Capítulo 9

El silencio se torna angustioso. Parece que cada segundo pase más lento que el anterior y que una eternidad los separe de volver a su actividad normal. Nequiel se mueve nervioso por la casa y Maximus, mientras tanto lo observa confuso. El joven está empezando a creer que sufre una sobredosis de información que no alcanza a entender.

Nequiel se acerca a una ventana cerrada para abrir una rendija, invitándolo a que se acerque a contemplar el exterior. Maximus recorre la distancia que los separa con pasos lentos e inseguros. Cada minuto que pasa en esta casa se le antoja más extraño, más incomprensible.

—Mira —dice su mentor.

Se aparta para dejarlo mirar por el pequeño resquicio por el que penetra la luz. Guiña un ojo para poder ver mejor. Unas sombras negras cubren el cielo. Se desplazan fugazmente por encima de sus cabezas, sus mantos oscuros aletean con precisos movimientos. Varias imágenes le cruzan la mente como un rayo en medio de una tormenta. Es como si ya hubiera visto antes a esos seres.

—Es como...

—Si nos estuvieran vigilando —completa Nequiel.

Maximus mira a su mentor antes de asentir con seriedad. Es como si los estuvieran vigilando, sí. ¿Pero por qué? En cierto modo Maximus, no sabe si en realidad está preparado para saberlo. No sabe si está preparado para saber qué son esas criaturas. Pero un deseo de conocimiento arde en su interior, quiere ser escuchado. Y le hace caso.

—¿Qué son?

Su mentor sonríe, pero su sonrisa no es una sonrisa normal, no. Es una mueca. Una mueca maléfica que infunde temor. De repente Maximus cree que el fuego que arde en él se extingue. Pierde las ganas de conocer.

—Son Invisibles —susurra.

Frunce el ceño volviendo a mirar por el agujero. Cada vez se alejan más. Se están yendo. El joven supone que las criaturas se han cerciorado de que el lugar está tranquilo y seguro. Pero, su mente inconsciente no le deja creer que esos seres puedan ser Invisibles. La imagen que siempre ha tenido de los Invisibles es la de los guardianes de La Élite. Personas normales y corrientes que salen del Edificio de Educación. Maximus repara entonces en que cada vez son más los elementos que no encajan en el puzle que hay compuesto formando el mundo que cree conocer.

—¿Cómo? Creía que los Invisibles...

Nequiel vuelve a interrumpir al joven. Siempre lo hace, pero a Maximus no molesta ya que es para enseñarle. A pesar de que cada palabra que sale por la boca de su mentor, lo enloquece un poco más.

—Sí, eso quieren que creas, pero como ya te he enseñado es toda una gran mentira.

Maximus asiente, intentando comprender lo que dice Nequiel. Por un momento trata de asimilar que desde La Élite le están engañando hasta no sabe muy bien qué punto. Empieza a preguntarse qué hay de realidad y qué de ficción en su propia vida. Incluso se cuestiona algo tan básico como si es verdad que respira, si es cierto que su corazón late.

—¿Se han ido ya? —pregunta Nequiel.

El joven echa otro vistazo esperando que así sea. La realidad es que no le hacen sentir seguro esas criaturas. Ni siquiera cree que a partir de este momento logre sentirse seguro nunca. Es verdad eso que se suele decir que se es más feliz en la ignorancia. Ahora sentirá siempre una tenebrosa sombra perseguirle, acecharle.

—Sí —responde el muchacho.

El mentor lo aparta de la ventana, la cierra y le indica que se siente. Mientras tanto Nequiel pone a hervir agua y se sienta en una silla del revés, con el pecho pegado al respaldo. Mira al muchacho como si examinara sus facultades y pudiera así leer cada uno de sus pensamientos. Maximus cree saber lo que está pensando: «¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar?» Esa es la misma pregunta que se está haciendo él.

—Bien, Sebito —dice por fin—. Te contaré todo desde el principio, pero siempre que estés dispuesto a escuchar hasta el final.

Maximus lo observa fijamente. Ahora es él quien trata de descubrir los designios de su mente, preguntándose si es de fiar. No tiene muy claro dónde ha ido exactamente a parar. Se suponía que iba a aprender la profesión de Agricultor para darle sus manos, su esfuerzo y su trabajo al Estado. Pero ahora ya no sabe a qué se está exponiendo. Qué es lo que le esconden con tanto ahínco. Vacila, pero finalmente asiente con rotundidad.

