Capítulo 3

Tras días de camino en coche, dejaron atrás un centenar de poblaciones que eran asediadas por los enemigos del reino. Se dirigían de nuevo hacia el sur, para encontrarse con el rey Nacan en el palacio del que no deberían haber salido. Al parecer Eileen era el único lugar que no había sido atacado todavía. Quizás por haber sido erigido en sí mismo por la propia Riska, quedaba protegido por su aura.

Siena guardaba la esperanza, cada vez que veían las llamas a lo lejos, de que su ciudad no hubiera sido atacada. Permanecieron en silencio los tres días que duró el trayecto, conmocionados por todo lo ocurrido.

Onelee se lamentaba de que las hubieran llevado allí. Si Din-Lebdub no hubiera acudido tan rápido ambas yacerían entre los escombros de la fortaleza. Por otra parte, el soldado dedicaba sus pensamientos a sus compañeros caídos. No podía entender nada de lo que había pasado. Cómo era posible que un mundo sin guerras, cuya gente era tan afable, el odio se hubiera apoderado de ellos tan rápido como se extiende el veneno y hubieran conseguido enterrar un centenar de ciudades bajo su oscuridad llena de rabia. No conseguía entender de dónde había brotado toda esa maldad.

La princesa no dejaba de pensar en aquellos hombres gigantescos en cuyos ojos vio cómo ansiaban su muerte. Tampoco podía evitar recordar a su padre. Se preocupaba por él, si había muerto todo estaría perdido. Pero a la vez estaba muy enfadada con él y sentía un profundo peso en el pecho que no la dejaba respirar. De no haber sido por su fiel guardia estaría muerta. Y todo porque el rey no quería escucharla, solo la apartaba pensando que así se solucionaban los problemas. Esa vez solo hizo más que empeorarlos.

—¿Cómo han sabido dónde encontrarme? —se atrevió a preguntar Siena en un susurro.

Din-Lebdub y la princesa se habían apartado de la nodriza. Habían parado un breve rato antes de continuar su viaje hasta su hogar. El guardia necesitaba descansar si no querían estrellarse en algún momento. Así que aprovecharon que habían dejado atrás las ciudades que eran acechadas por el mal, para tomarse un respiro antes de iniciar el último tramo de su travesía.

El joven se detuvo a mirar a la princesa, mientras le tendía un trozo de pan que acababan de comprar en una tienda cercana a la carretera. Tragó el bocado que acababa de darle al suyo antes de responder.

—Supongo que habrá sido pura casualidad. Han empezado a atacar las ciudades más alejadas según parece. Seguirán el avance hasta llegar a Eileen, supongo. Por eso lo mejor es que volvamos allí y nos hagamos fuertes.

Siena mordió el pan, masticó la comida, así como las palabras de Din-Lebdub, tratando de asimilarlo.

—¿Para qué me necesitan? —fue lo único que se le ocurrió.

Su interlocutor se encogió de hombros. Bebió un trago de agua, pensando una respuesta que valiera a la mente colapsada de la princesa.

—Eres la heredera. Eres un obstáculo. Igual que tu padre. Aunque creo que el rey Nacan te da más importancia que la que mereces.

Las palabras de Din-Lebdub cayeron sobre ella como un jarro de agua tan fría que le cortaron el aliento. Pero lo que más le dolió fue saber que tenía razón. No era tan importante.

Sin una palabra más volvieron junto a Onelee, dispuestos a recorrer el camino que les separaba de su hogar. Su salvación. Aunque a veces lo que creemos que es nuestro refugio, es lo que más nos destruye.

Al atardecer del tercer día vislumbraron las torres más altas del palacio de Eileen recortadas en el cielo. Los tres sintieron un gran alivio y hasta se les escapó un suspiro. Estaban a salvo. La ciudad estaba intacta, sin restos de ninguna batalla. Din-Lebdub aceleró para llegar cuanto antes y guarecerse tras los muros. Entonces a Siena se le pasó un fugaz pensamiento por la cabeza. Quizás solo hubieran dejado lo más importante para el final, para alardear de su ferocidad y potencia guerrera destruyendo antes todo a su paso, alargando la barbarie y el horror hasta extenuar las fuerzas de los que osaran luchar contra ellos. Sacudió la cabeza para evitar pensar en ello y descubrió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Onelee le estrechó el brazo, también emocionada.

—Ya estamos en casa, mi niña —susurró con la voz rota.

Din-Lebdub saludó a los hombres que hacían guardia junto a las puertas del castillo y estos al reconocerlos comenzaron a gritar avisando a los demás para que el rey Nacan fuera informado cuanto antes. Aparcó el coche en el jardín y se apresuraron a bajar. Siena puso los pies en el suelo tambaleándose, así que aceptó la ayuda que le prestó Din-Lebdub para mantenerse en pie. Después ambos ayudaron a la nodriza a bajar, miraron al frente y se sintieron más aliviados al estar frente a las puertas del palacio. De repente se abrieron, apareciendo tras ellas el rey Nacan acompañado de algunos soldados. Bajó apresuradamente las escaleras para situarse frente a ellos. Le dio la mano a Din-Lebdub, que el joven estrechó con orgullo.

—Gracias por el servicio prestado, por favor ve a descansar. Sabía que no me defraudarías.

Din-Lebdub asintió dedicándole una media sonrisa de agradecimiento al rey. Pasó junto a él antes de desparecer entre las puertas de palacio. Nacan miró un instante con seriedad a su hija y dio un paso al frente. La rodeó con los brazos torpemente sin decir nada. No se le daban bien aquellas muestras de afecto. Inmediatamente se apartó y sin volver a mirarla se giró hacia Onelee. Le dio la mano también a ella.

