Capítulo 26

Nunca se había conformado con quedarse callada. Sabía que los problemas no se resolvían solos. No era de las que se conformaban. Y aquella vez tampoco iba a hacerlo. Haría todo lo posible, pondría todas sus fuerzas en ello. Aunque tuviera que dejarse la vida en ello. No le importaba. Sabía que lo único que podía limitarla era ella misma. Y no pensaba ponerse ningún límite más. Así que una tarde aprovechando que había una reunión, Maximus y Siena se escabulleron.

Se alejaron en la misma dirección que aquella mujer con la que había hablado. Quizás aún estuvieran a tiempo de encontrarla. Pero eso no era tan importante. Siena había conseguido encontrar un pequeño espejo de mano, y se lo había llevado antes de que la persona a la que pertenecía se diera cuenta. Esperaba que con eso sirviera para poder abrir un portal que los llevara a Carena.

Solo había contado con Maximus porque sentía que era el único en el que en realidad podía confiar. Sabía que él la seguiría donde quiera que ella fuera. La lealtad era algo que escaseaba en esos tiempos, pero sus sentimientos iban más allá. Era como saber que incluso su nombre, estaba a salvo en sus labios, pues era consciente de que ella era alguien importante para todo el mundo, por todo lo que representaba y porque el futuro estaba en sus manos. Pero con Maximus era diferente, podía intuir que eran un apoyo para el otro. No sabía exactamente cuándo había pasado aquello, simplemente estaban los dos perdidos y se encontraron, y así es cómo nacen las grandes amistades.

Siena se giró para mirar a su compañero en aquel viaje, le dedicó una leve sonrisa. Nunca sabría cómo agradecerle lo que estaba haciendo por ella. Quizás nunca hubiera palabras. Maximus le devolvió la sonrisa.

—Creo que ya estamos suficientemente lejos —observó Siena volviendo la vista atrás.

Maximus oteó el horizonte para finalmente darle la razón con un leve asentimiento de cabeza. Siena se llevó la mano al bolsillo para sacar el pequeño espejo. Lo alzó entre ellos dos observando el reflejo que le devolvía.

—Ven Maximus, detrás de mí —le indicó.

Siena cerró los ojos, soltó el aire que contenían sus pulmones y tomó otra gran bocanada de aire. Cogió al chico de la mano con fuerza mientras trataba de concentrarse en tomar toda la energía que había en su cuerpo. Cada vez le costaba más respirar, intentando que la Tierra dejara de girar alrededor del Sol, tratando de paralizar todo un universo con la única energía que fluía de su cuerpo. En su interior había una voz que le susurraba que no podría conseguirlo, pero eran muchas más las voces que le gritaban que lo haría. Era fuerte. Ella era la única capaz de hacer algo así. Sangre de dioses, escogida para salvar Carena. Si no ella ¿quién? Entonces lo sintió. Lo había conseguido.

Fue consciente también de toda la fuerza con la que estaba apretando la mano de Maximus, fue lo primero que miraron sus ojos cuando los volvió a abrir. Soltó una risa, orgullosa de lo que acaba de conseguir. Se abrazaron entusiasmados.

—No hay tiempo que perder —dijo Maximus.

Siena dejó el espejo en el suelo.

—Espero que esto funcione —añadió ella.

Se cogieron de las manos y saltaron sobre el espejo. Antes de que sus pies rozaran el suelo ya estaban volando más allá, atravesando el tiempo, sobrevolando épocas y vidas que no habían vivido, mundos que no habían explorado.

Instantes después llegaron en una nube de polvo sacudido por la ventisca. No tuvieron tiempo de alegrarse por haber llegado a su destino. Estaban frente a las puertas del palacio, donde algunos soldados del rey corrían hacia una anciana sentada en unas escaleras, ya rendida por los acontecimientos. A la princesa le costó reconocerla, porque nunca pensó que vería una versión de ella tan abatida y lastimosa. No era la persona que ella conocía. Los soldados ya la estaban rodeando, entre dos la levantaron del suelo con desprecio. La mujer que apenas tenía fuerzas tropezó y cayó de bruces al suelo. Siena se llevó la mano a la boca sorprendida por lo que estaba viendo. Empezó a avanzar hacia la escena seguida de Maximus que la agarraba de los brazos, preocupado. Él no entendía nada de lo que estaba pasando. Y cuando ella lo comprendió ya era demasiado tarde.

