Capítulo 1 - Un nuevo rumbo
Semanas después
Lucía había vagado por la ciudad sin un camino definido más que el de sentir que finalmente, por primera vez en su vida era libre de hacer lo que quería; de ser sí misma entre tanta falsedad de buen vestir. Por primera vez en su vida se había alejado de la cuna de oro en la que había nacido para experimentar el cómo era vivir con el tiempo justo para el día a día, en una pensión de mala muerte a las afueras del Centro de Montevideo. La habitación donde se quedaba era un espacio reducido de dos por dos, bastante añejo, con maderas que rechinaban y un olor a humedad que ni los rayos del sol provenientes de la ventana y su balcón con flores podían desaparecer. La cama tenía polvo, y le generaba dolores de espalda por la mañana, y eso si lograba dormir, porque a veces con el bochinche de los vecinos era imposible conciliar el sueño por las noches. Las paredes parecían ser tan débiles que hasta el ronquido del de al lado se podía oír como un mosquito zumbando en el oído sin cesar. Pero a pesar de todo eso, Lucía había obtenido allí la paz —o un poco de ella—, que en todos esos años durmiendo en aquel castillo como una princesa jamás había logrado. Era mejor así, tal vez el destierro fuera el mejor destino para ella y su familia.
Pero a pesar de haberse alejado, el sufrimiento la perseguía tanto que parecía impregnado en ella para siempre. Por las noches había algo más ruidoso que el escándalo de sus vecinos, y eran las voces del remordimiento que la hacían lagrimear deseando cerrar los ojos y que todo aquello fuera una pesadilla. Sin embargo, no lo era. Ni el umbral que separa a la conciencia del sueño la dejaba tranquila, al hacerla oír el llanto desgarrador de su bebé junto a imágenes de él en aquella pileta de la que ni en otra dimensión lo podía salvar. Aquel mal sueño siempre la hacía despertar de un sobresalto por las noches, dejándole un sinsabor en la boca durante el resto del día. Como si todo lo que estuviera a su alrededor le fuera ajeno de alguna forma. Sobre todo su muñeca de la infancia que siempre la veía sentada en la mesita de luz con su mirada impoluta que parecía vigilar sus sueños, y a la cual ya sentía extraña como a todo lo demás. No podía seguir así, tenía que salir de aquel abismo en el que había entrado, y la mejor manera era ocupar su mente en alguna actividad que al menos la alejara por un rato de la realidad en la cual ya no quería estar. Estar sola en aquella habitación, encerrada con sus pensamientos oscuros no le iba a traer nada bueno. Pero tampoco se sentía tan acompañada afuera en la pensión, a no ser por la dueña del lugar: doña Alicia, quien extrañamente siempre se pasaba a golpetear por las puertas de los inquilinos para cobrarles la mensualidad, mas en el caso de Lucía, la cosa era diferente. Apenas y se atrevía a pasar por enfrente de su cuarto. Aunque allá abajo —donde siempre la encontraba lavando bajo el enorme vitral sobre el patio interno, o en la cocina haciendo unos deliciosos guisos—, se mostraba siempre más abierta a charlar con Lucía. Aquella señora incluso parecía verla como a una hija, aunque intentara mantener la distancia por alguna extraña razón.
—Buenos días, Alicia —le dijo Lucía con una sonrisa tímida.
—¡Buongiorno, bambina! ¡Que bueno verte por acá. Decime cómo está el guiso —la recibió en la cocina acercándole un gran cucharón de madera del que emanaba un delicioso aroma y un vapor envolvente—. ¿Va bene?
—Muy bueno, Alicia. Usted es una genia cocinando.
—Va bene, va bene. Es para todos en la pensión. Además hoy viene mi hijo Lorenzo, mi figlio querido. Hace mucho que no lo veo.
—Me imagino, debe ser emocionante para usted —Lucía se sentía felíz por aquella madre, pero algo en sus ojos reflejaba tristeza al imaginar que hubiese sido ella unos cuantos años más adelante.
