivo.
—Sí, ¿qué pasa?
—No se lo tome a mal, pero es normal que ocurran esas cosas con inmigrantes —confesó el oficial con total descaro.
—¿¡Cómo puede decir eso?! Figglio di puttana! —Lorenzo se avalanzó sobre él, pero fue detenido por Lucía, quien logró apaciguar por un momento su furia.
—¡Señor, le pido que modere su vocabulario! ¡Esto es una comisaría, no un cante! —le advirtió el oficial alzando la voz.
—Y como tal debería dar el ejemplo y mover el culo para salvar a esas criaturas —respondió Lucía—. Yo vivo en esa pensión y sé que son buenos niños. Sus papás están sufriendo, por favor, haga algo.
—Está bien, voy a confiar en su palabra, señorita. Pero quiero saber algo... ¿qué hace usted viviendo ahí? —preguntó bastante intrigado.
—Son asuntos personales, oficial. De los que no quiero hablar.
—Lo respeto —después de un silencio incómodo, el oficial se dispuso a hacer su trabajo—. Vamos a dejar su declaración por escrito y comenzar con la búsqueda. Tomen asiento.
Nuevamente Lucía y Lorenzo se encontraban solos, aunque esta vez sí se miraban de forma esporádica el uno al otro, hasta que al fin uno de ellos decidió romper el hielo.
—Tiene que controlarse. Si le pegaba a ese policía, iba preso —dijo ella.
—No me importa, signorina. Ya estoy acostumbrado a eso.
—¿Ya ha estado en la cárcel?
—Peor que eso, en la guerra.
Lucía no sabía qué decir, aunque imaginaba el dolor por el que habrá tenido que pasar alguien tan joven como él.
—Igual, ahora que tiene una segunda oportunidad, valore la libertad que tiene —le aconsejó ella, aunque no estaba segura de si su comentario era impertinente o no.
—Las personas como nosotros no tenemos oportunidades, Lucía. Allá al menos tenía un propósito por el que luchar.
Lucía entendía perfectamente esa sensación de ya no tener por lo qué luchar en la vida. Sin dudas que lo entendía. Desde la muerte de Pedrito se venía sintiendo como un velero dañado en medio de una tempestad. Y ello le ayudaba a reconocer el dolor en los ojos de Lorenzo.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó.
—Lorenzo... Lorenzo Moretti.
—Lorenzo... entiendo cómo se siente, de verdad. Pero supongo que... si aún seguimos vivos, es porque Dios tiene algún plan para nosotros.
—Puede ser, Lucía. Pero en Europa hay mucha gente muriendo aún habiendo terminado la guerra. Hay hambruna, escasez, gente desaparecida. Tal vez Dios ya no tenía planes para ellos, ¿no?
Lucía ya no sabía qué decir. Nada de lo que dijera taparía el sol con un dedo. El horror que aquel hombre habrá presenciado ni en sus más escalofriantes pesadillas se lo podría haber imaginado.
—Usted no es una de nosotros, signorina, eh —inquirió él cambiando radicalmente de tema.
—¿A qué se refiere?
—Hasta los mismos policías parecen haber cambiado de parecer con solo saber de su presencia. A los inmigrantes pobres como nosotros no nos toman mucho en cuenta.
—Bueno, eso es algo que está mal en nuestro país, y ojalá cambie.
Lucía estaba reacia a hablar de su vida, prácticamente nadie en la pensión sabía de dónde venía y quién realmente era. Y la verdad, prefería mantenerlo así.
—Ahora soy una de ustedes, Lorenzo. Vivo en la pensión, es lo único que importa —recalcó antes que llegara el oficial para tomar su declaración. Aquella noche, sería larga.
***
Fuera del Estrella del Norte se alzaba un extenso bosque que en la noche apenas era iluminado por la luz de la luna y sus estrellas, y eso si es que estaban presentes de algún modo. Florencia y Guillermo, asustados y malheridos habían perdido el rumbo y el farol que pudiera guiar su camino de regreso a casa. Por una parte, la oscuridad podría resultar beneficiosa para ellos, pero por otra: podría ser el refugio perfecto para el mal que aún sentían respirándoles la oreja como un mal augurio capaz de hacer erizar la piel. Y tal parece que el mal presagio se convertiría en realidad, pues Florencia ya casi no tenía fuerzas para seguir corriendo entre los bosques, aún apoyada en Guillermo.