Recordó a esa misma mujer una noche, que se le antojaba que había sido muchísimos años atrás, sin embargo no había pasado tanto tiempo. Intentaban escapar de la fortaleza de Thromen. La anciana había tropezado. Había caído y se encontraba desprotegida, como estaba sucediendo ahora. En aquel entonces Siena continuó corriendo un segundo más. Recordó amargamente que había estado a punto de abandonarla. ¿Cómo podía haber hecho eso? Sin embargo, al instante volvió a por ella. Casi la abandona, pero no pudo hacerlo. Volvió a por ella porque no podía dejarla atrás. Era todo cuanto tenía.

Aquellos pensamientos viajaban a toda velocidad en su mente, mezclando la visión de la anciana ahora tendida en el suelo suplicante, con las imágenes de aquella noche. De nuevo estaba dispuesta a ayudarla, y en su cabeza no había un final que no fuera la salvación de la anciana.

—¡Alto! ¡Alto! —comenzó a gritar con todas las fuerzas que le quedaban.

Las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos y a derramarse por sus mejillas sin que nada pudiera detener el llanto que la sofocaba. Quería llegar hasta aquellos soldados y detenerlos. Uno había dado una patada en la cabeza a la anciana y otro la apuntaba con su arma.

—¡Por favor, parad! —chilló desesperada.

Se le estaba desgarrando el alma, al verla allí tendida en el suelo sin moverse. Jamás hubiera imaginado que vería aquello ni nada parecido. Aquella mujer había sido todo para ella. No podía permitirlo pero antes de que pudiera dar un paso más, de que pudiera decir una palabra más el fuego salió disparado de aquella arma directo a su cabeza. Con un estallido ella se fue. Ya no estaba. Se había ido. En un segundo.

La princesa cayó al suelo entre gritos y lágrimas. Maximus la abrazó sin comprender aún lo que acababa de ver. La ayudó a levantarse, pero estaba fuera de sí. Siena lo miró con los ojos llenos de lágrimas y le dijo:

—Puedo cambiarlo. Puedo cambiarlo. Debemos volver atrás. Debemos volver atrás.

Maximus la cogió por los hombros tratando de tranquilizarla, sin éxito. No dejaba de repetir lo mismo pero tenía que hacerla entrar en razón. Ambos sabían los peligros que conllevaba cambiar el transcurso de la historia.

—Siena, no puedes cambiarlo. Lo sabes. Tenemos que reunirnos con tu padre. No podemos retroceder en el tiempo ahora. El destino es el que debe ser.

—¡No creo que este deba ser el destino! —le gritó deshaciéndose de sus brazos.

Corrió hacia el cuerpo inerte de la anciana, entonces los soldados fueron conscientes de que era la princesa Siena quien se aproximaba. Bajaron sus armas entre avergonzados y curiosos de saber por qué ella estaba allí. Al ver los ojos de todos aquellos hombres posados en ella se sintió insegura, fuera de lugar. Algo se rompió dentro de ella. No sentía que hubiera vuelto a casa. Miró a su alrededor y contempló que no quedaba nada de lo que ella recordaba. Todo estaba arrasado, los incendios se abrían paso hacia el palacio desde diferentes zonas de la ciudad. Cuando alzó la vista hacia arriba se dio cuenta de que poco quedaba del lugar donde había crecido. Ahora todo estaba en ruinas. Como ella.

Los soldados la rodearon, acercándose a ella. Hizo un rápido gesto para que no se acercaran más no quería que la tocasen, quería llegar hasta su nodriza. No la podía dejar allí.

—¿Qué significa esto? —les gritó girándose hacia todos ellos.

Mientras tanto Maximus se acercó a la escena, intentando alcanzar a la princesa. Uno de los soldados, que parecía el responsable de todos ellos, dio un paso al frente con cautela bajo la mirada hostil de la joven.

—Alteza, su padre lo ha ordenado.

