Capítulo 15 - Huir de la oscuridad

El trayecto hacia la ostentosa mansión donde ocurriría la fiesta fue bastante incómodo. El silencio reinaba, y no precisamente por Martina y Mateo, sino también por Lucía quien se sentía perturbada por el rastro de sangre en la escalera; por el moretón de Mateo, y por sentirse en el traje de una mujer muerta. Estaba viviendo un cuento de terror de esos que le contaban de niña y tanto le aterraba para que no desobedeciera a sus padres, pero esta vez nadie se lo contaba. Lo estaba viviendo en carne propia y se sentía como un chaleco de once varas apuñalándole por el frente y por la espalda, asfixiando su respiración con cada minuto que pasaba.

—¡Llegamos! —exclamó Manuel—. ¿No es linda la casa? —nadie respondió, solo miraron hacia afuera con cierta curiosidad.

La casona era aún más ostentosa que la de los Ferreira. Predominaba el ocre claro, las fuentes y los colores vivos, muy por el contrario de lo que era el castillo Ferreira que más parecía un mausoleo a la soledad y tal vez a la misma muerte. Dentro de aquel palacio el blanco relucía por todos lados, haciendo juego con adornos de oro y largos vestidos de fiesta que acompañaban las risas de los presentes. Todo era lujo y pretensiones, y los Ferreira definitivamente no podían quedarse atrás.

De entre toda esa multitud de extraños se acercó uno, un hombre alto y cachetón con una barba igual de negra con algunas canas como su cabello.

—¡Ferreira! ¡Que alegría que hayan venido! —lo saludó alzando los brazos con una sonrisa—. Sean bienvenidos a mi casa, por favor, pasen. Los estaba esperando con ansias.

—Gracias, Roberto. Es un placer estar acá —expresó Manuel devolviéndole la sonrisa—. Te presento a mis hijos, Mateo, Martina, y ella es su niñera, Lucía Salvatierra.

—Es un placer recibirlos. Señorita —Roberto con suma educación tomó su mano y le dio un beso galante, que a ella no le agradaba del todo. Los protocolos le enfermaban—. Sea bienvenida, siéntase como en su casa —le dijo mirándola a los ojos de una forma algo... lasciva.

—Gracias, señor.

—El señor Zubiria es un gran coleccionista de arte —dijo Manuel intentando halagarlo—. Su casa casi parece un museo.

—¡Ay, Manuel! No exageres. Me gusta tener objetos preciados para adornar mi casa, y sobre eso también quería hablar contigo. Cosa de negocios —aclaró Roberto.

—¡Manuel Ferreira! ¡Qué sorpresa! —interrumpió Milagros de forma sorpresiva viniendo con una copa del más fino champagne—. Que bueno encontrarlo por acá, tanto tiempo.

—¡Señora Milagros! El placer es todo mío, que gusto en verdad —le dijo con una sonrisa que pronto se redirigió a Lucía.

—¿Y estos niños encantadores quiénes son? —preguntó ella.

—Mateo y Martina, mis hijos.

—¡Pero que cositas más bonitas que son! —expresó Milagros apretujándoles el cachete—. ¡Me los como!

—Y ella es Lucía... la niñera. Que casualidad encontrarlas juntas —señaló Manuel mostrándose algo incómodo.

—Un placer, Milagros Salvatierra —lo interrumpió de forma tajante y mirando de forma desafiante a su hija. Era extraño, pero actuaba como si no la conociera.

Lucía no entendía su reacción. Pero no iba a armar un escándalo en medio de una fiesta. A pesar de todo, estaba en su horario de trabajo.

Y aunque su hija no entendiera la reacción, Manuel parecía que sí la entendía, por lo que decidió cambiar de tema de inmediato.

—Bueno, Roberto y yo tenemos negocios que tratar, si nos disculpan —dijo Manuel retirándole con su viejo amigo.

El ambiente se volvió muy incómodo entre Lucía y su madre, quien la miraba con desprecio mientras intentaba simular que no la conocía.

***

Manuel y Roberto se alejaron un poco del bullicio para hablar de asunto de negocios. A Ferreira le intrigaba saber qué propuesta le quería hacer aquel hombre.

—Decime, Roberto. ¿De qué querías hablar conmigo?

—Sé que vos y tu madre tenían una colección muy famosa de muñecas... y que descontinuaron después que ella falleció. ¿Por qué lo hiciste, Manuel?

—Es algo de lo que no me gusta hablar, Roberto —expresó Manuel—. Me recuerdan a una época oscura de mi vida.

—¡Pero esas muñecas eran muy cotizadas, Manuel! ¿Qué fue lo que pasó para que se descontinuaran?

—Después de lo que pasó en el Estrella del Norte, ya ninguno de nuestros socios quiso distribuir las muñecas. Empezó un rumor de que estaban malditas, y nuestra familia entró en desgracia. Nos costó reponernos a todo ese escándalo —confesó Manuel.

