Capítulo 2 - La hora de la bestia
La mansión de los Ferreira era aún más tenebrosa por dentro. El lujo en cada rincón contrastaba con la quietud que generaba la incertidumbre de pararse en medio de una de sus enormes salas. Lucía se vió incómoda, vigilada por rincones oscuros y ecos de una voz muy lejana en su mente que le decía que algo no andaba demasiado bien allí. Aunque prefirió ignorarla y llamarse al raciocinio. Aquella oportunidad era una de pocas, y aunque hubiese sido recibida por unos sirvientes que más que seres humanos parecían maniquíes sin alma ni capacidad de hilar dos palabras seguidas, Lucía permaneció parada en la sala de entrada esperando por el senador. Luego de unos largos minutos, finalmente lo vió. Era un hombre muy apuesto, de traje gris que combinaba con la decoración de su hogar, pero que se iluminaba con su sonrisa amable y encantadora al verla. Lucía de inmediato se sintió intimidada por aquel hombre. No obstante, ella era una mujer obstinada, y estaba dispuesta a obtener ese trabajo, por lo que siguió a aquel caballero hacia su oficina, repleta de libros y un color marrón predominante que le daba un poco más de vida a su hogar.
—Así que viene por el puesto de niñera, ¿verdad? —preguntó Manuel mirándola fijamente.
—Sí señor, de verdad me encantaría desempeñar esa labor y sé que soy la indicada para eso —afirmó cruzando sus manos y sentándose casi al borde de la silla.
—Lucía... Salvatierra, ¿verdad?
—Así es.
—¿Usted no es la hija de la familia Salvatierra? ¿Francisco y Milagros? —inquirió Manuel bastante intrigado.
—Eh... sí. ¿Los conoce?
—Los he visto en distintas reuniones —confesó él sin ahondar demasiado en detalles—. Pero dígame, Lucía, ¿por qué quiere trabajar? Alguien como usted no lo necesita.
—Tengo mis motivos, señor —Manuel la miraba aún esperando una respuesta más convincente—. Quiero independizarme de mi apellido, y también tomar mis propias decisiones. Las mujeres hace años votan acá en Uruguay, creo que también es importante que trabajemos. ¿No cree?
—Por supuesto —le respondió con la sonrisa galante que la intimidaba—. ¿Tiene experiencia con niños, Lucía?
Aquella pregunta la descolocó por completo, tanto que la hizo temblar, como un escalofrío que le heló la sangre. Sin embargo, a pesar de su incomodidad, intentó seguir como si nada con la entrevista.
—Amo a los niños, señor —afirmó, aunque en su mente se repetía aquel pasado reciente que aún ardía, y que le quitó sus ganas de continuar y ser felíz.
—Mis hijos son algo especiales.
—Todos los niños son especiales, señor —expresó ella con una sonrisa tímida.
—Cierto. ¿Sabe, Lucía? Me gusta su vibra. Creo que podría ser una excelente compañía para mis niños, y más con mis deberes que casi no puedo estar en casa.
—Me imagino, señor. Debe tener muchas obligaciones.
—¡Ni se imagina! Me preocupa que mis hijos se queden mucho tiempo solos acá. Y es que por más que estén los empleados siempre, creo que necesitan una niñera junto a ellos. Alguien que juegue con ellos, que sea atento y los acompañe.
—Entiendo, señor. Me parece una decisión muy acertada de su parte.
—Gracias, Lucía. Bueno, si quiere conocerlos, por mí encantado.
—Sería un honor.
Lucía estaba ansiosa de conocerlos, por lo que siguió sin chistar al señor Ferreira a través de los pasillos y las escaleras hacia el cuarto de los niños. Pero le llamaba la atención dónde estaría su madre, y por qué no la había nombrado hasta el momento. Sin embargo, no era algo que le incumbiera, y no quería ser impertinente. Lucía confiaba que aquellos niños estaban en manos de un buen padre. Y así pareció cuando llegaron a su enorme habitación llena de juegos y dibujitos de los más variopintos en el suelo que notó cómo rápidamente escondían al verlos llegar. Los niños eran muy pequeños, una niña de trenzas que fingía una sonrisa en silencio, y su hermano, un niño con el cabello perfectamente peinado hacia el costado, parecía una versión en miniatura de su propio padre.
—Martina, Mateo... saluden a Lucía, su niñera —les ordenó su padre.