La princesa negó con la cabeza abriendo los ojos muy sorprendida por aquellas palabras. ¿Cómo podía ser eso posible? Nunca podría imaginar nada así.

—¿Cómo? ¡Eso no puede ser! Tiene que ser un error. ¡Llevadme ante él ahora mismo!

Los soldados se miraban entre ellos sin saber que decir, pero entonces una voz dijo por lo bajo:

—La vieja era una traidora.

La expresión de la princesa se ensombreció, pero de repente se serenó un poco. Recordó entonces las sospechas que habían inundado su mente y envenenado su corazón, sospechas que no había dudado en transmitir a su padre. No podía ser que Onelee estuviera muerta por su culpa. Ella era la causante de todo cuanto había acontecido. Siempre ella. Ella había cultivado la semilla de la desconfianza. Y este era el fruto que había recogido.

—¿Quién ha dicho eso? ¡Ni se os ocurra repetir esto nunca más!

Los soldados abrieron el círculo para dejar al dueño de aquellas palabras solo frente a la princesa que lo miraba con odio, rabia y dolor.

—Jamás vuelvas a decir nada así. Y menos en mi presencia.

—Sí, alteza. Disculpe —vaciló el soldado.

La princesa se volvió hacia el resto de los hombres, buscando quien fuera el cabecilla.

—¿Dónde está mi padre?

—Como ve la ciudad ha sido arrasada, pero el rey Nacan y algunos de sus hombres resisten en un edificio en el sur de la ciudad. Es lo único que nos queda. La gente ha huido de Eileen. Y lo único que quieren nuestros enemigos es matar al rey y así obtener una victoria total.

—Llevadme con él inmediatamente. Y tú —dijo al soldado que había insultado a Onelee—, ocúpate del cuerpo de mi nodriza. Quiero que se la despida con todos los honores, como merece.

El chico asintió y se separó del resto del grupo.

A pesar de que Onelee se había perdido en la mente de todos cuantos había conocido a lo largo de los siglos, como un pensamiento irrelevante o como una gota de agua que avanza a través de un torrente imparable, no le sucedió lo mismo a Siena. La princesa siempre recordaría todo.

Siena pensó en ir a despedirse de Onelee, pero no quería verla en esas condiciones. Entre ellas estaba todo dicho. El amor que se tenían iba más allá de todas las dudas que los tiempos oscuros podían haber creado. Se arrepentía de ello, y jamás se lo perdonaría. Su muerte pesaría sobre ella para siempre. Por eso no quiso verla una última vez. Era demasiado doloroso. Prefería quedarse con los recuerdos bonitos que tenía con ella, donde no llegaba la sombra de la traición. El amor que le había otorgado, la acompañaría siempre adonde quiera que fuese. A través de cualquier mundo. Siempre llegaría ese querer tan puro, que nunca tuvo más precio que el simple hecho de amar.

La princesa se alejó de allí con Maximus, y los soldados la escoltaron por la ciudad en ruinas, consumida hasta las entrañas. Siena, con el corazón en un puño al ver lo que había sido de su tierra, temía que sus enemigos los encontraran antes de que llegaran a reunirse con su padre, pero estaban todos concentrados frente al edificio al que pretendían entrar. Se escondieron detrás de otro edificio para no ser vistos, mientras establecían un plan para entrar.

—¿Qué propones Maximus? —dijo la princesa.

Maximus miró con inseguridad a los soldados que se congregaban a su alrededor. Había estado frente a esa situación muchas veces en sus clases, pero seguro que todos esos hombres sabían más que él.

—Nosotros hemos entrado un par de veces usando las terrazas de los edificios contiguos, pero ahora es imposible. Han tomado esos edificios, y algunos están derruidos por dentro. No hay ninguna forma segura de entrar —advirtió uno de ellos.

Siena miró de nuevo a Maximus con la esperanza de que se le ocurriera un plan viable. Maximus tragó saliva, se asomó un poco y negó con la cabeza. Mientras lo tuviera a él, quien se había convertido en su amigo más fiel, sabía que siempre le quedaría una opción, tan solo tenían que creer.

