Capítulo 10 - El funeral
La noche había pasado pero la lluvia aún seguía. La tormenta estaba apoderándose de Montevideo con un gran ímpetu a su paso. La ventolera y algunas inundaciones a lo largo y ancho de la ciudad frenaban a muchas personas de salir de sus casas. Pero a la pensión no, por suerte ellos se encontraban lejos de aquella situación, sin embargo algo aún más grande que una tormenta los inundaba a todos quienes ya vestían de negro y recibían los arreglos florales que comenzaban a llegar al lugar. Lucía veía cómo el patio se condicionaba para el funeral de Lucas, el cual llegó pronto junto a los ramos contrastando entre la vida y el colorido de las coronas y el color sin vida de aquel ataúd que dentro de sí albergaba el cuerpo de alguien que alguna vez estuvo dotado de vida y con mucha para vivir. A su alrededor las lágrimas no se hacían esperar, sobre todo de sus padres quienes lloraban desconsolados sin hallarle explicación a lo que le había ocurrido a su joven hijo. Lucía se sentía identificada a través del dolor que aquella familia sentía. Al verlos podía revivir el sufrimiento de tener que enterrar a Pedrito y de aquel horroroso día en el que lo encontró ahogado en la pileta. Aunque los acompañaba en el dolor, prefería alejarse y ver a doña Alicia quien estaba recibiendo ya a las personas al velorio.
—Doña Alicia, ¿y todo esto? —preguntó.
—Ah, las flores sono inviati por il signor Ferreira —confesó la señora—. Hoy llamó dicendoti di non andare al lavoro.
—¿Cómo que no voy a ir al trabajo? Le voy a avisar que llego tarde, pero voy.
—No hace falta, Lucía —las interrumpió Manuel llegando con un paraguas en mano.
—¿Señor Ferreira? ¿Qué hace acá? —Lucía estaba totalmente sorprendida.
—Quería acompañarlos en este momento tan difícil, en verdad lo siento mucho —dijo mirando sobre todo a Alicia.
—Voy serviro les persones, permesso —dijo Alicia mirándolo de forma despectiva.
—Manuel, no hacía falta que viniera. Ya hizo mucho por nosotros —insistió Lucía.
—Nada puede ser suficiente tratándose de una vida, Lucía. Entiéndame que me siento culpable.
—¡Pero no lo es! Es algo que nadie pudo controlar, no estaba en sus manos ni en las de nadie.
—Por favor, no se enoje conmigo —insistió Manuel quitándose el sombrero.
Lucía vio su herida cerca del ojo, se veía como un corte que había sangrado mucho.
—¿Qué le pasó en el ojo?
—Me tropecé ayer y me di la cara contra el piso... pensará que soy un tonto —afirmó él con una sonrisa simpática.
—No, para nada. Solo que debería tener más cuidado. Pero venga, pase por favor.
La presencia de Manuel parecía incomodar a más de uno que lo miraban con cierto recelo en sus ojos, aunque al parecer, a él parecía no importarle. Entre quienes lo miraban así estaban Alicia y Lorenzo.
—Mamma, ¿quién es ese que está con Lucía? —preguntó al verlos muy juntos.
—Ah, il signor Ferreira... Manuel Ferreira —dijo ella con un tono burlesco—. viene da una famiglia ricca, é un senatore e tutto.
—¿Él es el jefe di Lucía?
—Sí, figlio. Non mi piace per niente quella famiglia, sobre todo sua mamma, a Nora.
—Per quello che mi ha contado della sua infanzia? —preguntó Lorenzo. Había oído durante años los relatos de la niñez y adolescencia traumáticas de su madre.
—Sí... io vi cosas figlio. Cosas difficili da credere.
—Entonces, cosa ci fa Lucia lavorando in quella casa? —preguntó Lorenzo preocupándose por ella.
—Non sé, figlio. Ella non quiere escuchar.
Mientras tanto, Lucía decide seguir acompañando a su jefe a quien parecía no importarle las miradas despectivas de los presentes. Sin embargo, a Lucía ya comenzaban a incomodarle.
—¿No quiere ir a otro lado, Manuel? —preguntó ella rascándose la frente.
—No, estoy bien, Lucía. Tranquila.
—¿Y sus hijos? ¿Con quién se quedaron?
—Ellos están bien, los dejé allá en casa porque no quería exponerlos a un evento así... además con la lluvia era mejor que se quedaran haciendo sus deberes. Están bien cuidados por los sirvientes.
Lejos de tranquilizarla, la última frase dejó aún más preocupada a Lucía, pues juzgando por su primer encuentro con aquellos sirvientes extraños, no les parecieron la mejor opción para acompañar a Mateo y a Martina. Solo esperaba que estuvieran bien hasta que su padre llegara.
