Capítulo 26 - En la boca del lobo
Guillermo salió conmocionado de esa mansión. No era posible que Santiago no lo reconociera, tampoco que se humillara así ante aquel extraño. Sin embargo no lo reconocía, algo en su mirada delataba que Santiago ya no era él mismo, sino una especie de cadáver errante que obedecía las normas de un desconocido. No quería meter a Florencia en todo esto, ni sabía qué intenciones había detrás de la insistencia del tal Simón. Pero no tenía opción. Al parecer debía sacrificarla a ella también para mantener a salvo su oscuro secreto.
Al llegar a la pensión Florencia lo vió y se asustó. Tenía raspones y la ropa destrozada. Tal parecía que le habían dado una paliza.
—¡Guillermo! ¡¿Qué te pasó?! —preguntó ella. Él la quedó viendo en silencio, sorprendido y titubeando. No sabía qué decir—. ¿Qué pasa? Calmate. Estás pálido como si hubieras visto a un fantasma, ¿y estos raspones? ¿Qué te pasó?
—Vi... vi algo así como un fantasma —confesó él—. Dejame ir a mi casa, porfa.
—Pero, pará. Decime qué te pasó.
—Después hablamos, Flor.
Ella se quedó con mil dudas de lo que le había pasado. Pero jamás podría sospechar la verdad oculta detrás de sus moretones. Él por su parte debía procesar toda la información recibida, y pensar la forma de atraer a Florencia hacia una trampa mortal de la que no estaba seguro si saldría con vida. Incluso él. Pero estaba en manos de aquel hombre. No tenía opción más que obedecer. Era su cabeza o la de ella, y por más atracción que sintiera por ella, sería capaz de aplastarla con tal de seguir impune.
***
Lucía había regresado a la mansión de los Ferreira, pensando en la obstinación que Lorenzo tenía con eso de protegerla. Debía admitir que le parecía tierno, aunque a la vez lo odiaba por ello. No quería que arriesgara su vida por su culpa, y más en el turno de la noche que era cuando las cosas más extrañas sucedían. O al menos eso creía hasta que subió hasta su cuarto y se encontró de sorpresa a Manuel revisando su cuaderno de dibujos y anotaciones.
—¡Manuel! ¿Qué hace acá?
—Que lindo este dibujo. ¿Quién es este bebé?
—Disculpe el atrevimiento, pero no debería estar revisando entre mis cosas. A usted no le importa quién sea —Lucía estaba muy molesta con su jefe.
—Perdón. Sé que fui imprudente. Es que la estaba buscando y justo vi ese dibujo y me impresionó. Dibuja muy bien, Lucía.
—¿Me necesita para algo, señor?
—No. Solo quería saber si pudo dormir anoche con todo lo que pasó.
—Más o menos.
—Entiendo. Bueno, no se preocupe que ya tenemos al hombre ideal para protegernos. Tiene entrenamiento militar y todo, así que estoy seguro que lo de anoche no se va a volver a repetir.
Lucía no sabía qué decir.
—Si me disculpa, Manuel, tengo que ordenar mi cuarto.
—Sí, perdón. Y una vez más disculpe si me metí demasiado entre sus cosas. En verdad no era mi intención incomodarla. Con permiso.
Lucía sentía escalofríos de aquel tipo. Habían muchas cosas que no cuadraban en él, y sospechas que apuntaban en su contra, pero tampoco tenía pruebas reales que lo inculparan de algo. Sin embargo, no tenía dudas que Manuel no era una persona de fiar, ni tampoco tenía buenas intenciones al entrar a su habitación. Se sentía insegura y desprotegida, aún sabiendo que a partir de esa noche tendría a Lorenzo cerca y cuidando sus sueños.
***
Por su parte, Florencia se había quedado con tantas dudas al ver a Guillermo así que no podía perder la oportunidad de saber qué fue lo que había pasado. Al tocar la puerta de su cuarto éste la abrió. Aún se veía moreteado y con lastimaduras. También se mostraba nervioso. Estaba segura que algo extraño le había sucedido.
—¿Qué te pasó, Guillermo? ¿Te robaron? ¿Te peleaste con alguien? —preguntó una vez más—. ¡Decime por favor! Estoy con el corazón en la boca desde que llegaste.
—Es difícil para mí decirte esto, Flor.
—¿Qué cosa? Decime lo que tengas que decir, por favor.
—Es que... encontré a Santiago —confesó.
Lucía se quedó en blanco, como si hubiera visto a un fantasma pasar frente a ella.
—¿Cómo?
—Lo vi, era él. Era Santiago.
