Capítulo 22 - El diablo a todas horas
Lucía estaba de regreso en su habitación, donde incluso encerrada no se sentía segura. No había forma de que pudiera trancar la puerta. Ninguna silla o mesa se encontraba en aquel cuarto. Solo un tocador tan pesado como la cama grande en la que debía dormir.
Había experimentado la cena más extraña de su vida, pero juzgando el lugar donde se encontraba no le sorprendía en absoluto. Todo en aquella casa y en aquella familia era extraño. Las piezas no encajaban, y era su deber hacerlas encajar para llegar al meollo de todo este asunto. Todos los Ferreira actuaban como si algo más supieran y quisieran ocultar, pero a pesar del aviso de Mateo ella quería quedarse. Era la única persona capaz de salvarlos de la boca del lobo, y por eso debía andarse con sumo cuidado de ahora en más para no ponerlos en peligro. Manuel no podía darse cuenta que ella estaba tras las pistas de esa familia que a leguas se sentía disfuncional.
Lucía se sentía insegura en aquella casa. Dormir esa noche se le haría imposible. No tenía llaves para encerrarse, siquiera algo que pudiera trancar la puerta, y el sueño se rehusaba a llegar. Le restaba quedarse la noche en vilo mirando hacia la puerta, vigilando cualquier movimiento; cualquier actividad inusual por los oscuros pasillos de la mansión.
Ver hacia aquel rincón en la oscuridad vigilando al peligro oculto en las sombras le generaba un grado de tensión aún mayor que si lo tuviera enfrente. Sentía mucho miedo, el mismo que cuando era niña no la dejaba dormir después de sentir alguna historia de terror por la radio, o de leer algún cuento escabroso de Quiroga o Poe. Pero esto no era una simple historia. Era tan real como el aire que respiraba, por lo que una Biblia bajo la almohada era su mayor refugio para no sucumbir ante el pánico que tal vez... estaba justificado.
Entrada la madrugada, cuando los ojos penetrantes de los búhos iluminaban los bosques aledaños mientras el resto dormía, había alguien más que estaba despierto aquella noche, rondando los pasillos. Sus pasos se sentían como la vez que Lucía se llevó el susto de su vida. Parecían las pezuñas de una bestia deambulando por ahí en la oscuridad. Sentía sus pasos cada vez más cerca, como un galope que retumbaba sus sentidos hasta hacerlos añicos. Su corazón se estrujaba, su cuerpo se paralizaba de temor, y aún más cuando vio por la rendija de la puerta a una sombra pasar. Iba en dirección del cuarto de los niños.
La decisión más prudente hubiese sido quedarse. La niña que moraba en su corazón le hubiese aconsejado que se tapara hasta la cabeza y cerrara bien fuerte los ojos, pero su lado adulto y más audaz la llamaba a actuar para proteger a dos niños que podrían estar en peligro si ella no iba a su rescate. Por lo que en esta pulseada había ganado la valentía, o tal vez la imprudencia de lanzarse al vacío con apenas una Biblia que fuera su salvavidas en un abismo sin agua.
Al abrir la puerta y asomar apenas un ojo sobre ella fue suficiente para darse cuenta de quién estaba allí. Era esa sombra escalofriante que estaba justo enfrente de la habitación de los niños. Por un momento se paralizó. Quiso cerrar la puerta y esconderse como una niña, pero rápidamente cambió de parecer cuando vio que la sombra se asomaba por el cuarto de los pequeños tal cual la otra noche. Lucía se animó a caminar con lentitud hacia ella viajando por los pasajes sagrados de las santas escrituras a través de sus dedos temblorosos. El miedo se había apoderado de ella. El crucifijo que sostenía con su otra mano se movía inquieto de miedo sin siquiera poder controlarlo.
—Te expulso de esta casa, espíritu impuro, de esta familia y sus hijos. En el nombre de Dios... ¡Te ordeno que te vayas! —gritó Lucía sin estar segura de lo que hacía más que de sus ganas de protegerlos a toda costa.
La sombra se quedó quieta en la posición en que estaba. Como una imagen congelada en el tiempo en la que no volaba ni una mosca. Permanecía inmóvil y de espaldas a Lucía mientras miraba a los niños. Las cortinas de alrededor habían dejado de moverse. Todo, absolutamente todo, incluso su propia voluntad se había petrificado. Su corazón palpitaba escalofríos que erizaban su piel despojándola de su propia voluntad. De un momento a otro ya no sentía su cuerpo. Estaba parada allí en medio de la oscuridad como una estatua a la que no se le movía ni un cabello. El sudor frío bajaba por su frente, pasando por sus cejas hasta nublar su mirada, la cual seguía posada sobre esa sombra demoníaca que observaba a los niños entre las penumbras. Seguía inmóvil, todo se había detenido a su alrededor excepto el pensamiento de Lucía, y el palpitar de su corazón cada vez más acelerado, y aún más cuando oyó un susurro escalofriante desde atrás que decía: Tu alma va a ser mía.