—Mucho gusto, señorita —respondieron al unísono, como si fueran un coro perfectamente orquestado.
—El gusto, es mío, niños —les dijo Lucía con una sonrisa—, que bonito cuarto tienen —le llamaba la atención lo ordenadas que estaban sus camas.
Aquellos niños no respondieron, solo se mantenían en silencio, parados con sus manitos enganchadas hacia atrás, como un par de soldados esperando la próxima orden.
—Son muy aplicados, ellos. Los enseñé a ser ordenados si un día quieren llegar a dedicarse a la política, es necesario el orden —confesó Manuel.
—Es una gran enseñanza, señor. Seguro es un gran padre —reiteró ella.
—Bueno, los dejo un rato para que se conozcan. Cualquier cosa si me necesita, estoy abajo en mi oficina —respondió Manuel antes de irse.
En aquel momento, los niños parecían haber relajado su sonrisa fingida para dar lugar a un rostro de inquietud, y quizás, hasta de miedo en sus rostros. Aunque aún seguían parados como un par de columnas sin reacción, atentas a quién sabe qué.
—¿Están bien, niños? —Lucía se sintió incómoda con la reacción de los pequeños—. ¿Qué pasa?
—Nada, señorita. ¿Le gustaría una taza de té? —le preguntó sonriendo Martina.
—¡Sería un placer! —respondió Lucía siguiéndole el juego.
Ambas se sentaron alrededor de una mesita redonda que tenía una tetera de juguete en el centro de un gran mantel rosado. Algo a su lado le llamaba la atención, era una muñeca de porcelana con ojos celestes, cabello oscuro, y una mirada triste que participaba contra su voluntad de aquel juego. Del otro lado, un osito de peluche observaba la escena.
—¡Gracias! —dijo Lucía aceptando su taza—. ¡Qué bonita muñeca! Tengo una parecida.
—¡No la toque! —bramó Martina enfurecida, y volvió a repetir—. ¡No... la... toque!
—¿Qué pasa? —Lucía tenía el corazón en la boca ante su reacción tan desmesurada.
—Martina... guardala —interrumpió desde atrás su hermano.
—¡No! No puedo dejarla en la oscuridad —gritó con miedo en los ojos.
Lucía no entendía nada. Y el silencio posterior tan incómodo de aquellos niños no ayudó en nada.
—Es una muñeca, no le va a pasar nada —se animó a decir Lucía.
—No, es más que eso. Y usted no lo entendería —le respondió aquella niña con rabia en sus ojos.
—Perdón, Martina —respondió con una sonrisa incómoda—. Sigamos con nuestro té, ¿qué te parece?
—Pídale perdón a la muñeca —interrumpió Mateo de forma tajante.
Lucía lo miró algo consternada, pero al ver su mirada desafiante, decidió seguirles el juego.
—Perdón, señorita. No quería herir sus sentimientos —le dijo Lucía mirándola con extrañeza.
Luego de que Martina tocara a aquella extraña muñeca y cerrara los ojos para sentir algo que no sabía qué era, la niña respondió: La perdona. Sigamos con nuestro té.
Su actitud le parecía rara, pero también sabía que los niños a su edad suelen tener mucha imaginación, y tal vez esa muñeca era muy importante para esos niños. Aún así, habían cosas que no cerraban de su relación con ella. Pero Lucía decidió seguir el juego en paz, hasta la hora de irse al anochecer.
—Muchas gracias por quedarse todo este tiempo con ellos, Lucía. Se lo agradezco —dijo Manuel con una sonrisa acogedora.
—Gracias a usted, señor. Sus hijos son unos niños encantadores.
—Espero verla mañana, por favor.
—Acá voy a estar. Buenas noches —se despidió subiéndose al auto que la llevaría de regreso a la pensión. Esperando que mañana fuera otro buen día como aquel.
***
Instituto abandonado Estrella del Norte
Lucas junto a sus amigos había decidido vivir una noche de exploración en un lugar inhóspito como lo era el ex instituto Estrella del Norte. Aquel infame lugar que durante décadas fue testigo de los crímenes más atroces cometidos con total impunidad contra personas inocentes. El acceso a ese lugar estaba clausurado, pero no tanto como creían. A través de un hueco en una de las puertas de acceso traseras, pudieron meterse al interior de un sitio que con solo poner un pie dentro se sentía su energía densa y maliciosa, sumado a las paredes derruídas por la humedad que le impregnaban una esencia más siniestra. Aquellos niños se sentían inseguros y obligados a mirar a cada rincón, pues sentían los ojos del mal oculto puestos sobre ellos.