—No puedo seguir —le dijo bastante exhausta—. Me estoy quedando... sin fuerzas.
—Tenemos que seguir, Flor. Por favor —respondió Guillermo desesperado—. Tenemos que salir de esta, pero para eso necesito tu ayuda.
—Necesito descansar, por favor, solo unos segundos —contestó Flor sollozando.
Guillermo accedió sentándola bajo un enorme árbol que lograba taparlos a ambos de cualquiera que pudiera descubrirlos en caso de estar cerca. De igual forma, él estaba atento a todos los puntos por donde el peligro los podría sorprender. Estaban a la intemperie, solos y malheridos, siendo perseguidos por quién sabe qué bola de lunáticos enfermos con máscaras que no los dejarían dormir en mucho tiempo.
—Estoy seguro que están cerca —dijo Guillermo mirando hacia todas las direcciones, mientras Florencia solo se quejaba del dolor que sentía—. ¿Te duele mucho?
—Maso.
—Prometo que cuando salgamos de acá te voy a llevar a un hospital. Pero tenemos que seguir.
Ambos estaban decididos a salir rápido de aquel sitio. Pero el tiempo era un reloj de arena en el queestaban atrapados y cada vez se hundían más con cada minuto que pasaba. Unos pasos cerca de ellos los obligó a abortar la misión de seguir. Era uno de ellos, con su máscara blanca debajo del resplandor fantasmal de la luna.
—¡Shhh! Uno de ellos está acá —susurró Guillermo con mucho miedo en sus ojos.
El árbol en que estaban escondidos era lo suficientemente grande para mantenerlos refugiados por un rato, pero todo dependía de que aquel enmascarado con su capa negra como la noche se fuera lo antes posible del lugar. Enfrentarse a él no era una opción viable, no en las condiciones en las que estaban, y el miedo que podría jugarle una mala pasada a Guillermo. Pero aquel chico vigilaba los pasos del misterioso tipo esperando la menor oportunidad para ejecutar un plan que tal vez podría ser su única salvación.
Cuando aquella persona se distrajo, Guillermo aprovechó a tomar del suelo una piedrita que había visto, y la lanzó lo bastante lejos como para llamar la atención del tipo, quien se vió atraído por el ruido y rápidamente fue hacia la dirección contraria en la que Florencia y Guillermo se encontraban. Aquella distracción fue el momento perfecto para escapar, por más doloridos que estuvieran.
Mientras tanto, en la pensión los ánimos estaban cada vez más caldeados. Las lágrimas iban y venían entre los que estaban reunidos en el patio que unía a todas las habitaciones, mientras otros buscaban culpables, siendo doña Alicia la principal responsable para los padres de los chicos desaparecidos.
—¡Usted tenía que cuidarlos! ¡Se los encargamos mientras estuviéramos fuera! —le gritó una de las madres.
—Ma io les dije que torna presto! —respondió Alicia sintiéndose acorralada.
—¡Ah, sí! Y bien temprano que volvieron... ¡Ya son las once y no hay ni rastro de ellos! —bramó aún más enfurecida aquella madre, poniéndose a llorar inmediatamente en brazos de su marido.
—Io sé como si sente perder um figglio, perdí al mío per tres anni —confesó Alicia abatida al recordar todo el tiempo que pasó lejos de Lorenzo—. Ma non posso cargar con la culpa, io non sonno responsable de seus figglios.
—Si algo les pasa, la única responsable es usted —sentenció uno de los padres, quedándose en silencio al ver llegar a Lorenzo.
Lucía y Lorenzo percibieron el clima tenso que se estaba viviendo en la pensión, y cómo todos parecían actuar como si nada pasara más que saber las novedades de lo que ocurrió en la comisaría.
—¿Y? ¿Pudieron lograr algo? —preguntó uno de los padres.
—Nos tomaron la declaración, y se van a mover para buscarlos —respondió Lorenzo mirándolos de reojo—. Mamma, tutto bene?
—Sí, figglio. Estamos tutti preocupados.
Las palabras de su madre no lo engañaban, su rostro se veía con miedo y mucha preocupación, como la de un animalito acorralado. Aunque en realidad, todos lo estaban. La angustia en toda la pensión era generalizada, y peor aún cuando al cabo de un buen rato vieron llegar a Guillermo y Florencia bastante malheridos.
—Por favor, ayúdennos. Florencia necesita un hospital urgente —advirtió Guillermo casi sin aliento.
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