Capítulo 30 - Crueles intenciones

Luego de comer Guillermo llevó a Clara a la terraza, para mostrarle su lugar favorito de la pensión junto a la antigua Florencia. Clara observó el lugar con un gesto de asco en su rostro. El lugar se veía algo descuidado y lleno de hojas de otoño por doquier.

—Éste es el lugar favorito al que ella le gustaba venir —le dijo Guillermo—. Se sentaba justo ahí, al borde. Con las piernas suspendidas al vacío.

—Me dan un poco de miedo las alturas —respondió ella mirando a su alrededor.

—Igual hay una linda vista desde acá. Vení, no te preocupes que yo te cuido —le dijo Guillermo extendiendo su mano para invitarla a sentarse en su lugar—. Mirá, allá se ve el Cerro de Montevideo con la fortaleza justo en la cima.

—Hay mejores vistas en nuestro país, la verdad.

—Yo nunca salí de Montevideo. Apenas tenemos plata para el ómnibus —le confesó Guillermo—. Imagino que vos y tu hijo, Simón, conocen bastante.

—Sí. Hay lugares muy bonitos en nuestro país, y fuera también, eh. Me acuerdo cuando fui a España, que hermosa ciudad es Barcelona —recordó con una sonrisa en su rostro.

—¿En qué año fue?

—1870. Fui unos meses antes de que la fiebre amarilla azotara a la ciudad.

—Y ahora hay algo mucho peor... el Franquismo. Dicen que es una dictadura muy cruel allá. Hay muchos españoles huyendo y viniendo para Sudamérica. Acá hay pila —aseguró Guillermo.

—No sé. Mi vida se detuvo en un limbo durante mucho tiempo, Guillermo. No estoy muy enterada de lo que está pasando ahora en el mundo. Solo en el mío.

—¿Cuál va a ser el próximo paso?

—Acercarme a esa familia, y averiguar dónde está Nora ahora mismo. Estoy segura que va a querer volver como lo hice yo, si es que no volvió ya.

—Yo te voy a apoyar —le dijo Guillermo tomándola de la mano. Un silencio incómodo se interpuso entre los dos.

Era el momento perfecto para ejecutar su conquista. Guillermo recordaba las palabras de Simón cuando lo conoció. Con su poderosa magia había sido capaz de controlar la voluntad de Santiago, y así lo haría con Clara, la nueva Flor que estaba frente a él. Se lo había prometido, y había llegado el momento de dar el siguiente paso. Por lo que lentamente se fue acercando a su rostro para besarla. Sin embargo Clara se alejó de él mirándolo desconcertada.

—¡¿Qué hacés?!

—Yo... perdón, es que... —Guillermo no entendía su reacción.

—No te confundas, pendejo. Yo no quiero nada con vos —le aclaró furiosa.

—Pero, yo te traje de vuelta...

—Sí, ¿y? Te lo agradezco, y por eso mentí frente a los policías, para que no sospecharan nada de vos. Pero ya estamos a mano.

—¿No te gusto?

—¡No! Obvio que no. ¿Qué te pasa? No tengo tiempo para eso.

Guillermo quedó desconcertado. Lo estaba tratando peor que a un saco de basura.

—Se suponía que sería diferente...

—Perdón si soy dura con vos. Capaz esperabas otra cosa de mí, pero no quiero nada contigo —le aclaró una vez más—. Te agradezco por tu ayuda, pero nuestra relación no es más que... profesional, o de amigos. Con permiso.

Clara se fue dejándolo solo. Guillermo se sintió rechazado una vez más; humillado como nunca antes, y con una mirada de odio por una vez más no haber logrado su cometido. Se sentía engañado por Simón, a quien iría a buscar para que le diera una buena explicación. 

Esa misma tarde llegó furioso a casa de Simón, quien lo esperaba de brazos abiertos a pesar de notar que Guillermo tenía cara de pocos amigos.

—¡Eh, Guillermo! No te esperaba por acá —le dijo con una sonrisa alegre—. ¿Cómo van las cosas en el conventillo? ¿Mi madre ya se adaptó al cuerpo de tu noviecita?

—¡Me mentiste! —le gritó furioso.

—¿De qué hablás? ¿Por qué me venís a gritar a mi casa?

