Capítulo 3 - La leyenda de Clarita
En 1845 nació una mujer aristócrata que desde su nacimiento pertenecía a la alta alcurnia montevideana: Clara García de Zúñiga. Una niña rebelde que desde su temprana edad se revelaba a las influencias de la sociedad victoriana reinante de aquella época. Una pequeña a la que no le gustaba seguir los protocolos dictados por su familia, el clero y las personas con las que se relacionaba. El lugar que le habían asignado no le gustaba. La casa era una prisión, y la iglesia una pleitesía a la falsedad. Clarita no creció en un hogar que le diera demasiado amor, al contrario, su familia era disfuncional. Los golpes eran cosa del día a día, tanto que ya se había acostumbrado a los malos tratos. Pero nada de eso frenó su carácter intrépido, aunque su tristeza se vió reflejada en su mirada. A los seis años fue retratada por un pintor que se vió intrigado por sus ojos caídos mientras intentaba mantener una compostura firme frente a sus padres. La esencia melancólica de aquella niña quedaría inmortalizada en el lienzo tan realista de aquel artista, maravillando con la magnificencia del sufrimiento que irradiaba.
Clarita se casó muy joven con un tal José María Zubiria, un hombre que la hizo infelíz durante todo su matrimonio, y con quien llegó a tener un hijo al cuál utilizaba como forma de chantaje para presionarla de no abandonarlo jamás, a pesar que ella quisiera desde el minuto en que lo conoció. Después de unos años de golpes y malos tratos de su marido, Clara logró divorciarse, pero ni así pudo librarse del yugo de su pérfido marido, quien continuó acosándola, al punto de ser perseguida por la misma sociedad que la condenó al exilio a ella y a su hijo, obligándolos a refugiarse en la que una vez fue la casa de su infancia: la quinta García de Zúñiga.
Sin embargo, su escondite duró poco, la desesperación la llevó a perderlo todo, incluso a su propio hijo, quien le fue arrebatado de sus brazos cuando su esposo José María junto a la impunidad imperante de la época la declararon una demente, y un peligro para la sociedad montevideana. Pero al ser una mujer de familia tan distinguida, la cárcel no era una opción. Aunque tal vez, hubiese sido mejor destino del que le tocó. Clara fue encerrada en uno de los pisos de arriba, el cual quedó clausurado y funcionaba como una mazmorra en el que no se atrevía a entrar ni un rayo de luz del exterior. Clara permaneció encerrada, torturada y humillada en aquel lugar durante mucho tiempo, justo a los restos de un pasado que ya no volverían a su vida. Su mente se quebró en aquel lugar, mientras el infame de su esposo se hacía de toda su fortuna. Clara murió de hambre, pero aún en su último aliento, hubo algo que la mantuvo con más vida de lo que cualquier ser humano podría aguantar: el odio.
Junto a ella, estaba encerrada aquella pintura de niña que alguna vez supo vislumbrar su tristeza e ingenuidad de aquella época, pero que se convertiría en algo más cuando Clara —utilizando su sangre como conducto—, maldijera la pintura de su odio, impregnándola del odio que guardaba en su corazón. Un maleficio oscuro que inmortalizaría su alma hasta el día de hoy, y que reflejaría en el lienzo los dos sentimientos que fueron el motor de su vida: la ira en una parte de la cara, y la tristeza por el otro.
Su retrato fue colgado en la entrada de la quinta en su honor, pero con el correr del tiempo sucesos extraños hicieron que los empleados sospecharan de la pintura. Puesto que quien osara tocarla o moverla de lugar, sufriría una consecuencia devastadora en su vida. El ambiente de aquella mansión se impregnó de sufrimiento y maldad, donde cada mañana todos los cuadros y objetos recibían al sol al revés. Y quien se atreviera a ver directamente a los ojos la pintura de Clara; quien notara la ira y la tristeza reflejada en los dos polos de su rostro, recibiría la inquietante mirada de aquella mujer que muchos aseguraban que seguía viva por siempre, cobrando venganza de quien pudiera ponerle un dedo encima una vez más...
—Que triste... bien dicen que la plata no da felicidad —expresó Florencia al final del relato de Lucas—. Clarita lo tuvo todo, pero fue muy infelíz.
—Sí, por eso prefiero quedarme en la pensión, al menos con los gritos de doña Alicia estamos seguros —dijo Lucas sacándole un poco de drama a su relato.
—Tengo la piel de gallina —agregó Guillermo, aquella historia le había helado la sangre—. Y esa pintura, ¿existe todavía?
—Sí. Pero según la tienen escondida en el mismo sitio en que ella murió.
—¿Y qué fue del hijo? —preguntó Florencia—. Era chiquito cuando todo pasó, ¿no?
—Nadie sabe —respondió Lucas encogiéndose de hombros. Él también se preguntaba lo mismo.