—Está bien. Me quedaré hasta el final.

La tetera hierve con fuerza como si celebrara la decisión de Maximus. Es un grito de júbilo, de triunfo. Y no puede evitar tener la sensación de que no es la única que se alegra. Nequiel se levanta acudiendo a la llamada de la hervidora. Maximus permanece sentado, examinando cada uno de sus movimientos con detalle. Su cometido está a punto de cambiar. Lo sabe. Lo siente en el pecho.

Nequiel se sienta de nuevo en la misma posición, poniendo la tetera y dos vasos en la mesa. Comienza a echar un poco de agua en uno de los vasos y el hilillo de líquido que sale origina un ruido que inunda la sala cortando el silencio.

—¿Té? —pregunta antes de echar agua en el otro vaso.

Maximus sacuda la cabeza, negándose ante la proposición de su maestro. Aunque le vendría bien beber algo para digerir mejor las noticias, parece que prefiere masticarlas sin ayuda. Tal vez eso le haga más fuerte, más valiente a sus ojos. Nequiel se encoge de hombros, termina de preparar la bebida y se lo ofrece.

—Pues yo tampoco. Prefiero el alcohol.

Maximus observa el vaso arrugando la nariz, para luego mirarlo a él que se ríe. Nequiel se abre la chaqueta para extraer del bolsillo interno un recipiente plateado con forma de botella. Desenrosca el tapón y bebe con énfasis. Después emite un suspiro y vuelve a guardarla.

—Vamos a ver. Esto te va a sonar muy fuerte, pero es la verdad: es todo una gran mentira.

El joven no termina de entender lo que quiere decir. Frunce el ceño mientras asiente, concentrándose en sus palabras. Pero sigue sin comprender qué es lo que le está transmitiendo su mentor. Cree que es demasiado para él, que no está preparado.

—¿Todo? ¿Qué todo?

Nequiel resopla, cierra los ojos y mira hacia el suelo, luego arquea las cejas, se muerde el labio inferior y mira hacia un lado de la estancia. Parece desesperado con Maximus. Tiene que comprender hasta qué punto es todo esto nuevo para él. Hasta qué punto está incrustado en la sociedad. Vuelve a clavar sus ojos en el joven. Su gelidez es como una espada que le atraviesa el pecho y le deja sin aliento. Es increíble la profundidad que puede llegar a tener una mirada.

—La realidad —dice—. Todo esto —añade haciendo círculos con el dedo índice, abarcando todo lo que los rodea—. Es una farsa. Vamos a ver. ¿Crees en el Dios Kilyan?

Maximus se sorprende ante la pregunta. Parpadea varias veces, incrédulo. ¿Acaso debe creer en él? Es una pregunta que nunca se ha hecho, pues son valores que le han inculcado desde siempre. Él los creó y por ello le deben su lealtad. Nunca ha dudado de ello, ¿por qué se lo cuestiona ahora? ¿Por qué este hombre le hace dudar?

—S-sí —titubea—. Sí, claro —responde más seguro.

Nequiel se ríe como un poseso. Maximus empieza a preguntarse si ese líquido que ingiere constantemente le hace bien. Para él, seguramente todo sean alucinaciones del mentor, imaginaciones de un pobre loco solitario. Y quizás hasta le haya echado algo en la comida para que dude incluso de su sombra.

—Ja. Lo que me temía. Pues, Sebito, es todo una gran mentira. La mayor mentira contada y que un pueblo entero ha creído durante generaciones.

Maximus no puede salir de su incredulidad cada vez más abismal.

¿Dónde me he metido? ¿Por qué me ha elegido precisamente a mí?

—Has bebido demasiado de esa cosa. Estás loco. Deliras.

Su carcajada vuelve a propagarse por la casa y un escalofrío recorre la espina dorsal del joven. Siente el miedo como un pinchazo al corazón.

—Llaman locos a todos aquellos que piensan, que tienen ideas propias. Tienes razón, es mejor ser un descerebrado como todo tu reino.