—Entonces tendremos que entrar por delante. Podemos esperar a que estén distraídos, dejar a Siena que salga primero y la cubrimos. Tendremos que esperar que nuestros amigos se den cuenta de que estamos aquí y nos ayuden. Es un suicidio.

El resto se encogieron de hombros. La verdad es que no había mucho más que hacer. Aquellos soldados llevaban días resistiendo hasta la extenuación. Hacía tiempo que habían perdido la esperanza. A Siena le sorprendió que siguieran fieles a la causa de su padre. En sus rostros vio el cansancio y el dolor. Por un momento creyó, como esos hombres que no tenían nada que hacer allí. Pero entonces a Maximus se le ocurrió una idea.

—A no ser...

—¿Qué? —contestó Siena recuperando el entusiasmo.

—¿Crees que podrías abrir un portal hasta ahí dentro?

Siena ladeó la cabeza dubitativa. Miró a su alrededor buscando un espejo. Aún no entendía cómo funcionaba su magia, pero siempre que la había necesitado, había acudido en su ayuda como un milagro obrado por las diosas.

—Hmmm, podría ser. Pero necesitamos un espejo. Quizás valga con algo que refleje, pero no estoy segura. Podemos intentarlo.

Asintieron y se pusieron a buscar algo entre los escombros que pudiera servirles para abrir un portal. Lo que la princesa no sabía, es que no siempre necesitaría un espejo para abrir portales ni mucho menos para utilizar su magia. Pues la magia se alimentaba de la vida, de la energía, por lo que si quien canalizaba la energía era lo bastante poderoso podría ir más allá de las limitaciones que el espacio le imponía. Pero eso era algo que Siena aún tendría que descubrir.

—¡Alteza! —exclamó uno de los hombres.

Le hizo señas para que se acercara. Estaba frente al escaparate de una tienda, estaba semiderruida, pero había una parte del cristal aún en pie. Siena se mordió el labio inferior pensativa.

—Podría servir, creo. No creo que necesitemos mucha energía. Estamos cerca.

Siena cerró los ojos intentando concentrarse, dejando fluir la energía fuera de sí, poco a poco sentía cómo se distribuía de nuevo. Soltó todo el aire que tenía dentro y entonces sucedió. Abrió los ojos al oír las exclamaciones de asombro de los soldados a sus espaldas. Pudo ver como el cristal ahora era casi líquido. Se giró hacia ellos con una media sonrisa en los labios y le hizo un gesto para que lo atravesaran. Maximus pasó junto a ella y le dedicó una gran sonrisa al tiempo que le apretaba la mano.

—Sabía que lo conseguirías.

—Sabía que encontrarías una solución.

Y cruzaron juntos hacia el otro lado.

Se encontraban en una habitación en penumbra. Miraron a su alrededor intentando encontrar un rastro que los llevara junto a los demás.

—Alteza, por aquí —le indicó uno.

Salieron de la habitación, pero todo estaba aún oscuro. Aquel edificio estaba completamente desnudo. Solo quedaba de él la estructura más básica dando como resultado una imagen tétrica. Recorrieron un pasillo desordenado hasta llegar a las escaleras. Era difícil poder subir. La barandilla había caído, igual que algunos peldaños que habían desaparecido en el agujero negro de la escalera, mucho por debajo del nivel en el que se encontraban.

Tuvieron que ayudarse y subir poco a poco para no caer. En la oscuridad no se veía cuántos pisos había por debajo de ellos, pero la princesa prefirió no pensarlo y seguir escalando. Mientras subían, los soldados que custodiaban aquella entrada se dieron cuenta y una ráfaga de balas comenzó a caer sobre ellos.

—¡Soy la princesa! ¡Soy la princesa! —comenzó a gritar Siena desesperada al ver como algunos de los hombres caían abatidos por el hueco de la escalera hacia la oscuridad infinita.

De repente se armó un gran revuelo en la azotea. Ya estaban cerca. No creían que fuera la princesa de verdad. No podía ser. Los disparos se detuvieron. Entonces llegaron al final bajo la expectación de todos los que llevaban días resistiendo en aquel edificio. Un soldado le tendió la mano a la princesa para ayudarla a escalar. Siena se quitó el polvo de encima y miró a su alrededor buscando a su padre. Y allí estaba justo frente a ella.