—Dijiste que ella iba a hacer todo lo que yo quisiera así como Santiago... ¡Y no hizo una mierda!

—Ah... ¿y qué querías que hiciera? —Simón mantenía el tono tranquilo en su voz a pesar de la rabia que veía en Guillermo.

—Te dije que quería que me amara. La quería para mí, y me rechazó como si fuera un trozo de mierda. ¿Por qué me mentiste, Simón?

—Dale tiempo. Mi madre es un poco difícil.

—Dijiste que iba a ser mi esclava. Yo quiero a una Florencia que me bese los pies como Santiago lo hizo con vos. ¡Eso fue lo que me prometiste!

—No me acuerdo de haberte prometido nada. Solo te expliqué cómo es que lo hacía —Simón se hizo el desentendido de inmediato.

—¡No seas hipócrita! Una de las condiciones para traerte a Florencia era que olvidara al imbécil de Lucas y solo tuviera ojos para mí, y nada de eso pasó.

—Bueno, a Lucas sí lo olvidó. Mi madre ni lo conoce —respondió Simón con sarcasmo.

Guillermo quería golpearlo, pero sabía lo que le convenía.

—Que chistoso. Te da gracia, ¿no? —Simón asintió con la cabeza. Guillermo sentía mucha impotencia, pero sabía de lo que era capaz ese tipo y el poder que tenía, por lo que se aguantó lo que tenía ganas de decirle—. ¿Por qué me hiciste esto? Yo confié en vos.

Simón largó una carcajada.

—Guillermo ¡Por favor! Lo hiciste porque no tenías más opción.

—Pero según los dos ganábamos. ¿No?

—Ya ves que no. Gané yo.

—Entonces, ¿ya no te sirvo? —Guillermo fingió cara de indignación ante él. Aunque tenía ganas de mandarlo al infierno.

—No dije eso. Si no me sirvieras, ya te hubiera matado.

—¿Para qué me querés si ya te di lo que querías, eh?

—Para que mantengas las apariencias junto a mi madre. Ahora que ella está allá en el cuerpo de tu... amor platónico, no puede desaparecer así como así. Sería muy sospechoso.

—¿Y por qué creés que te voy a ayudar? Ya no tengo nada que perder —Guillermo había hecho un esfuerzo por llorar, y lo había conseguido.

—Te equivocás, otra vez. Tenés todo que perder. Acordate que yo sé tus secretitos, y cualquier cosa que intentes, cualquiera sea, te hago boleta —le respondió Simón con una sonrisa burlona—. Más vale que vayas entendiendo cuál es tu lugar acá.

Guillermo asintió poniéndose a llorar, más de la rabia contenida que de otra cosa.

—¡No llores! No seas maricón y andá a hacer tu trabajo. No dejes sola a mi madre, eh. Andá, dale.

Guillermo se fue secándose las lágrimas, sintiéndose terriblemente humillado por aquel tipo. Él sabía con quién se estaba metiendo por lo que prefirió bajar el cogote antes de hacerlo enojar. Tenía mucha rabia, pero a pesar de haber perdido la batalla, sabía que se había desatado una guerra, y ya se le ocurriría algo para salir de la situación en la que a partir de ahora se encontraba.


***

Clara por su parte veía difícil adaptarse al conventillo. Se rehusaba a dormir en aquella habitación que había sido de Florencia. La consideraba una pocilga para alguien como ella que nació y se crió en cuna de oro. En su antigua vida estaba acostumbrada a fiestas con sonrisas falsas, grandes vestidos y mucho lujo a donde mirara. Pero a pesar de tenerlo todo también recordaba que esa misma vida la hizo infelíz. Los que alguna vez le sonrieron, con el tiempo la apuntaron con el dedo por querer ser una mujer más libre, por desafiar las convenciones de su época. Tuvo que pagar con su propia vida, pero el destino le estaba dando una nueva oportunidad de volver a vivir y sobre todo, vengarse de quienes envenenaron su alma en el pasado. No era la vida que más le hubiese gustado tener, pero al menos era algo. Al menos parecía tener unos padres más comprensivos que los que ella tuvo antes, aunque sabía que no eran los suyos, sino de Florencia, a quien le tuvo que arrebatar su cuerpo para cumplir con su destino. Pero para ella era un sacrificio necesario, y dependía de ella convencerlos a todos de que seguía siendo la misma chica a la que le arrebató su alma. Incluso a su madre, quien tocaba la puerta desde hacía un rato aunque ella no lo había notado hasta ese momento.