Lucía se dió vuelta de inmediato pero allí atrás no había más que una inmensa oscuridad. Dió vuelta hacia la puerta de los niños y ya no había rastro de esa sombra demoníaca asomándose en la oscuridad para observarlos. «¿Habrá entrado?» se preguntó. La puerta estaba arrimada, por lo que no fue producto de su imaginación. Aquel ser espectral estaba ahí en el momento en que ella salió de su cuarto. Pero al entrar a la habitación de los niños no vió nada fuera de lo común, solo a Mateo y Martina durmiendo como si nada pasara. O al menos eso parecía hasta que observó con detenimiento a Martina y pudo notar que tenía unos leves espasmos. Poco después comenzó a hablar sola. Estaba teniendo una pesadilla.
—¡No...! Dejame en paz —murmuraba inquietándose cada vez más—. Mami... ¡No!
Lucía oyó un portazo detrás. Provenía de aquella habitación que siempre estaba cerrada. Aquella de donde salió el vestido deslumbrante que llevó a la fiesta de Zubiria. Aquella que le despertaba una curiosidad irresistible por abrirla pero que siempre estaba trancada, y esta vez no era la excepción. «¿Cómo puede estar cerrada si acabé de verla abierta?» pensó antes de golpear la puerta y preguntar si había alguien allí dentro. Pero no obtuvo respuesta.
Detrás suyo, a unos cuantos metros de distancia oyó pasos subiendo por la escalera. Era uno de los sirvientes que con cuchillo en mano la miraba de una forma inusual, de una forma que daba muchísimo miedo bajo la luz de la luna entre la oscuridad.
—¡Soy yo, cálmese! —le dijo Lucía—. Oí que alguien entró al cuarto de atrás, me asusté y no puedo abrir la puerta. No sé si hay alguien encerrado que necesite ayuda.
Unos segundos después el hombre respondió:
—No debería andar sola a altas horas de la noche —su voz inexpresiva le causaba escalofríos.
—Yo sé, pero estoy preocupada. Deberíamos ver si hay alguien ahí dentro —insistió, pero aquel hombre parecía no querer oírla.
—No debería andar sola a altas horas de la noche —repitió una vez más. Lucía notó con mayor detenimiento un rastro de sangre que se escurría entre sus mangas y su pecho, cayendo de gota en gota hacia el suelo.
—¿Está... bien? —Lucía se sentía más inquieta con el correr de los minutos. Algo no andaba nada bien.
—No debería andar sola a altas horas de la noche —repitió mientras iba subiendo escalón por escalón dejando un rastro de sangre detrás.
Lucía comprendió que era inútil, estaba hablándole a una pared que la aplastaría si no salía corriendo de allí. Por lo que fue de prisa al cuarto de los niños y se encerró junto a ellos. Trancó la puerta con una silla y se sentó acurrucada en el suelo mirando hacia la puerta toda la noche hasta que el cansancio finalmente la venció.
***
A la mañana siguiente sintió unos toqueteos que la despertaron de inmediato. Ya había amanecido pero para ella tan solo había pasado un instante del aterrador suceso que vivió anoche. Frente a ella estaban Martina y Mateo observándola con extrañeza.
—¿Está bien? —preguntó Mateo al verla con unas ojeras de no haber dormido nada.
—La vi... yo la vi... —murmuró Lucía levantándose. Se dirigió a la cómoda de Martina y husmeó entre los cajones hasta encontrar esos aterradores dibujos que había encontrado la primera vez que estuvo con ellos. Era la misma sombra de ojos dorados asaltando a una mujer moribunda—. Vos sabés quién es, Martina. Decime que la has visto, a la sombra —Martina comenzó a alterarse al ver esos dibujos, tenía ganas de llorar—. ¿Quién es la señora moribunda en la cama? ¿Es su mamá?
—¡Basta! ¡La está alterando! —gritó enfurecido Mateo.
—¡Quiero ayudarlos! Necesito que confíen en mí —le aseguró Lucía. Sus manos temblaban así como la de ellos—. ¿Soñaste con él, Martina?
Martina se largó a llorar de inmediato, y entre su llanto balbuceaban algunas palabras:
—¡La quiere a mamá! ¡Está muy cerca! —aseguró.
Lucía guardó de nuevo las hojas al ver que su llanto podía llamar la atención de alguien más en la casa, y efectivamente errada no estaba. Su padre de inmediato llegó preocupado.
—¡¿Qué pasa acá?! —preguntó Manuel.