—¿Siena? —dijo con la voz temblorosa—. ¿Qué haces aquí?

Ambos avanzaron para fundirse en el más cálido abrazo que jamás se hubieran dado. Siena nunca había sentido los brazos de su padre en torno a ella, ni ninguna otra muestra de cariño. Esto hizo que sus ojos se anegaran de lágrimas y que un nudo se apoderara de su garganta. Aún era más increíble que siguiera resistiendo después de tantos días de una lucha para la que definitivamente no estaban preparados. Habían resistido demasiado. Eso no quitaba que su aspecto, como el resto de sus fieles soldados, fuera deplorable. Con los uniformes rasgados, algunos hasta hechos jirones, con vendajes improvisados, y sobre todo tan negros que ya no se distinguían los colores reales de Carena bajo tanta mugre.

—No sabía qué había sido de ti. Tenéis que venir conmigo a la Tierra —contestó separándose de él—. Así tendremos más tiempo.

—No podemos volver. Moriré antes que rendirme.

Siena lo miró sacudiendo la cabeza. Así no resolverían nada. Entonces se dio cuenta de que junto a él se encontraba el soldado más fiel al rey, que tenía una sonrisa en los labios que la princesa no supo cómo interpretar.

—Me alegro de verte, alteza —dijo Din-Lebdub inclinado la cabeza.

La princesa le dedicó una sonrisa cuando el soldado se atrevió a tocarle el hombro y darle un apretón. Inmediatamente retiró la mano dándose cuenta de su error. Pero a la princesa no le había molestado.

—Debo hablar con usted, padre. En privado.

El rey Nacan asintió y la guió hasta una pequeña sala contigua que se encontraba totalmente vacía. Ni siquiera tenía puerta. Pero al menos estaban un poco alejados de los soldados.

—Has mandado asesinar a Onelee. Lo he visto con mis propios ojos. Y lamento profundamente haberte infundado el temor de que ella nos traicionara. Pero estoy segura de que no ha podido ser ella...

El rey cortó a la princesa antes de que pudiera seguir hablando y hacerle sentir culpable por sus actos. Ya no había marcha atrás, era inútil.

—Yo lamento profundamente que hayas tenido que ver su ejecución, pero no me cabe duda de que ha sido ella la instigadora y la traidora. Mi conciencia está muy tranquila. No tenías que haber venido, esto es una batalla perdida. Debes irte cuanto antes.

Siena se quedó sorprendida al oír las palabras de su padre. Por más desprecios que le hiciera, nunca dejaría de decepcionarla. Ni en esos momentos podía cambiar y ser una persona normal. No entendía cómo podía hablar así de Onelee, después de tantos años. Sin embargo, hasta ella dudó de la nodriza y eso era algo que jamás se perdonaría.

Aun así, la princesa no quiso darse por vencida. Había viajado hasta Carena, poniéndose en peligro con una intención muy clara y esta vez no se iría de allí con las manos vacías. Era el momento de hacerse valer ante su padre, que le diera el hueco que le correspondía. Costara lo que costase.

—Lo siento padre, pero contra tus indicaciones visité a las diosas. Me dieron una pista y estamos cerca de encontrar la salida. Solo tenemos que resistir un poco más... Podéis venir a la Tierra con Maximus y conmigo ahora mismo. Lo resolveremos.

El rey se giró sin querer mirar el rostro de su hija entre las sombras de las últimas luces del día que entraban por algunos resquicios de la pared destrozada por los impactos.

—¡Resistir! ¡Solo un poco más! ¡Cuándo aprenderás niña estúpida! ¡Cuándo! Somos los últimos que resistimos aquí. Apenas nos quedan fuerzas, y no hablemos de la munición... ¡Si no han acabado con nosotros ya es porque están tramando algo! Y ahora vienes aquí... ¡No me pidas más que abandone mi pueblo! Porque no pienso irme de aquí.

De repente Siena vio una sombra deslizarse en la oscuridad, así que no le importaron los desplantes que su padre le hacía por enésima vez. Algo le decía que tenía que seguir a esa figura que había llamado su atención. Así que hizo caso de su instinto.