—Hola, Flor. Te vine a traer una frazada para que estés más abrigada ahora que empiezan los fríos —le dijo Cristina buscando un argumento para saber cómo estaba.

—Gracias —Clara fingió una sonrisa sin decir nada más.

Cristina notó de nuevo su frialdad. Florencia solía sonreír y ser muy agradecida. Ese gracias había sonado falso, y su sonrisa no reflejaba la calidez de antes.

—¿Estás bien, hija? Estoy muy preocupada por vos.

—Sí, mamá. Estoy bien. Solo un poco cansada.

—Claro, entiendo. Bueno, no te molesto más entonces. Si necesitás algo estoy abajo, ¿sí?

Clara asintió una vez más sonriendo de forma fingida justo antes de encerrarse de nuevo. Cristina trataba de comprender qué estaba pasando con su hija, había regresado cambiada. Trataba de comprender que podía ser producto del trauma vivido, pero no entendía por qué incluso con ella se mostraba tan distante. 



***

Ya entrada la noche Lucía se encerró en su cuarto, si así se le podía llamar, porque no había manera de encerrarse más que solo cerrar la puerta. Se sentía muy débil, como si tuviera una fiebre que no hacía más que crecer. Su visión cada vez se oscurecía un poco más dando lugar a estrellas de colores que bailaban de un lado a otro a cualquier lugar que mirara. Los médicos no le daban respuesta alguna, para ellos estaba bien, pero sabía que no era así. Cada día se sentía peor, y al parecer los niños de Ferreira sabían lo que estaba sucediendo con ella. «Su alma se está apagando», las palabras de Martina resonaban en su cabeza con más fuerza a cada minuto que pasaba. Lucía estaba convencida de que el origen de sus síntomas no era físico, sino espiritual.

Esa noche no podría dormir, y no solo por lo mal que se sentía y sus pensamientos, sino porque alguien afuera tocaba su puerta de manera tan escandalosa que la hizo saltar al instante.

—¿Quién es? —preguntó.

Soy yo, Lorenzo. Venga que tengo algo que mostrarle —sintió desde afuera.

—¿Lorenzo? ¿Qué hace acá? Lo pueden descubrir —susurró mirando hacia la puerta. Por debajo veía la sombra de sus pies colándose a través de una luz blanquecina.

Solo es un momento, confíe en mí.

Lucía se levantó como pudo, observando la sombra que se colaba desde afuera. Pero justo cuando su mano estaba en el picaporte Lucía recordó algo escalofriante: Lorenzo no hablaba español.

Un escalofrío aterrador le recorrió la piel al mirar hacia el suelo y ver la sombra de los pies de quien sea que estuviera del otro lado reflejados en la oscuridad.

—¿Lorenzo? —preguntó ella con la voz temblorosa?

¿Sí?

—¿Desde cuándo usted habla tan bien español?

Lo único que obtuvo como respuesta fue un silencio abrumador. Pero aquel silencio valía más que cualquier palabra. Quien sea que estuviera del otro lado de la puerta no era Lorenzo. Sin embargo, seguí a allí, parado y estático. Lucía temblaba al ver la sombra de sus pies reflejada en el piso.

—¡Váyase! Dios me protege —gritó llorando Lucía a medida que retrocedía para volver a su cama.

Quien sea que estuviera del otro lado, aún seguía allí inmóvil en medio de la noche.

Pero a Lorenzo no —respondió una voz aterradora. Era la voz de un demonio.

—¡Dejalo en paz!

Su tiempo se acaba —aseguró el demonio del otro lado—. Apurate.