—Onelee, creo que ya ha llegado la hora de jubilarte. Digas lo que digas no precisamos más de tus servicios. Puedes seguir viviendo aquí —hizo una pausa, apesadumbrado pensando cuánto tiempo les quedaría allí—, pero no quiero que vuelvas a exponerte a estas situaciones de riesgo.

La anciana fue a protestar, pero el rey se giró dando por terminada la bienvenida y volvió a perderse entre los pasillos de su suntuoso palacio. Tenía mucho trabajo que hacer. Onelee abandonó a Siena en su habitación. Ambas se retiraron a asearse y a descansar. Después de un buen baño caliente lleno de burbujas que la princesa consideró el mayor lujo que había tenido en su vida, se echó en la cama. Jamás había apreciado tanto esos placeres como hizo aquel día.

Tras dar varias vueltas intentando que no acudiera a atormentarla todo lo que había vivido aquellos días al cerrar los ojos, consiguió conciliar el sueño.

Fue un sueño de pesadillas, lleno de seres oscuros, malévolos y gigantescos que trataban de atraparla entre sus manazas mientras destruían todo a su paso. Esas criaturas se habían adueñado de su mundo, deformándolo por completo. Cuanto habían construido, cuanto habían desarrollado, todo quedó reducido a cenizas bajo sus monstruosos pies inexistentes.

No vio nada concreto en aquel lugar al que la había mandado su conciencia. Lo único que tenía claro era que venían a por ella. El sentimiento de que se acercaban y no podía hacer otra cosa que correr, la agobiaba consumiendo el poco oxígeno que esos seres habían dejado a su alcance.

Todo estaba envuelto en llamas, el calor era abrasador. Todo era fuego y entonces..., de repente se despertó sudando con la boca seca y el corazón a punto de salir del pecho. Miró a su alrededor desorientada. Estaba a salvo en su habitación, aunque no sabía por cuánto tiempo. Estaba oscuro, no sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero empezaba a tener hambre. Se levantó y salió de la habitación dispuesta a ir hasta los aposentos de Onelee para que la acompañara en la cena. Cuando bajaba por las escaleras se dio cuenta de que el despacho del rey estaba abierto, sin guardias en la puerta y las luces estaban encendidas. Se detuvo un momento evaluando si debía acudir a hablar con él o no.

No iba a ir, pero al final necesitaba hacerlo. Así que se acercó para encontrarse a su padre de pie apoyándose en el escritorio con la cabeza agachada. Tocó a la puerta provocando que el rey Nacan se girase. La miró con dureza, pero le hizo un gesto para que pasara y cerrara la puerta tras de sí, mientras él tomaba asiento. Siena avanzó hasta el escritorio para permanecer frente a su padre.

—Quería hablar de unas cosas contigo —dijo ella al principio titubeante pero después más segura.

Nacan hizo un gesto con la cabeza para que hablara. La expresión de su rostro denotaba que no le interesaba demasiado lo que ella tuviera que contarle o preguntarle. No quería tener que discutir con niñas. Estaba cansado.

—¿Por qué no le pides ayuda a Riska? Onelee me ha contado la historia de Carena. Riska no querría nada de esto, nos ayudaría.

El rey mantuvo su mirada fija en su hija durante unos instantes, con el rostro sin una pizca de emoción.

—Tú no sabes nada. Eres una niña que se ha vuelto a dejar embaucar por los cuentos de hadas de una vieja —repuso con frialdad.

Tanta frialdad dejó a Siena helada por un momento, pero rápidamente se repuso. No se dejaba aplacar fácilmente, ni siquiera ante los desplantes del mismísimo rey de Naenia.

—No soy ninguna niña. Por tu culpa casi me matan. Si me hubieras dejado aquí... ¡Si me hubieras escuchado! ¡Por muy rey que seas no siempre tienes la razón! —gritó.

El rey se levantó enfurecido de su silla y la señaló con un dedo, dando por fin alguna muestra de humanidad.

—¡A mí no me levantes la voz! ¡Y como soy el rey, yo soy el que toma las decisiones! ¡Sobre ti o sobre el reino!

—¡Es que yo no soy una posesión tuya! ¡No soy como un reino! ¡Soy una persona! ¡Y no me puedes tener confinada toda la vida!

Al escuchar aquellos gritos los guardias que estaban cerca acudieron a la sala para defender a su rey de cualquier amenaza. Nacan les hizo un gesto para que no se acercaran, miró a su hija con indiferencia y volvió a sentarse. Adoptó de nuevo su mueca impasible, sin la que la princesa no lo conocía. Ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que lo vio sonreír.

—Soy la futura heredera al trono. O lo sería si no se hubiera iniciado toda esta guerra sin sentido. Pero igualmente tu obligación es enseñarme mi deber y lo único que haces es apartarme —siguió diciendo la princesa.

—Mira, sabes que —empezó a explicarle como si fuera estúpida—, eres una niña y todo esto se te queda grande. No tienes ni idea de nada y crees que sí. ¿Acaso piensas que no he acudido ya a hablar con Riska? ¡Qué buena idea has tenido! ¿Se te ha ocurrido a ti sola? Pero resulta que nos enfrentamos a algo tan grande que ni siquiera ella sola puede ayudarnos...

—¿Qué es? —le interrumpió.

Nacan la fulminó con la mirada.

—Es una fuerza muy oscura que no puedes imaginar. Ahora vete.

—¿Entonces no tenemos nada que hacer?

El rey se giró a los guardias e hizo un gesto para que volvieran a llevarla a sus aposentos. Siena se quitó de encima los brazos que la cogían. Aún tuvo el valor de mirar a su padre con desprecio, pero también con pena. Se zafó de los guardias y volvió por su propio pie a su habitación donde siguió teniendo pesadillas con el mismísimo infierno. 

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