—Pero, ¿qué tienen que ver las muñecas con lo que pasó? ¡Que gente absurda! ¡Estamos en pleno siglo XX! —expresó Roberto bastante molesto—. Decime, ¿conservás alguna al menos?

—Sí... la muñeca más preciosa que pude crear —recordó Manuel recordando a aquella muñeca de ojos azules que se asemejaba a su esposa—. Pero si lo que querés es que te la venda, no lo voy a hacer. No está en venta.

—¡Está bien! ¡Está bien! Pero sos consciente que esas muñecas podrían valer oro hoy en día, ¿no? —le aseguró Roberto dejando ver sus intenciones—. Es más, te propongo algo. Yo quiero volver a distribuir tus muñecas por todo el país. Vamos a venderlas como lo que son: unos auténticos tesoros. ¿Qué te parece?

—No sé, Roberto. Creo que todavía sigue presente en la memoria de la gente todo lo que ocurrió.

—Entonces las lanzamos con otro nombre. Dejame a mí que yo sé hacer negocios, y me encantaría hacerlos con un senador de tu calibre. ¡Eh! Quiero que lo pienses, y sobre todo, que vayas pensando en tu próxima muñeca, porque la voy a lanzar por todo lo alto.

Manuel no estaba seguro, pero las palabras de aquel sujeto lo convencían cada vez más sabiendo que no duraría para siempre en el parlamento ocupando el puesto privilegiado que ocupaba hoy en día. Y necesitaba una nueva gallina de los huevos de oro para mantener su honor y a su familia... y al parecer, ya tenía pensada a su próxima víctima. La muñeca que tenía en mente estaba frente a sus ojos, hablando con su propia madre.

***

—Que hermoso vestido, Lucía. Al fin te estás comportando como lo que verdaderamente sos —comentó Milagros disimulando que no estaba precisamente hablando con ella.

—Me lo prestó el señor Ferreira.

—Parece que la bondad es su vocación. Bien hicimos en elegirlo de senador —sentenció su madre—. Lo que me sorprende es que estés trabajando para él y no de la mano con él.

—A mí me sorprende su actitud, mamá. Parece que me negó frente a todos.

—¿Y desde cuándo yo crié a una hija niñera? —Milagros rió cínicamente mientras se tomaba un trago de su champagne.

—Crió a una hija honesta, eso debería bastarle.

—La honestidad no te lleva a nada. No te da dinero, ni apellido, ni posición social.

—Parece que eso es lo único que siempre le ha importado, ¿no?

—Lo único que me importa es que te cases con un buen hombre, y creo que Manuel es el partido perfecto. Miralo, tan elegante, varonil, con buen porte, adinerado. ¡Es todo un partidazo! No como ese zarrapastroso que llevaste el otro día a casa.

—Él también es un hombre digno, mamá.

—¡Ay Lucía, por favor! No me hagas reir. Es un mugroso que a la primera oportunidad que le extiendas la mano, te va a comer el brazo entero —aseguró Milagros con absoluta impunidad—. A esta altura ya deberías saber olerlos de lejos a ese tipo de hombres.

—¿Sabe qué? No vine acá a escuchar sus prejuicios. Si me disculpa tengo que seguir con mi trabajo —Lucía se dio la media vuelta, pero para su sorpresa, los niños no estaban allí. Hasta que alejado a unos metros de ella pudo ver a Mateo con cara de susto entre la gente—. ¿Dónde está Martina? —se preguntó aterrorizada.

Lucía se acercó corriendo a Mateo, quien daba vueltas buscando a su hermana con presuntas ganas de llorar. Su gesto en el rostro no la tranquilizaba en absoluto.

—¡Mateo, Mateo! Tu hermana. ¿Dónde está? —le preguntó Lucía tomándolo por los hombros.

—No sé... se fue por allá y desapareció —le señaló Mateo entre lágrimas.

El lugar al que había señalado daba hacia un pasillo que se iba volviendo cada vez más, y más oscuro conforme se adentraba en él, de Martina estar allí, sería fácil perderse.


***

La niña en efecto, estaba metida en lo que parecía ser un laberinto que se iba tornando cada vez más denso conforme cada pasito que daba. Pero algo en su semblante parecía no estar allí, no en ese plano. Sus ojos estaban ciegos y entrecerrados, como queriendo sentir lo que estaba a su alrededor, a pesar de que no hubiera nada más que oscuridad y candeleros extraños y antiquísimos. Sin embargo, Martina oía unos gritos agonizantes, llantos que había oído a lo lejos y que se iban haciendo más audibles conforme avanzaba entre las penumbras. Hasta que llegó el momento en que ya no solo fueron gritos. También se aparecieron frente a ella las imágenes de lo que parecía ser un edificio abandonado en mitad de la noche, bajo la luna llena, donde un muchacho de anteojos redondos se arrastraba para intentar huir de unas sombras negras y máscaras blancas como la luz de la luna que se colaba desde afuera.