—Pero... ¿cómo lo viste? ¡¿Dónde?! ¡¿Dónde está?!
—Cuando fui a la feria, de casualidad me lo encontré. Estaba con un tipo ricachón y su comportamiento era extraño. Los seguí y me di cuenta de lo peor.
—¿Qué descubriste?
—Santiago está secuestrado, Flor.
—¿Cómo que secuestrado?
—Sí. Me atreví a meterme en esa casa y pude dar con Santiago. Lo tenían en una especie de sótano. ¡Está muy mal, Flor!
—¿Y qué pasó después? ¿Pudiste rescatarlo?
—Casi no salgo vivo de ahí, Flor. Estaba a punto de sacarlo cuando apareció el dueño, peleamos, me quiso matar porque al fin sabía la verdad, y tuve que salir corriendo. Santiago sigue allá de rehén.
—¡No puede ser! ¿Es en serio esto que me estás diciendo? —a Florencia le costaba creerle por más pose de inocente que pusiera.
—¿Estas lastimaduras no te dicen nada? ¡¿No viste el estado en el que vine?! —respondió molesto—. ¿Sabés qué? No me importa si me creés o no. Yo voy a ir al rescate de Santiago. Esta vez voy armado.
—¡No, no! No podés ir vos solo. Perdón, no quería que pensaras que no te creo. Es que... es demasiado loco todo lo que me contás.
—Pero es la verdad. Y cuando traiga a Santiago o muera seguro me vas a creer.
—No podés ir vos solo. Tenemos que avisar a la policía y que ellos se encarguen.
—¿Desde cuándo a la policía les importamos? No hicieron nada para salvar a Lucas, y tuvieron todo el tiempo del mundo. Perdón, Flor. Pero si me quedo esperando por ellos voy a perder a otro amigo más, y no estoy dispuesto a hacerlo. Voy a ir yo.
—¡No! Yo voy con vos. No te voy a dejar solo.
Florencia había caído una vez más en una de sus trampas. Pero ésta no era cualquiera, tal vez podría ser la última mentira en la que cayera; la más mortal de todas.
***
La noche iba llegando y con ella traía muchas sorpresas, de esas que es mejor no encontrar. Era la primera noche de Lorenzo trabajando como guardián de la mansión Ferreira a pesar de las advertencias de su madre. El lugar le parecía frío y desolado a pesar de estar habitado por personas que le eran ajenas, sobre todo los sirvientes, quienes parecían vigilar sus pasos. Aunque sus miradas amenazantes no lo intimidaban. A pesar de la casa de Ferreira ser inhóspita y un tanto frívola, Lorenzo estaba acostumbrado a los campos de batalla donde el enemigo siempre acostumbraba a esconderse entre las sombras en el momento justo de atacar. Sin embargo no debía bajar la guardia ante la aparente tranquilidad del lugar, a pesar de hallar en la absoluta oscuridad una trinchera ideal para refugiarse de cualquier enemigo.
Sus rondas nocturnas eran tranquilas hasta que le pareció ver a una sombra correr de forma súbita de un lado a otro al final de uno de los tantos pasillos. Cualquier mortal hubiese salido corriendo del espanto pero Lorenzo no sentía miedo, más bien curiosidad. Aunque la misma matara al gato como decía su madre, Lorenzo se aventuró con arma en mano hacia el sitio al que la sombra había corrido. Al llegar vió una especie de capilla en penumbras, o la imitación de una. Con un par de cruces en la pared que pronto comenzaron a voltearse lentamente hasta quedar invertidas. En ese momento supo que aquella casa estaba bajo la influencia de una fuerza maligna, tal como las historias de su madre le habían advertido. ¡Pss! ¡Psss! Oyó a un costado que alguien llamaba su atención. En medio de la oscuridad absoluta, en un rincón en penumbras brillaban un par de enormes ojos dorados que lograron estremecerlo.
—Tu corazón late tan fuerte que puedo sentirlo en mi boca —le dijo con una voz gutural, parecía venir de otra dimensión—. Sentís miedo por tu amada... así es como te late el corazón por ella. Pero tu linda novia ahora es mía, y va a ser mi ramera en el infierno sin que puedas impedirlo.
Su carcajada era diabólica. Logró estremecerlo y dejarlo sin reacción, hasta que sintió un grito a lo lejos y unos golpes. Lorenzo fue corriendo a ver qué estaba pasando. Era Lucía quien se había caído por la escalera.
—Signorina! Va bene?! —estaba desesperado al verla tirada en el suelo.
—Me duele mucho... la cabeza... no puedo ver casi nada —expresó ella echándose a llorar—. Váyase, Lorenzo. Váyase.