El muchacho mira con asco a Nequiel. No le gusta nada esa acusación. Piensa que allí viven así y les va bien. Para él es inconcebible que alguien pueda imponer sus deseos propios a los demás. Así no funcionan las cosas. No aquí.

—No somos descerebrados. Solo trabajamos para el bien de la comunidad.

Vuelve a reírse, cada vez con más ganas. Logra poner histérico a Maximus.

Todo esto no tiene gracia: son mis creencias, las de mi pueblo.

—Escúchate. Para el bien de la comunidad. Ja. ¿Para el bien de quién? ¡Piénsalo!

Sus palabras resuenan en el eco de la casa martilleando la cabeza del joven.

Me iría de aquí si pudiera, pero no puedo hacer eso. No quiero escucharlo más. ¿Quién es él para cuestionar nuestra impoluta sociedad?

—Cállate —responde.

Toma la bebida que le ha preparado, se la bebe de un trago, dejando el vaso con un golpe en la mesa, desafiándolo con la mirada. Está comenzando a tener sensaciones que nunca había sentido. Es como si por dentro todos sus órganos se pusieran de acuerdo para explotar uno detrás de otro y consiguieran abrasarle. Aprieta la mandíbula desviando la mirada.

—Eres un cobarde, Sebito.

Lo que me faltaba por oír de su boca. Jamás dejará de sorprenderme.

Con cada palabra nueva que emerge de su garganta sus dudas aumentan con esa sensación. Cree que se llama rabia, ira, o algo parecido. Nunca la había experimentado. Ni siquiera sabía lo que era sentir algo antes de estar aquí.

No sé si esto es bueno o será mi mayor debilidad. Lo que sí sé es que tengo miedo: solemos temer lo desconocido.

—¡Yo no soy ningún cobarde!

Nequiel asiente con esa estúpida sonrisa que nunca se le desdibuja de la boca, mientras Maximus aprieta los puños.

Cómo me gustaría borrársela. Pero yo no soy así. Nunca he sido así. ¿Qué me está pasando? ¿Estoy cambiando?

—Oh, sí que lo eres. Te niegas a aceptar la realidad y eso amigo mío, se llama cobardía. Y ahora vas a escucharme. Vas a escuchar lo que te da miedo saber. Te voy a desmontar todo tu universo en menos de cinco minutos.

Se niega. Se niega a esto. Quiere seguir viviendo en la ignorancia. Todo era más fácil sin saber y a él, le gusta lo fácil. A todo el mundo le gusta lo fácil, aunque se empeñen en desafiar a su naturaleza para envolverse de una apariencia que los desconoce, una envoltura más fuerte. La ignorancia es la base de la felicidad. Nequiel hace una mueca y alza la mano para que guarde silencio, como si estuviera escuchando algo.

—¿Lo oyes?

Maximus frunce el ceño y escucha. Nada. Silencio.

Definitivamente, mi mentor está loco.

—¿El qué? No se oye nada.

Nequiel sonríe mandando callar a su pupilo.

—Eso es exactamente lo que pasa. Rápido se acercan. Saben que han estado aquí, volvamos al trabajo. Actúa con naturalidad.

Le tiemblan las manos mientras desgrana el trigo como le ha indicado Nequiel. Él hace lo mismo enfrente del chico, pero el mentor parece más tranquilo, como si de verdad estuvieran haciendo eso desde hace rato. El silencio helado contrasta con el inmenso calor que le abrasa y le perla la frente de sudor. De repente, el silencio se resquebraja, se hace añicos, algo cae sobre el campo de trigo del exterior. Deja una brillante huella roja con su caída y luego estalla en llamas, incendiando su alrededor. Nequiel maldice por lo bajo con los dientes apretados y se levanta para mirar por la ventana.

—Míralos. Ahí están diciendo: estamos aquí, no lo olvidéis —murmura entre dientes con asco.

Maximus se reúne con él mientras sigue la dirección de su mirada. Una sensación de recuerdo le inunda, golpeándole la cabeza con fuerza. Ya ha visto esas criaturas antes. En un sueño. Sus harapientas túnicas tenebrosas se zarandean con el viento mientras pasean por el cielo encapotado, como si fueran sus dueños.

—¿Qué son? —murmura frunciendo el ceño.