—Lucas, ¿estás seguro de que deberíamos estar acá? —preguntó la gurisa que los acompañaba—. Este lugar me da escalofríos.
—No seas cagona, Flor —respondió él con una sonrisa picaresca—. Solo vamos a estar un rato y nos vamos. ¿No querías contar historias en un lugar único? No hay mejor que este sitio abandonado.
—Pero acá pasaron cosas re feas. Preferiría estar en el bosque, qué sé yo —reiteró mirando con temor hacia todos lados.
—Florencia tiene razón, Lucas. Este lugar da miedo —dijo otro muchacho detrás de él.
—¿Vos también, Guille? ¡No sean cagones, che! Solo vamos a dar una vuelta y ya fue.
—Acordate que doña Alicia dijo que no nos alejáramos tanto. ¿Y si nos pasa algo? —preguntó Guillermo.
—¿Qué nos va a pasar? Este lugar está clausurado hace pila. A lo mucho hay ratas acá. ¡No sean ortiva, vo'! Solo vamos a contar historias de miedo y ya fue —insistió Lucas ya enojado.
—Votemos, ¿vos qué opinas, Santi? —le preguntó Guillermo a aquel chico que se mantenía callado como de costumbre.
—Pienso que están siendo unas gallinas —sentenció Santiago, causándole una carcajada a Lucas.
—Listo, nos quedamos un rato —agregó Lucas entre risas.
Acompañado de su farol, siguieron avanzando en silencio entre una oscuridad que se hacía cada vez más opresiva en el antiguo orfanato. El único sonido que se oía era el de los vidrios rotos en el suelo ante las pisadas de los chicos, y el débil sonido de la llama titubeante de un lado a otro que alumbraba su camino. Entre los restos del lugar, pudieron encontrar el cuadro antiguo de una señora del siglo XIX que parecía cobrar vida con su mirada vigilante y silenciosa. Ninguno de los chicos sabía de quién se trataba, pero les daba una extraña sensación de incomodidad al verla que los obligó de inmediato continuar hasta adentrarse a lo que sería el corazón de aquel orfanato: la capilla. Dicha sala aún mantenía algunos bancos enormes mirando hacia la cruz postrada en la pared. Había algo en ese sitio que rápidamente les generó un repelús tremendo. Tal vez eran los manchones de sangre que habían en el piso y que conducían hacia lo que parecía ser una cámara de tortura diminuta, en el que apenas cabía un alfiler.
—Ya fue, deberíamos irnos —propuso Florencia bastante nerviosa.
—No, éste es el lugar perfecto para nuestra reunión —respondió Lucas ignorando una vez más el miedo en su amiga.
—Acá pudo ocurrir cualquier salvajada, quién sabe qué le hicieron al que metieron ahí —dijo Guillermo, concordando una vez más con Flor.
—Si quieren irse, váyanse, nosotros nos quedamos, ¿verdad, Santi? —El chico algo tímido asintió—. Si ustedes se quieren ir, ya conocen el camino. No los vamos a obligar.
Tanto Flor como Guillermo querían salir corriendo de ese lugar, pero les daba aún más miedo separarse del resto del grupo. Al mirarse con miedo entre los ojos durante un par de segundos, declinaron de la oferta de inmediato. Y es que a pesar de querer irse, no se animaban a hacerlo en la completa oscuridad. Lucas era el único que tenía el farol en su poder. Y tampoco se animaban a dejarlos solos ahí, por lo que decidieron continuar con su ritual.
—Éste es el lugar perfecto —dijo Lucas arrimando algunos bancos alrededor del farol—. ¿Y? ¿Quieren escuchar la primera historia de terror? —les preguntó sonriente, para él todo parecía un juego de niños.
—¿Vas a contar la de Clarita? —preguntó Santiago bastante entusiasmado. Ambos se sonrieron como dos compinches a punto de cometer una travesura.
Después de un silencio inquietante, Lucas comenzó con su historia:
—¿Vieron el cuadro que vimos tirado hace un rato? A que les dio miedo, ¿no? Bueno, agárrense bien porque esta historia va de algo relacionado con uno también...
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