Su expresión cabizbaja fue vista por la señora, quien la miró de reojo.
—Bambina, ¿qué hace usted acá?
—¿A qué se refiere, Alicia?
—Usted es una muchacha muy bonita, elegante, bien arreglada... sus modales no son como los salvajes que viven acá. ¿Qué la trajo a esta pensión?
—Capaz... el querer reencontrarme con lo simple, otra vez —admitió Lucía cambiando rápidamente en cuanto vió el periódico arriba de la mesa—. Éste es el de hoy, ¿no? A ver si hay algún trabajo, necesito distraerme.
Hojeando entre las páginas y los anuncios del diario, pudo ver lo que podría ser el trabajo perfecto para empezar.
—Acá buscan una niñera, para dos niños, en la casa del senador Ferreira —le dijo Lucía algo entusiasmada—, creo que podría ser una gran oportunidad para empezar. ¿No le parece?
La reacción de Alicia no fue lo que hubiese esperado.
—¿Justo tiene que ser ahí, bambina? —preguntó con preocupación en su rostro—. ¿No has escuchado las historias que giran en torno a esa familia?
—No, no sé. Creo que he oído algo, pero Montevideo es chica y todos nos conocemos. Nadie se escapa de los rumores.
—Sí, pero lo de ellos fue muy sonado. Tanto que habemos muchos que ni nos atrevemos a pisar la misma acera por donde viven.
—Pero, ¿cuál es el problema con ellos, Alicia? —Lucía sonrió quitándole crédito a lo que la mujer le estaba diciendo.
—¿No oíste hablar del Estrella del Norte? Fue un escándalo mediático en su momento. Casi le cuesta la carrera al senador Ferreira.
—¿El orfanato?
—Era más que eso. Aunque yo diría que era la sucursal del infierno. Ahí desaparecieron niñas, jovencitas, mujeres ya adultas. Hubieron muchas muertes hace años en ese lugar. Y al parecer el diablo ronda los pasillos de ese lugar abandonado, y también a los Ferreira. Se dice que ellos están malditos por haber sido los benefactores principales de aquel sitio —le explicaba Alicia con bastante temor en su mirada.
—¡Ay, doña Alicia! ¿En serio va a creer en esas estupideces? Usted debería saber cómo es la gente, inventan cualquier cosa para hacer más grande cualquier situación. Capaz hayan ocurrido crímenes horribles, pero de ahí a pensar que es cosa del diablo, ¿no le parece mucho?
—Te sorprenderías de las cosas que yo he visto, querida —le respondió decepcionada.
—Yo la respeto mucho, Alicia. Sé que lo dice sin mal alguno, pero yo necesito esto ahora. Y cambiando de asunto, ¿por qué no ha ido a golpearme la puerta como lo hace con los otros? Parece que me estuviera evitando.
—Es que... esa muñeca tuya, mia cara... me da escalofríos de tan solo verla.
—Pero, ¿qué tiene? Es mi muñeca de la infancia. Le tengo mucho cariño, por eso la traje entre mis cosas.
—Perdón, tesoro. No me gusta. Me recuerda tanto a alguien... —le confesó con tristeza en su rostro—. ¡Va, va! No quiero hablar más del tema. Estoy muy ocupada.
La reacción de doña Alicia le había parecido muy extraña. Para ella, las cosas que aquella señora había dicho le parecían puros cuentos de hadas para contar a la medianoche a la luz de una fogata. Pero de todos modos entendía su reacción al ver a la muñeca. Su aspecto añejo y algo descuidado podría llegar a causar cierto repelús al verla. No obstante, lo que sí no entendía era su reacción tan preocupante cuando hablaron del tema. Parecía que algo la inquietaba mucho de aquel tema del ex orfanato. Pero no podía rehusarse a la oferta de aquel anuncio. Casi no habían oportunidades laborales para una mujer, y algo así no golpearía a su puerta dos veces. Por lo que decidió ir esa misma tarde a la mansión de los Ferreira. Aunque alguien en la puerta de la pensión se chocó con ella casi haciéndola caer si no la hubiese sostenido rápidamente. Era un muchacho joven y apuesto de piel trigueña y rulos que complementaban su semblante simpático.