Tal vez está empezando a creer a Nequiel. Tal vez su sueño no fuera un sueño y fuera real, pero ¿cómo?

El mundo se ha vuelto loco.

—Buena pregunta —contesta en el mismo tono—. Nos han dejado un mensaje —añade señalando con la barbilla el punto incendiado—. Son Invisibles, vienen a advertirnos.

El joven aprieta con fuerza el alféizar de la ventana, notando algo recorrerle el esófago, como una gran corriente de energía que se queda atascada en la garganta, un escalofrío por la espalda. Nunca ha creído que los Invisibles pudieran ser criaturas así. Sabía que eran guardianes. Él quería y quizá quiera, ser uno de ellos.

No. Definitivamente, estos no pueden ser Invisibles.

—Deduzco de tu silencio que sigues sin creerme —dice.

Su pupilo observa cómo cada vez hay menos mantos en el cielo, cómo se van disipando hasta desaparecer por completo. El silencio se evapora, el calor se extingue. Nequiel no le da la oportunidad de replicarle, ya que se aparta de la ventana, abre la puerta con energía y anda a paso ligero hasta llegar al lugar del incendio.

Maximus mientras tanto lo sigue con la mirada, sin moverse un ápice de su posición en la ventana. Su mentor sopla levemente, por lo que el joven se sorprende gratamente al ver un halo de luz celeste salir de su boca, como si de su alma se tratase. Así se exterminan las llamas.

Es increíble; es magia. Se agacha, coge algo del suelo y lo alza victorioso, mirando a su aprendiz con una sonrisa pícara en los labios. Se acerca a la casa, así que Maximus aprovecha para sentarse en la silla. Cuando Nequiel abre la puerta se evalúan y conectan. Ambos comprenden que hay algo que no va bien. El más mayor sabe qué es. Sin embargo, el otro se encuentra perdido.

El mentor se sienta con su postura habitual, ofreciéndole lo que ha recogido: una tableta digital. El pupilo la observa confundido, examinándola hasta que finalmente da un toque en la pantalla y se enciende. Suena el himno del Nivel Superior, de La Élite: tres notas sucesivas de piano, y aparece el símbolo de Magna: la balanza desequilibrada rodeada de una zarza ardiente.

Ambos intercambian otra mirada de comprensión mientras la imagen se desvanece y es sustituida por otra, aunque el fondo es el mismo. Maximus empieza a creer que comienza a entenderse con su mentor. Aparece Moshé Gedhighinks, su presidente, con su imponente mirada transparente que guarda miles de secretos. Con su severa expresión repleta de arrugas, marcada por sus pobladas cejas negras, siempre fruncidas. Sonríe falsamente y hace un gesto con la mano.

—Queridísimo pueblo hijo del omnipotente Dios Kilyan —saluda—. Todo es de todos, nada es de nadie. Todos somos todos, nadie somos nadie. Esto tiene un significado que debéis conocer a base de bien, o lo podéis aprender con unas pequeñas sugerencias.

—Eso ha sonado a amenaza —dice Nequiel muy serio.

El discurso prosigue, la cara le palpita al joven Maximus. Traga saliva, trata de sacar todo el jugo de las palabras del señor Gedhighinks, mientras a su cabeza llega de repente la imagen de Abadie Winslow con un agujero en la cabeza y un reguero de sangre corriéndole por la nariz.

No quiero acabar así.

—Sabemos que para que esto funcione correctamente debemos seguir unas marcadas pautas de comportamiento. Todo nos pertenece a todos, pero a la vez a nadie. Y todos somos alguien aquí, pero no podemos pretender ser más que nuestros compañeros. Y sabemos que hay gente que se está desmarcando profundamente de estos ideales fomentando su propio pensamiento. Y ahora decidme, ¿de verdad queréis esto? ¡Tendréis caos! ¡Tendréis destrucción! ¡Muertes! ¡Epidemias! ¡Hambre!

» No podemos permitir que esto ocurra. Un pensamiento individualizado puede acabar con toda nuestra sociedad. Un razonamiento vuestro puede destruir todo lo que hemos construido. Una reflexión puede extinguirnos, terminar con todo lo que hemos construido, el legado de nuestro Dios. La evolución de una mente puede ser el rayo que extienda la revolución. ¿Queréis eso? ¡No! Pues pensad y eso es lo que tendréis. Pero si queréis paz, dejadme a mí guiaros por el sendero de la luz.