—¡Eh! —exclamó saliendo detrás de ella.

Se perdió entre las sombras, pero Siena no dudó en seguirla. Unos metros más lejos la alcanzó. Ambas estaban en la oscuridad, por lo que no podían verse. Sin embargo, a la princesa se le disparó el corazón inexplicablemente. Su cuerpo creía saber a quién pertenecía ese cuerpo que se ocultaba entre las tinieblas.

—Por favor, no digas nada —susurró la sombra—. No quiero que el rey me vea. Pero necesitaba hablar contigo.

—¿Quién eres? —preguntó la princesa.

Su voz le resultaba familiar. Le dio un vuelco el corazón y entonces supo por qué. La reconoció entre las sombras, aunque apenas podía ver su silueta.

—Eso no importa. Debéis ir a Bailey Faith. Dile a los Efímeros que deben ir a Bailey Faith 2002. Ellos lo entenderán. ¿Lo has entendido?

La mujer hablaba con urgencia, como si hubiera descubierto la clave de algo. Pero lo que más le inquietaba a Siena en ese momento, es cómo había descubierto dónde encontrarla.

—Sí, Bailey Faith. 2002. Entendido.

—Es importante que seas tú la que vayas. Debes hacerlo tú o no podréis arreglarlo.

Siena estaba confusa. No sabía a qué se refería la sombra de aquella mujer.

—Antes de irme debes saber que Onelee nunca te ha culpado de nada. Ni jamás lo hará. Sabe todo lo que la quieres, y quiere que sepas que es mutuo —susurró.

El corazón de Siena dejó de latir por un instante. La oscuridad parecía acercarse a ella a toda velocidad. Todo daba vuelta a su alrededor. No entendía como aquella sombra podía saber lo que había ocurrido o cuáles eran sus sentimientos.

—¿Qué? —pudo responder mientras recuperaba el aliento.

—Debo irme ya. No puede verme nadie. Por favor, no le digas al rey Nacan que he estado aquí.

Siena se preguntó cómo iba a decirle que la había visto si ni siquiera sabía quién era. La mujer empezó a retroceder, pero la voz de Siena la detuvo. No podía dejarla marchar.

—Al menos dime solo tu nombre.

—Solían llamarme Elena. Pero ahora solo soy una sombra en el tiempo.

Entonces la princesa comprendió que aquella mujer ya solo era un fantasma de lo que un día fue. Su vida había quedado consumida por el tiempo. Ya no era una persona, ni una Efímera. Era una esclava de los acontecimientos, siempre luchando por cambiarlos. Una sierva del tiempo. A eso es a lo que había quedado reducida después de toda una vida. No necesitó preguntar cómo la había encontrado, pues suponía que ella lo sabía todo. De dónde venía y hacia dónde iría. Eso la hizo estremecer por un momento, pero antes de que fuera tarde se recompuso.

—Te estaré siempre agradecida —susurró con un hilo de voz mientras la mujer desaparecía otra vez en las sombras.

Siena permaneció un segundo aturdida por aquel encuentro, cuando los gritos y disparos la alertaron de que algo estaba ocurriendo en la otra sala. Corrió hasta allí, ocultándose aún entre las sombras para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Solo quedaban unos pocos soldados y estaban desarmados. ¿Qué acababa de ocurrir? Un instante después lo comprendió todo.

Sus enemigos irrumpieron en la sala, con sus armas en alto, apuntándoles y sin mucho más esfuerzo apresaron a los pocos soldados que quedaban en pie. Se dio cuenta en ese momento que el resto yacían en el suelo, heridos o quizás sin vida. El corazón le dio un vuelco, pero enseguida localizó a su padre. El rey era la pieza más importante. No podía morir en un tiroteo sin más. No después de todo. ¿Dónde estaría el espectáculo sino? Seguro que Yemons estaba deseando estrujarle la garganta con sus propias manos antes de rasgársela con sus colmillos y beberse la sangre que emanase de la herida.

Pero Yemons de Blodewaud no estaba allí. Ni siquiera estaba cerca. El rey Nacan comprendió entonces que la traición era más profunda de lo que jamás hubiera imaginado. El hombre en el que había depositado toda su confianza desde siempre se apartó de su lado, se giró hacía él y le apuntó con su pistola, mientras el resto de sus enemigos se colocaban junto a él.