—Scuse, signorina —le dijo con una sonrisa muy cerca de su rostro.
Lucía se apartó rápidamente de él, con molestia en su rostro.
—Fíjese por dónde camina. Con permiso —le respondió de forma grosera mientras se iba como ráfaga que lleva el viento.
Aquel muchacho decidió hacer caso omiso a la impertinencia de aquella joven de cabello castaño, y simplemente la observó por unos minutos con una sonrisa picaresca, hasta que finalmente vió a doña Alicia, quien corrió a abrazarlo al verlo.
—¡Mio figlio! —gritó emocionada mientras lo llenaba de besos y abrazos—. Mio bambino belo. ¡Te extrañé tanto!
—Comme stai, mamma? Yo también la extrañé demasiado. Fue duro estar lejos todo este tiempo allá... nuestra tierra no es lo que era, mamma —le advirtió con decepción.
—Ya me fui hace tanto de allá que apenas recuerdo cómo era, figlio mio. Pero déjame ver, eh. ¡Quiero ver que te regresaron como te tuve que dejar, eh!
—Sto bene, mamma. Fue difícil estar en la guerra, pero ya todo terminó.
—No sabes las veces que le recé a la virgen para que te trajera sano y salvo... pasé noches en vela leyendo tus cartas y rogando que estuvieras bien —Le dijo largándose a llorar.
Su hijo la abrazó con fuerza, también emocionado de estar de vuelta.
—Ya terminó, mamma. Ya todo acabó.
Aquel momento emotivo fue interrumpido por las correteadas de unos chicos que bajaban las escaleras de la pensión con una pelota en mano, y que no parecían reparar en lo importante que era el reencuentro para aquella madre y su hijo.
—¡Hola, Lorenzo! —dijo uno de los chicos, pasando rápidamente a hablar con la dueña de la pensión—. Doña Alicia, vamos a dar una vuelta. ¡No tardamos!
—¿Sus papás saben? Ustedes están mucho tiempo solos acá, si una no los cuida son un tiro al aire, eh.
—Sí, ellos saben. ¡No se preocupe! ¡Adiós!
—¡No se vayan tan lejos, Lucas! —les gritó Alicia—. Oh mio Dio! Estos niños me van a volver loca.
—¡Qué grandes que están! Ya son casi unos adolescentes. Recuerdo que cuando me fui apenas sabían caminar —reparó Lorenzo con una cuota de asombro—. Veo que está bien acompañada, mamma. Vino alguien nueva, ¿no es cierto?
—Sí, figlio. Sabes que la gente va y viene qui.
—¿Y esa muchacha que me crucé en la puerta? ¿Quién era? —le preguntó intrigado.
—¡Ah! Ella es la más nueva, eh. Lucía se llama. Es algo rara. Y parece que es más sorda que los muchachos estos.
—¿Por qué?
—Quiere trabajar en la casa de los Ferreira, y no acepta consejos de una vieja como yo, eh. Pero qué se le va a hacer, figlio. Andiamo, andiamo a la cocina que te preparé algo delicioso para hoy —le avisó con una sonrisa en el rostro.
***
Después de un rato yendo y viniendo por las calles de Montevideo hasta adentrarse en la zona más exclusiva del Prado, aquel lugar al que no quería volver, Lucía allí la vió. Era la afamada casa de los Ferreira, un lugar que parecía haberla estado aguardando con ansias, y que poseía un aspecto grisáceo digno de un cuento macabro. En frente, habían dos sauces llorones que le hacían reverencia a la entrada a lo que podría ser la oportunidad de empezar de nuevo.
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