***
En la mansión Ferreira el silencio reinaba a pesar de la lluvia suave que golpeaba sobre el techo y las ventanas y revoloteaba los sauces con el viento del temporal a lo lejos. Martina se había cerciorado de que no hubieran moros en la costa para lo que planeaba hacer, pero necesitaba la ayuda de su inseparable hermano, quien hasta ese momento dormía en su cama.
—¡Mateo! ¡Mateo! Despertate —le dijo ella.
—¿Qué...? ¿Qué pasa? —Mateo no entendía nada.
—Papá se fue. Es nuestra oportunidad.
—¿Sos boba? ¡Si nos descubren nos matan! —la aparente locura de su hermana terminó por despertarlo.
—Tenemos que salvar a mamá, Mateo. Es ahora o nunca —insistió ella.
—Pero no sabemos dónde está la llave.
—Hay que buscarla mientras él no esté.
—Yo ni en pedo me arriesgo... ya viste cómo se puso ayer —Mateo aún sentía escalofríos por lo que había ocurrido.
—Bueno, voy yo sola entonces.
—¡No, pará! —respondió Mateo, acompañado de un gesto de frustración mientras salía de su cama—. No te voy a dejar ir sola. Pero revisamos un poco, y si no encontramos nos venimos corriendo para acá, ¿tá?
—Tá —asintió Martina.
Mateo por su parte no estaba seguro de qué podía resultar de todo esto. Pero prefería acompañar a su hermana antes que vivir con la culpa si algo le pasara. Él al igual que Lucía, no confiaba en nadie en aquella casa más que en la propia Martina, aunque ésta a veces pecara de ingenua.
Los pasillos de la mansión estaban desolados, y parecía el momento perfecto para actuar.
—Tenemos que bajar hasta la oficina de papá —afirmó Martina entre susurros.
—Nos pueden ver... ¿y si está cerrado? —Mateo buscaba motivos para hacerla entrar en razón.
—Si tenés miedo, quedate. Mamá tiene mucho más miedo que nosotros —le respondió disponiéndose a bajar las escaleras con cuidado de no hacer ruido. Mateo no tuvo más remedio que acompañarla.
—¿Qué te dice? —preguntó él.
—Creo que está sufriendo, lo siento... no me quiere preocupar pero la noto triste —afirmó ella.
—Tenemos que proteger esa muñeca, papá no puede encontrarla —aseguró Mateo, antes de pisar un escalón de la escalera que hizo el ruido suficiente para alertar a una de las sirvientas que estaba en la cocina, y que de hecho actuaba bastante raro—. ¿Qué hace? —susurró Mateo al ver que se tambaleaba hacia adelante una y otra vez mientras hacía un cántico extraño, que se detuvo de inmediato al oir la madera y girarse hacia atrás.
Por suerte no alcanzaba a verlos, pero algo en su mirada psicótica perturbó a Mateo. Parecía poseída por el diablo o algo muy malvado, pues su comportamiento era errático. Él no podía dejar de verla, y de un momento a otro Martina había desaparecido de su lado. Estaba justo en la oficina de su padre.
—¿Estás loca? —susurró al ver su osadía—. Nos pueden descubrir, ¿vos viste el estado en el que está?
—Es rápido, Mateo. Ayudame a buscar —Martina parecía ignorar las advertencias de su hermano, quien ya se veía molesto y con mucho miedo por la situación en la que estaban.
Pocas veces habían entrado a aquel lugar, que para ellos parecía todo un mausoleo de estatuas, libros y cortinas gigantes. Su padre era muy minucioso con cómo dejaba las cosas, por lo que debían ser cuidadosos al buscar y no mover nada de su lugar o él se daría cuenta, y eso implicaría un castigo severo para ambos. Aunque ello parecía no importarle a Martina, quien había sacado de uno de los cajones del escritorio unas cartas que le llamaron poderosamente la atención.
—¿Qué es eso? —preguntó Mateo.
—Siento que es algo preciado para mamá —dijo ella cerrando los ojos y tocando el papel—. Estoy... estoy en otro lado...
Al tocar el papel sintió como si volara junto al viento directo a otra dimensión donde las personas bailaban tango alrededor de un acordeón al igual que en su ciudad, pero donde las calles eran el doble de grandes y las pintorescas cachilas se paseaban alrededor de una gigantesca punta blanca que se alzaba al cielo queriendo alcanzarlo a toda costa. Justo debajo de él, Martina vió a una joven cruzando la calle y dirigiéndose al correo para entregar sus cartas. Era una muchacha bella de ojos grises y cabello castaño que expresaba firmeza en su mirada.