—Se acabó el juego —dijo con una sonrisa de suficiencia entre los labios—. Parece que una vez más te has equivocado.

Siena salió de su escondite, los ojos del traidor la alcanzaron. Una mirada bastó para comprender todo, y que el mundo de Siena terminara de desmoronarse por completo. Siempre había sido él. Onelee había muerto por su culpa. Y ella estaba allí porque él lo había querido. Recordó la sonrisa con la que la había mirado cuando había llegado. Todo cobró sentido. La había mirado como si fuera un delicioso postre que estaba a punto de devorar. Todo había sido una trampa para llevarla a ese preciso momento. Y ahora todo había acabado.

Din-Lebdub hizo un gesto con la cabeza a sus hombres para que cogieran a Siena, que se dejó apresar mientras intentaba derretir con su mirada a aquel mentiroso. ¿Cómo había sido posible? Siena apenas podía hablar, tenía un nudo en la garganta que le impedía hasta respirar. Ni siquiera le reconfortó cruzar una mirada con Maximus. Eso lo empeoró. Él estaba allí por su culpa. Si no hubiera sido tan insensata... Tenía que buscar una manera de salir de allí. Ahora que tenía una respuesta, tenía que salir de allí.

Su mente trabajaba frenéticamente intentando buscar una escapatoria, mientras les ataban las manos y los ponían frente a la pared. Estaban esperando a que viniera un transporte para llevárselos a otro sitio, donde entonces todo terminaría. Siena aprovechó ese momento para girarse y buscar con la mirada al traidor. No podía ni mirarlo a la cara, pero tenía que utilizar alguna excusa.

—¿Quiere algo, alteza? —dijo él con tono burlón.

Siena asintió con seriedad.

—He de hablar contigo. Es importante.

Din-Lebdub frunció el ceño sin saber qué podía querer decirle. Pero la cogió por un brazo y la alejó de allí, haciéndole un gesto al resto para que vigilaran bien al resto.

Un profundo y oscuro dolor se había instalado en el pecho de la princesa. Era muy grotesco ver como alguien que conocía de toda la vida, quien había creído que les guardaba lealtad a pesar de todo, se convertía en un ser sin escrúpulos. Le dolía su traición, pues, aunque siempre hubiera detestado a ese chico que la vigilaba día y noche, en el fondo le tenía aprecio y había creído que haría cualquier cosa para protegerla. Sin embargo, los había engañado a todos. Se preguntaba en qué momento había empezado su traición.

—Que no se muevan. Si intentan algo les disparáis en la rodilla.

Fueron a una habitación al final del pasillo. Din-Lebdub cerró la puerta y se giró para quedar frente a la princesa. Desenvainó una daga de su cinturón y cortó las cuerdas que mantenían atadas las manos de Siena. Se acarició las muñecas que empezaban a resentirse por la fuerza de las cuerdas y lo miró a los ojos reflejando toda la rabia y el dolor que tenía dentro. Siena no supo cómo interpretar aquel gesto, aunque supuso que pensaba que ella no era rival para él.

—Cómo has podido —empezó ella—. Confiábamos en ti. Siempre. Y Onelee... Onelee está muerta por tu culpa. ¿Desde cuándo llevas haciendo esto? ¡Tú has planeado todo esto! ¡Tú has querido que venga aquí hoy!

Las palabras de la princesa brotaban desde su corazón que latía con fuerza, marcadas por un cada vez más profundo dolor. Estaba envenenada por la rabia y apenas podía hablar.

—Onelee está muerta por tu culpa en realidad —contestó él jugando con el cuchillo entre sus manos.

—No vuelvas a decir eso. Estoy segura de que tú has envenenado a mi padre con tus palabras. Para que me odie, para que haga lo que tú desees.

Din-Lebdub se echó a reír y le lanzó una mirada gélida.

—Insinúas que tu padre el gran rey Nacan, ¿es el títere de un pobre soldado?