—No! No! Voy a chiamare il doctor! Non parle mas per favore —le pidió con los ojos llorosos—. Signor Ferreira! Ayuda, per favore! —gritó.
Manuel bajó corriendo las escaleras y se asombró al ver a Lucía allí tirada.
—¡¿Qué pasó?!
—È caduto dalle scale.
—¿Qué? —Manuel no entendía qué estaba diciendo Lorenzo. Hablaba muy rápido y agitado.
—¡La scalera, signor! ¡Se cayó!
—Voy a llamar al doctor, ayudame a levantarla y llevarla a su habitación.
***
Al cabo de un rato el médico llegó y la examinó. Lucía se encontraba muy mal, pero estable.
—Su pulso está bien. No hay evidencia de ataque al corazón ni nada parecido. Tampoco hay huesos rotos, pero me preocupa lo de los ojos —afirmó el doctor—. A pesar que no veo nada anormal, creo que debería pasar unas horas en el hospital para examinarla mejor.
—¿Cree que será oportuno moverla, doctor? El trayecto es medio lejos —respondió Manuel. Al parecer no quería que se fuera de la casa.
—Con mucho cuidado ella va a estar bien. Es solo para unos exámenes de rutina y descartar cualquier cosa.
—Está bien. Lorenzo, traé el auto, la vamos a llevar.
—Enseguida, signor.
***
Bajo la luz de medianoche Guillermo planeaba su nuevo golpe en el que Florencia estaba a punto de caer como una mosca directo a su telaraña de mentiras.
Ambos se escabulleron entre la oscuridad sin hacer ruido escapando de la pensión y abriéndose paso por las desoladas calles de Montevideo. Era un trayecto algo largo, por lo que requerían de paciencia y sigilo para no alertar a nadie.
Armados con un puñal y un farol cada uno se fueron metiendo más y más en el pintoresco barrio de casonas con techos puntiagudos escondidas detrás de grandes árboles. Una de ellas era la de Simón, quien los esperaba con los brazos abiertos y vigilando que todo saliera acorde al plan. Florencia no tenía idea que se estaba dirigiendo a la boca del lobo, y que el principal de ellos se hacía pasar por su gran amigo. No tenía ni idea del infierno que le esperaba una vez que pusiera un pie dentro de aquel palacio.
Allí dentro incluso el aire que respiraban estaba más quieto que las estatuas en cada rincón. No había moros en la costa, y eso los mantenía aún más en pie de alerta. Los faroles no iluminaban mucho más allá de sus propias narices, sobre todo en aquel pasillo oscuro al que se dirigían.
—Éste lugar me da miedo, Guille —susurró Florencia.
—Por acá es que lo encontré. No falta mucho.
—Tendríamos que haber avisado a la policía, esto es muy riesgoso —insistió.
—Sí, y se iban a mover como lo hicieron con Lucas y para encontrar a Santiago la otra vez, ¿no? Tuve que hacerlo yo solo.
—Quienes nos atacaron la otra vez son peligrosos, Guille. Estamos caminando en un campo minado.
—¿Querés irte ahora que ya estamos tan cerca de Santiago? —Florencia se quedó en silencio—. Si seguís hablando vas a alertarlos, y ahí sí vamos a estar en peligro. Lo rescatamos, escapamos de acá y ahí avisamos a las autoridades para que metan presa a esta gente. Ahora tenemos que continuar.
Florencia decidió seguirlo. Lo que no sabía era que estaba cometiendo un grave error al creer de nuevo en sus engaños.
A través de las sombras estaba siendo dirigida a su perdición, donde la aguardaba un retrato que parecía sacado del mismísimo inframundo. Estaba justo en la entrada al cuarto más oscuro de la casa. Era un cuadro que la estremeció por completo. En él estaba pintada una niña que de un lado de su cara expresaba ira, y del otro una profunda tristeza. Era el cuadro que Lucas comentaba aquella noche, el de la leyenda urbana que tanto la había perturbado.
—Es... es ella —expresó con su voz temblorosa—. La niña del cuadro, Guille —al apartar su mirada de aquel retrato pudo ver a Guillermo parado justo al lado de Santiago, observándola desde las sombras—. ¿Santi? ¡Te encontramos! ¡Tenemos que irnos ya! —su sorpresa fue enorme al ver que ninguno de los dos se movían. Estaban inmóviles mirándola sin emoción alguna—. ¿Gurises? ¡Vamos! ¡No tenemos tiempo!
—Perdón, Flor —dijo Guillermo, justo antes de que un golpe en seco la tumbara en el acto.
Florencia finalmente había caído en una trampa mortal de la que no había escapatoria.
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