—Vamos con la siguiente historia —interrumpió Santiago, se veía aburrido.
—Deberíamos irnos, ya es re tarde —propuso Florencia.
—¡Recién anocheció, no exageres! —le contestó Santiago de mal modo.
—Igual, ya nos pasamos de lanza. Tiene razón, mejor vámonos —agregó Guillermo.
—Sí, dale Santi. Mañana venimos nosotros dos, sin estos cagones —bromeó Lucas generando las carcajadas en su amigo.
Risas que pronto sucumbirían ante el grito agonizante que provenía desde un lugar tan lejos como para saber de dónde venía, y tan cerca para alcanzarlos y helarles la sangre. El grito provenía de algún rincón de aquel inhóspito lugar.
—¿Escucharon eso? —preguntó Lucas con miedo en los ojos. Todos estaban en un sepulcral silencio.
—Fue el grito... de una mujer —susurró Guillermo aterrado.
—Ya fue, vámonos. Esto no es gracioso —insistió Florencia esperando que se tratara de una broma más de sus impertinentes amigos.
—No es broma —recalcó Lucas.
Era la primera vez que lo veían tan serio. Ni siquiera en sus bromas más crueles ocultaba tan bien su picardía, por lo que tal vez, sí estaba hablando en serio. Aquellos gurises no sabían qué era peor, si el ruido infernal que acababan de oír, o el silencio abrumador que se hacía más incómodo con cada respiración, y que terminó por exaltarse al oír nuevamente aquel grito desgarrador acompañado de un llanto tortuoso. Veían a su alrededor y parecía no haber nada. Oscuridad absoluta. Y los nervios de los cuatro que ya empezaba a hacer mella en su pensamiento.
—¡Vámonos, por favor! —insistió Florencia con lágrimas en los ojos.
Todos parecían estar de acuerdo... menos Lucas.
—¡No! —interrumpió.
—Lucas, ¿qué te pasa? Ya fue, esto no es un juego —le respondió Santiago, quien siempre era su compinche en las bromas pesadas.
—Justamente, como no es un juego tenemos que hacer algo, gurises. Hay alguien gritando acá adentro, no podemos dejarla así como así —les explicó bastante preocupado—. Yo no podría conciliar el sueño si algo le pasa.
—¡No es momento para hacerse el héroe, gil! —contestó furioso Santiago.
—Váyanse ustedes, entonces. Yo la voy a encontrar.
—¡¿Estás loco?!
—No estás solo en ésta, Lucas —interrumpió Guillermo—. Tenés razón, yo tampoco podría dormir tranquilo sabiendo que alguien murió acá y podría haberlo salvado. Yo voy con vos.
—¿Es en serio? —preguntó Santiago.
—¡Ya fue, Santi! Si querés irte, váyanse con Flor —respondió Lucas, decidido a enfrentarse al peligro.
—¿Así a oscuras?
—Llévense el farol, si quieren. Ya fue —propuso Lucas dándole la única fuente de luz que había en aquel lugar.
Santiago no supo bien qué hacer. Aunque en el fondo, sí quería irse. Pero le entraba el remordimiento de tener que elegir y cargar con una culpa que ahora dirigía con la mirada hacia Flor. Ella tenía que decidir qué hacían.
—Te irás vos solo, Santi —sentenció ella—. No voy a dejarlos solos.
—¡Vamos, sean sensatos! —insistió una vez más Santiago, pero todos ya habían tomado su decisión: se quedarían—. Bien, ustedes ganan, me quedo también. Pero si algo nos pasa, es culpa tuya, Lucas.
Todos parecieron hacer oídos sordos de lo que aquel chico decía, y decidieron continuar por la opresiva oscuridad intentando acercarse a los alaridos enfermizos que se hacían más insoportables con cada paso que daban. El escalofrío que sentían al oírla gritar les hacía dudar si ellos podrían ser los próximos por estar en el lugar equivocado, y en el momento equivocado. Quién sabe a qué tortuosa muerte estaba siendo sometida aquella persona.
Cuanto más se acercaban, más extraño se iba poniendo todo. Los cuatro parecían oír lo que serían pasos por todos lados, como si una presencia estuviera oculta en las penumbras siguiendo cada uno de sus pasos. Acorralando a su presa hasta dejarla indefensa, tal y como se sentían.
—¿Qué es eso? —preguntó Santiago temblando de miedo.
—¿Qué? —respondió Lucas.
—Sentí algo, un escalofrío al sentir unos pasos detrás de mí. Creo que también un susurro —confesó con las piernas temblando.
—¡Si es una broma, cortala! —dijo Guillermo furioso.
—No... ojalá lo fuera —respondió llorando.
A lo lejos, se oía una vez más aquel alarido estruendoso de la mujer a la que buscaban, y que les helaba tanto la sangre que podían jurar que estaba a tan solo dos pasos de distancia.