La emisión se corta. Vuelve a sonar el himno y la imagen se difumina en una balanza desequilibrada. La tableta se desintegra sin hacer ruido, se le esfuma de las manos. El recuerdo de Abadie Winslow le golpea con más fuerza cuando se queda mirando el suelo de madera vieja.

—Quieren tenerlos bien atados. Tienen un buen ejército de sin cerebros. Hay que golpearlos fuerte, sin que se lo esperen —suelta Nequiel.

Saca la botella de plata de su chaqueta y vuelve a beber con ganas bajo la atenta mirada de su aprendiz. Los distintos pensamientos se confunden en la cabeza del joven. No sabe de qué parte está. En la Élite son unos asesinos y unos mentirosos, pero no quiere ser un traidor a su ciudad, a sus valores. Sin embargo, no sabe nada de los Inteligibles, hasta hacía minutos creía que eran seres mitológicos. Inexistentes.

—Cuéntame más —pide con la boca seca.

Nequiel sonríe complacido y vuelve a beber. Definitivamente, ahora empiezan a hablar el mismo idioma.

—Así me gusta, chico. Ellos son unos cínicos. El Dios Kilyan es una mentira más grande que todo lo que lo envuelve. Había un presidente y lo derrocó junto con el ejército del Estado, al que engañó. Era un militar, un buen político. Y luego montó todo esto. Cercó la ciudad con paneles reflectores con los que parece que el exterior está desolado y no permite al exterior ver lo de dentro. Después lavó el cerebro a todo el mundo. Es más fácil gobernar a una pequeña población idiota que a un país entero.

—Espera, espera un momento. ¿Estás diciendo que hay más gente ahí afuera? —suelta Maximus sorprendido señalando al exterior.

Nequiel resopla exasperado. Tiene que comprender que todo es nuevo para Maximus. No se asimila un gran engaño con el que has vivido desde que te gestaste en tan poco tiempo. Lo fácil es destaparlo, desfigurar las pinceladas que con tanto cuidado han dado otros.

—¿Es qué no has escuchado nada de lo qué te he dicho hoy? ¡Pues claro! ¿No pensarías que estabas solo en el mundo?

El joven baja la vista al suelo avergonzado. Es lo que ha creído siempre, lo que le han enseñado.

Supongo que en eso consiste la vida, en errar y aprender del error.

—¡Ay, por la energía de la magia! —exclama desesperado—. Pues eso es todo lo que tenías que saber.

Maximus lo observa aún incrédulo. Se le antoja todo demasiado..., breve. Pero aun así la angustia le ahoga. Ahora que sabe tanto, su futuro se torna difícil. Parece que Nequiel tiene una historia con fundamento para desmontar todo en lo que ha creído, pero no es tan fácil derribar una muralla inquebrantable.

No sé en qué creer ahora. Aún no sé cuál es mi sitio.

—¿Ya está? ¿Y ahora qué? ¿Y los Inteligibles? ¿Quiénes son?

Nequiel se levanta decidido, sus decisiones no le gustan mucho al joven Maximus; es un hombre alocado.

—¿Qué te creías? Es solo una mentira bien pintada para bobos. Eso ya te lo contarán ellos en otra ocasión, ahora debes prepárate.

Lo agarra del brazo, apretando con fuerza provocando que sus dedos se le claven en el hueso. Le hace daño, pero el dolor lo despierta, lo pone a la defensiva. El dolor es un aliciente. Estira de él, se levanta, se yergue con orgullo y fortaleza, aunque su aspecto no le permita sentirlo.

¿Pero qué más da mi cuerpo si yo lo siento dentro?

—¿Prepararme? ¿Para qué? —dice frunciendo el ceño—. Yo no he dicho que haya elegido estar de vuestra parte.

No es un desafío, pero suena como tal.

Yo solo quiero elegir por una vez, saber que estoy haciendo lo correcto. Eso es lo único que me importa; hacerlo bien.

Nequiel se ríe arrogantemente entrecerrando los ojos.

—No era una opción ser de los nuestros. Has de prepararte para luchar.

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