Martina quería ayudarlo pero no podía. Aquel muchacho no la podía ver, ni sentir como ella sí sentía su miedo y el sufrimiento recorriendo cada poro de su piel. El horror tenía rostro, y se escondía detrás de aquella escalofriante máscara que estaba a un centímetro del muchacho, quien sufrió un fuerte golpe en la cabeza el cual sintió en carne propia la misma Martina, haciéndola regresar de inmediato hacia la realidad física, donde ya no se encontraba en el pasillo interminable en el que caminaba hacía un rato, sino en un cuarto que más que eso parecía un sótano lleno de baratijas, polvo y suciedad por doquier. Pero aquello no era lo más siniestro de ese inhóspito sitio, sino lo que aguardaba allí. En el lugar había una pintura enorme donde una niña daba la sensación de querer salir de aquel lienzo. Su rostro le transmitía tristeza en una mitad, y odio en la otra, y también sentía como si la mirase directo al alma, como una bruja de los cuentos que su padre le contaba para que ella y Mateo no se portaran mal. Pero había otra aún más siniestra que esa pintura... era el retrato distorsionado de alguien que chorreaba sangre sin cesar y que no era más que el vivo retrato de una mujer sentada frente a él, o al menos lo que quedaba de ella, pues se encontraba sin vida, aunque Martina podía oír sus gritos desgarradores, sus lamentos y sus pedidos de auxilio.

Pero Martina no estaba sola allí en medio del horror, sino que alguien más la observaba oculto en las sombras, alguien que le ocasionó el susto de su vida al verlo. Era el muchacho del que había tenido la visión, el muchacho de los anteojos que ahora estaban rotos, pero que la miraba de una forma perturbadora, como si no hubiera alma en él. El muchacho enseguida le mostró un puñal que tenía entre sus manos, y con una voz grave sentenció: Más vale que sepas correr lo bastante rápido como para poder huir de mí.

Martina entendió aquellas palabras amenazantes y se echó a correr con el corazón en la boca. Gritando despavorida por el oscuro pasillo mientras detrás de ella la perseguía aquel muchacho con la mirada perdida en otra dimensión, y que a pesar de seguirla caminando con el cuchillo en mano, cada vez lo sentía más y más cerca. Martina estaba desesperada, corriendo y pidiendo una ayuda que parecía lejos de llegar, aún más cuando en un descuido por mirar tanto hacia atrás se tropezó cayendo al suelo y quedando a merced de aquel sanguinario joven, el cual le recordaba a los sirvientes de la casa por su semblante ido, como si estuviera poseído por una fuerza sobrenatural más allá de cualquier entendimiento humano. Una fuerza que no tenía compasión siquiera de sus gritos y lágrimas implorando clemencia. Pero Martina no estaba perdida, aún en el momento más difícil alguien la escuchó y la salvó en medio de la oscuridad. Era Lucía, quien había sentido sus gritos y la tomó entre sus brazos para salir huyendo. Aunque quien huyó de ellas, fue el mismo joven que quería matarla.

Lucía y Martina por fin llegaron a la sala principal causando un alboroto que detuvo la fiesta por completo, tomando a todos por sorpresa.

—Martina, ¿estás bien? Mirame —le dijo Lucía bastante agitada mientras intentaba calmar las lágrimas de la niña—. ¿Quién era ese hombre? —Martina no podía hablar, estaba muy conmocionada por lo ocurrido.

Simón de inmediato se acercó a ellas preocupado por lo que había ocurrido.

—¡¿Qué pasó?! —preguntó.

—Alguien intentó atacarla, había alguien persiguiéndola ahí adentro, en el pasillo ese —le señaló Lucía.

—¿Cómo? ¿Estás segura de lo que viste muchacha?

—¡¿Acaso no le parece suficiente la reacción de la niña?! ¡Mire cómo está! —bramó Lucía totalmente enfurecida—. Ahí había alguien y quería hacerle algo.

—Debió ser uno de mis empleados... ellos no dejan que ningún intruso entre ahí —afirmó Simón algo confundido—. Capaz quería hacer que se fuera.

—¡Vaya manera de espantar a una criatura! ¡No son las formas de tratar a un niño! —siguió gritando Lucía, sin importar que los demás comenzaran a cuchichear a sus espaldas.

Manuel interrumpió la incómoda escena acercándose a ellos.

—Será mejor que nos vayamos —sugirió él—. Simón, por favor controle a sus empleados, nos dio un susto tremendo a todos. Con permiso. 

La fiesta para ellos había terminado, pero no para los demás presentes, quienes siguieron como si nada hubiese pasado. Milagros los contemplaba desde uno de los ventanal sintiendo desagrado por ver a su hija como una simple empleada. No podía creer lo bajo que para ella había caído. Pero pronto tomaría cartas en el asunto.

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