—Yo creo haber oído algo —agregó Lucas—. Como unas correteadas.
—Ya vámonos antes de que nos pase algo, por favor —insistió Florencia entre lágrimas.
Todos se quedaron en silencio cuando el alarido fue tan fuerte que los alcanzó como una ráfaga de viento dejándolos completamente a oscuras, y temblando de pavor. No fue hasta que Guillermo logró ver algo en la oscuridad que el silencio se rompió.
—Miren... ahí. Se ve algo —señaló hacia una pared que reflejaba fuego y una sombra sospechosa.
—Vámonos, por favor —suplicó Florencia entre susurros entrecortados.
—No podemos dejarla sola, no estando tan cerca —le respondió Lucas acercándose al fuego.
Los demás le siguieron el paso, y al llegar, lo que presenciaron fue una escena digna de la más macabra pesadilla.
Una mujer estaba sentada y temblando en una silla que la mantenía sujeta a unas púas y un río de sangre a sus pies, mientras enfrentado, estaba el retrato siniestro de una mujer que expresaba dolor y chorreaba una pintura roja que tal parecía ser sangre... o tal vez la suya. Los chicos se quedaron sin reacción, inmóviles ante aquella escena tan perturbadora, y apenas les dió tiempo de reaccionar a lo que se venía.
Los cuatro percibieron atónitos cómo la mirada de la pintura se dirigía lentamente hacia ellos, aumentando sus ojos hasta dejar ver una mirada totalmente psicótica, como si reflejara locura, miedo y maldad al mismo tiempo. Aquello sería imposible de olvidar, pero aún más la extraña persona que se encontraba escondida detrás de ellos, espiando desde las sombras los pasos de los chicos. Ellos lo vieron aterrados. Poseía una gran capa negra y una máscara blanca como una estrella en la noche. De inmediato salieron corriendo despavoridos entre la inmensa y opresiva oscuridad de aquel lugar, ocasionando que algunos se separaran del camino de forma inevitable. Lo que en un principio había comenzado en un juego sobre cuentos de brujas, había terminado en un intento de huida por la propia supervivencia. Tenían que huir del mal oculto, antes que él los alcanzara y fuera demasiado tarde.
Sin embargo, huir de él era difícil cuando se entraba en pánico, tal y como los cuatro habían entrado. El miedo los llevó a adentrarse en un laberinto de locura sin una salida viable en medio de la oscuridad, donde cualquier mínimo ruido podría ser el mal a punto de alcanzarlos.
El Estrella del Norte era la sucursal del infierno, un lugar que todos parecían haber subestimado, pero al que Florencia siempre le tuvo respeto y mucho temor. Sin embargo, por haber seguido el juego, estaba metida en la boca del lobo, sin saber hacia dónde correr. Y es que cualquier lugar se veía increíblemente desolado y peligroso. Peor aún, se encontraba sola e indefensa. O al menos, eso creía. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, pudo vislumbrar aquella aterradora pintura de la mujer de otro siglo mirándola fijamente en la oscuridad. Sus ojos daban la sensación de brillar en la oscuridad, y su sonrisa parecía dibujada en el lienzo de una forma macabra. Estaba segura de que aquella señora no estaba sonriendo la última vez que la vió. Sea como fuere, aquello le daba escalofríos. Sin dudas, había una fuerza maligna reinando aquel lugar casi en ruinas, y ella estaba siendo víctima de su maldad. Aunque probablemente, esta última venía más de los humanos que de cualquier fuerza sobrenatural. Flor definitivamente no estaba sola. Muy cerca de ella pudo sentir el rechinar de los escombros ante una pisada que pretendía ser silenciosa, pero no lo conseguía. Un pequeño ruido que le erizó la piel y la obligó a esconderse casi por instinto donde pudiera. Aunque quisiera, ninguno de sus amigos estaba allí con ella. En cambio, pudo ver aquella máscara blanca brillando en la inmensa oscuridad mientras parecía olfatear el temor de su presa. Florencia podía sentir su respiración gélida tan cerca de ella, que lo que alguna vez sus padres en represalia le habían dicho sobre no respirar para evitar ser encontrada, esta vez adquiría el mayor de los sentidos posibles. Lo único que escapaba de su rostro eran lágrimas producto del terror extremo que estaba viviendo, y que se incrementó al sentir el grito agonizante de uno de sus amigos a lo lejos. Su mente estaba en blanco por el shock, por lo que no le dió tiempo para pensar en quién podría haber gritado. Pero sí para escapar de aquel enmascarado que estaba tan cerca de ella, quien se vió atraído por el alarido y se dirigió rápidamente hacia él, dándole tiempo a Florencia de salvar su vida. El pánico había nublado su mente por completo, ya solo importaba salvar su propia vida, así sea bajo la conciencia de que el grito mortal de alguien más, pudo haber salvado la suya.
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