Lucía fue corriendo hacia la puerta, aún muriéndose de miedo, y cuando la abrió no vió más que oscuridad y el resplandor de la luna cerca de la escalera. Allí no había nadie, o eso parecía. Por lo que se adentró por el interminable pasillo en busca de Lorenzo. Debía salvarlo del mal que reinaba en aquella casa. Pero su estado era terrible aquella noche. Apenas podía caminar apoyándose entre las paredes. Sentía que le faltaba el aire; un escalofrío por todo el cuerpo y un vapor que le salía por la boca cada vez que exhalaba. Su visión no era tan buena, pero sí lo suficiente como para ver que desde el final del corredor —en medio de una oscuridad absoluta— salió corriendo una niña a carcajadas que bajó con rapidez las escaleras. «¿Martina?» pensó, aunque no podía asegurarlo pues no vió bien su rostro, o le pareció un tanto extraño. Al acercarse a la escalera la vió justo al final inmóvil como una estatua, mirándola directo a los ojos con un rostro que no era humano, sino el de una muñeca idéntica a ella. Llevaba un vestidito similar al de su muñeca de infancia, y su cabello era igual de castaño claro que el de ella, el cual brillaba con el resplandor de la luna a pesar de que todo a su alrededor fuera de una oscuridad opresiva.

Ayudame —le dijo la muñeca sin mover sus labios. Su voz era igual a la de Lucía cuando era niña.

—¿Quién sos? —le preguntó temblando de miedo.

Nos quiere matar, a ambas. Ayudame —su voz parecía como un eco suave que venía de otra dimensión.

Lucía se sentía atada a ella, y aún temiendo por su vida decidió acercarse. La muñeca la observaba al final de la escalera sin decir una palabra. Pero justo cuando Lucía se encontraba a mitad del camino, la muñeca comenzó a levitar. Detrás de ella se reflejaron los ojos dorados del demonio que la manejaba a su antojo. Lucía sintió su corazón paralizado al verlo. Y aún más cuando el demonio con sus grandes pezuñas comenzó a subir las escaleras, convirtiendo en oscuridad todo a su alrededor con cada paso que daba.

Lucía rápidamente intentó escapar, pero su cuerpo casi no le respondía. El miedo no la dejaba pensar con claridad, por lo que se resbaló de inmediato, aunque esta vez no rodó por las escaleras porque se sostuvo de un barandal. Pero al ver hacia atrás, el demonio aún seguía avanzando hacia ella. Cerró los ojos lo más fuerte que pudo y gritó pidiendo ayuda. De un momento a otro oyó un disparo que le rozó sus cabellos y le causó un impacto igual o mayor que el que le había causado el demonio. Al abrir los ojos la presencia sobrenatural ya no estaba, tampoco la muñeca. Solo Lorenzo apuntándole con un arma justo al final de la escalera, tan conmocionado como ella.

Manuel llegó corriendo al oír todo el alboroto que se había producido.

—¡¿Qué pasó?!

—Entró alguien, signore —le dijo Lorenzo inventando una excusa.

—¡¿Cómo que entró alguien?!

Non pude ver su cara. Era vestito di negro e quería hacerle male a Lucía —argumentó.

—Es él otra vez... —susurró Manuel en voz alta—. ¿Por dónde se fue?

—Por allá, signore.

—¡¿Y qué estás haciendo parado acá?! ¡Andá tras él antes que escape, hombre! —le gritó envuelto en furia. Lorenzo siguió sus órdenes dejándolos a solas—. Lucía, ¿se siente bien?

—Me quiso matar —dijo ella con la vista perdida.

—Ya pasó, lo vamos a atrapar. No se preocupe. Déjeme ayudarla a volver a su habitación.

Lucía se apoyó en él, pero cometió el tremendo error de mirarlo a los ojos. Él también lo estaba haciendo, y estaban lo bastante cerca como para evadirse. Manuel la observó por unos segundos justo antes de acercarse a sus labios y besarla como si estuviera enamorado de ella. Lucía no tenía fuerzas para alejarse de él. Manuel continuó besándola y abrazándola, disfrutando de tenerla en sus brazos.

Pero aquel momento íntimo fue interrumpido de inmediato.

—¿Papá? —era Mateo, quien acompañado de Martina los había descubierto.

—Niños... vengan, ayúdenme a llevar a Lucía a su cuarto —dijo Manuel haciéndose el desentendido—. Es muy peligroso estar acá afuera. 

Manuel había conquistado un paso más en su objetivo de apoderarse de Lucía, y tal parece que iba ganando.

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