—Buenas, quiero mandar estas cartas a Montevideo —le decía al hombre detrás del mostrador con una cara de ilusión que mantendría hasta llegar a su hogar.
No vivía en el mejor lugar, era un cuartito pequeño de madera con las cosas indispensables para vivir ella junto a una gatita blanca y peludita que la acompañaba apenas ella llegara. Martina veía a su propia madre a través de sus ojos tristes mientras acariciaba a su mascota.
—No puede ser que mi hermana casi no responda a mis cartas, ni me diga de vernos. ¿No te parece raro, Lilith? —le dijo tomándola entre sus manos y mirándola fijamente mientras jugueteaba con ella—. Ojalá esté bien.
De un momento a otro todo parecía temblar para Martina, sabía que estaba volviendo a la turbulenta realidad, y del estado de trance en el que solía meterse. Al salir de aquel estado dio un gran salto hacia atrás chocándose con una de las estatuas y ocasionando que ésta impactara con toda su fuerza en el suelo, quebrándose en miles de pedazos.
El miedo en los ojos de los hermanos fue instantáneo. Rápidamente corrieron a dejar las cartas donde estaban y huyeron de aquel sitio con el corazón en la boca. Sabían que estaban en problemas... en graves problemas que llegarían tarde o temprano, pero no imaginaban que al final de las escaleras los estaba esperando como un cazador que se había adelantado a su presa.
Arriba estaba la sirvienta que antes habían visto, con un cuchillo en la mano y una sonrisa psicótica. En su frente se marcaba una vena que parecía a punto de explotar.
—Fueron unos niños muy malos —les dijo con una voz ronca.
—Perdón, en serio —dijeron ambos con lágrimas asomándose en los ojos.
—Fueron unos niños muy malos —repitió con la misma sonrisa la sirvienta.
—No nos haga nada —respondió Mateo suplicando con sus manos.
—Fueron unos niños muy malos —seguía repitiendo aquella desquiciada mujer. Sus ojos parecía que se le estaban saliendo de órbita dándole una mirada macabra y redondeada que oscilaba entre los dos hermanos—. Fueron... los niños... del hospital... que vinieron... con el diablo dentro... —comenzó a repetir mientras bajaba los escalones en dirección a ellos—, y deben... estar con el cerdo y sus ángeles... tienen... que volar... a ver... al cerdo... —decía mientras su cuerpo avanzaba duro por las escaleras, como queriendo retorcerse y luchando contra algo que le impedía actuar con normalidad, pero que les causaba escalofríos a los pequeños hermanos.
Después de varias incoherencias, la señora alzó su enorme cuchillo, pero no consiguió atacar a los niños. Hubo algo que la detuvo, y en cambio, la atacó a sí misma. La mujer vio el reflejo de sí misma en el cuchillo y comenzó a llorar, justo antes de que decidiera clavárselo en un ojo mientras seguía sonriendo en medio de los gritos. Rápidamente se apuñaló el otro ojo asomándose una cascada de sangre de ambos.
La mujer se tambaleaba en su escalón de un lado a otro, intentando soportar el dolor pero con una sonrisa y alzando sus manos mientras parecía hablarle a algo en la cima: ¡Gloria a Dios! —repetía tambaleándose de un lado a otro mientras los niños gritaban asustados.
—Te oigo, Jesús, te estoy oyendo —decía haciéndole reverencia al cielo. Su cara estaba desangrándose por las heridas que se había hecho con el cuchillo—. ¿No lo oyen? —les preguntó a los niños con una voz serena—. ¡¿No pueden oírlo?! —les gritó antes de perder el equilibrio y caer escaleras abajo.
Martina y Mateo corrieron lo más rápido que pudieron, pero el cuerpo rodando de aquella espeluznante mujer los alcanzó y los hizo caer unos escalones junto a ella. Ambos estaban doloridos y asustados. Pero lo estarían más, sobre todo Mateo al ver la cara ensangrentada de la sirvienta mirándolo directamente a los ojos, ya sin vida. Lo que le hizo gritar con fuerza y salir corriendo junto a su hermana. Había rastros de sangre por toda la escalera, pero aún así la subieron para encerrarse en sus cuartos y trancar la puerta. Los demás sirvientes venían tras ellos, y rápidamente comenzaron a golpear la puerta con fuerza, sin cesar, como unos perros rabiosos queriendo derribarla para devorar a sus víctimas.
Los niños se arrinconaron en una esquina de la pared tapándose los oídos y llorando mientras gritaban totalmente asustados.
—¡Déjennos en paz! —gritó Martina temblando de miedo. Pero aquellos sirvientes no la querían oír.
Estaban atrapados entre cuatro paredes que si el miedo lograba penetrar, podría ser su fin. El tiempo se convertiría en su lenta agonía a partir de ese mismo instante.
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