—Tuvo una pesadilla, señor —respondió rápido Lucía. Mateo la miró con rabia.
—¿Una pesadilla? Bueno, pero ya pasó, tranquila. Estás con papá ahora —le dijo Manuel abrazándola—. ¿Vamos a desayunar? Los empleados tienen todo listo ya.
Pensar en esos empleados le generaba pavor a Lucía después de lo de anoche. Si con sus manos ensangrentadas habían preparado el desayuno prefería morirse de hambre antes que probar un bocado. Raro era que no tuviera pesadillas como Martina.
Pero tenía que fingir así como lo hacían los pequeños en la mesa y frente a la mirada atenta de su padre. Cualquier paso en falso los pondría en evidencia.
Lucía no se atrevía a comentar con Manuel todo lo que ha visto, pues sabía que en el fondo él podría ser el causante de lo que estaba ocurriendo en aquella casa. El silencio una vez más se apoderó de la sala hasta que fue Manuel el que dio el primer paso para romper el hielo.
—Lucía ¿pudo dormir bien su primera noche acá? —preguntó.
«No, no pude. El miedo me está matando» pensó. Pero debía ocultar lo que sabía y lo que había visto. No podía decirle que se tuvo que encerrar en el cuarto junto a los niños y permanecer la noche en vilo porque uno de sus sirvientes intentó matarla, tampoco que había visto a un ente demoníaco pasear por los pasillos en la oscuridad. Simplemente no podía decirle.
—Sí, Manuel. Dormí como un bebé —le respondió fingiendo una sonrisa.
—Que bueno, me alegro. ¿Le gustó su cuarto? ¿Se sintió cómoda?
«Me siento insegura y no quiero volver a dormir en ese sitio sin poder trancar la puerta con algo» pensó una vez más. Pero debía fingir: Me encantó el cuarto, gracias —respondió.
Sin embargo, aunque intentara actuar como si nada pasara, no podía fingir al miedo que le causaba ver parado en un rincón, casi que entre las sombras al mismo sirviente de anoche quien permanecía inmóvil como estatua vigilando la mesa, pero sobre todo a ella. Su mirada era tan asesina como la de anoche, y Lucía la reconocería brillando incluso en medio de la absoluta oscuridad. Le incomodaba verlo allí haciendo como si fuera un empleado normal cuando anoche había intentado matarla mientras repetía frases extrañas una y otra vez.
Debía ser fuerte y controlar su impulso de salir corriendo de ese castillo de horrores en el que se había metido.
—Lucía, hoy necesito que ayude en los deberes a Mateo que anda medio desmemoriado con la ortografía —ordenó Manuel mientras tomaba un sorbo de café—. Hoy voy a recibir a Simón por una cuestión de negocios.
Otro que no le generaba confianza alguna. Prefería estar lejos mientras esos dos se reunieran.
***
A la puerta de la mansión llegó una ostentosa cachila de negros y marrones elegantes que eran tan solo una probada de la riqueza que poseía su dueño, el también ostentoso Simón Zubiria quien acostumbraba a bajar de su carroza con un sombrero oscuro, el cual resaltaba su rostro tremendamente pálido y hacía juego con el bastón que era su fiel acompañante a cada visita que realizaba.
Manuel lo recibió en su oficina para mostrarle unos bosquejos de lo que sería su próxima muñeca. Se encontraba entusiasmado por el avance en sus planes, y con certeza, Simón también.
—Mirá, ese es el diseño de mi próxima muñeca —le dijo Manuel mientras servía un vaso de whisky—. ¿Me acompañás con uno?
—Sí, por favor. La verdad estoy impresionado con tu talento para el dibujo, Manuel. Se ve muy realista, tanto que... podría asegurar que he visto a esta muñeca.
—Tengo mi inspiración —respondió él con malicia.
—Y... esa inspiración tiene nombre y apellido, ¿verdad? —Simón sabía exactamente de quién se trataba—. Me recuerda a tu niñera, ¿puede ser?
—Tenés buen ojo, amigo mío.
—Es muy bella.
—Es la muñeca perfecta, y mi gran inspiración —aseguró Manuel tomándose un trago de su whisky.
—Y ¿para cuándo estaría lista?
—Paciencia, Simón. Mis muñecas requieren de mucho tiempo y dedicación para que salgan perfectas. Me va a llevar tiempo hacerla, pero estoy seguro que va a quedar hermosa, como todas las demás.
—Seguro que sí, yo espero lo que haga falta —ambos se sonreían con cierta maldad, pero lo que Manuel no sabía era que Simón escondía algo y parecía saber sus planes como si lo conociera de toda la vida.
Pero quien no terminaba de conocerlos a ambos era Lucía. De hecho, no tenía idea de la trampa mortal en la que había caído, y que ambos le habían tendido.
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