Siena lo miró con desprecio y rabia. No supo qué más decir. No podía admitir que eso era cierto, pero era justo lo que había pasado. El rey había depositado toda la confianza en un joven, tal vez por el recuerdo del padre de este. Pero había resultado ser un niñato egoísta que solo se era fiel a sí mismo.

—¿Por qué nos has hecho esto? Te lo hemos dado todo —escupió con todo el odio que pudo.

El joven se echó a reír mientras Siena lo miraba con los ojos entrecerrados sin dar crédito aún a lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué me lo habéis dado todo? —volvió a reír—. Permíteme que me ría. ¡Yo! ¡Destinado a hacer grandes cosas, enviado a hacer de niñera de una malcriada! Gracias que encontré a alguien que vio el potencial que hay en mí, y ha sabido explotarlo.

La princesa bufó.

—¿Te refieres al potencial para ser un traidor? Tu padre estaría muy decepcionado contigo. Vendiendo a las personas que más te han querido jamás.

El soldado hizo una mueca de asco al escuchar las palabras que le dedicó la princesa.

—No te atrevas a hablarme de mi padre. He vivido toda mi vida a la sombra de su recuerdo. Intentando ser mejor que él, y ahora por fin lo he conseguido...

—De modo que es eso, ¿no? —adivinó la princesa—. Temes no estar a su altura. Quieres su aprobación. La del rey. Como su mejor soldado. Igual que yo la quiero...

—¡Cállate! ¡No quiero la aprobación de nadie! ¡No la necesito! ¡Y vosotros jamás me habéis querido más que como a un perro guardián!

Apuntó hacia ella con un dedo, en forma de advertencia. La princesa dejó de respirar por un momento. No conocía a ese hombre que había ante ella. A pesar de que habían pasado la mayor parte de su vida juntos, ya no sabía quién era. En qué se había convertido. Din-Lebdub se giró, apoyándose en la pared, intentando encontrar la calma en cada respiración.

—La única que quiere la aprobación de su papaíto eres tú. Y nunca la obtendrás. Nunca serás lo que él quiere que seas.

Aquella afirmación voló hacia el corazón de la princesa como una ráfaga de aire helado, congelándolo. Era la primera vez que alguien le hacía ver la realidad. Din-Lebdub tenía toda la razón. Jamás sería lo que su padre quería que fuera. Pero no sería lo que nadie esperaba de ella. Siena sería quién ella misma quisiera ser. Sin condiciones. Por una vez tenía que olvidarse de ser complaciente y pensar en ella. En lo que quería, en lo que le importaba. Igual que había hecho Din-Lebdub, aunque eso hubiera supuesto traicionarlos.

—Dime adónde nos lleváis y qué nos vais a hacer.

Din-Lebdub dio un paso hacia el frente recortando la distancia que los separaba.

—No te voy a decir nada. Porque ya no eres nadie. Se ha acabado. Deja de exigir y empieza a hablar. ¿Dónde has estado todo este tiempo?

Siena apretó los puños, al igual que los labios. No quería hablar. Tenía un gran secreto en su boca y no sabría cuánto aguantaría ahí antes de salir. Pero era de vital importancia que llegara a los oídos adecuados. Y los de Din-Lebdub ya no lo eran. La princesa tragó saliva, se sobresaltó cuando Din-Lebdub la agarró del cuello con fuerza y se acercó más hacia ella. Casi no podía respirar, pero luchaba por mantener el aire en sus pulmones.

—Me vas a decir cómo llegar hasta tus amiguitos o...

—¿O qué? —lo desafió ella arqueando una ceja.

Él cerró más su mano en torno a su cuello, se miraron sin pestañear por un momento, desafiándose el uno al otro. Entonces por un momento, Din-Lebdub aflojó levemente los dedos en el cuello de la princesa, que pudo respirar un poco mejor. Pero de pronto los labios de él estaban contra los suyos, presionándolos con fuerza. Los pensamientos se desvanecieron de su mente, solo existía el fuego. No podía pensar en nada. Había olvidado el dolor, la decepción y sobre todo el peligro.

La empujó contra la pared sin despegar los labios de su piel. Recorrió su rostro con las manos y cada curva de su cuerpo cada vez con más intensidad. Como si cada segundo algo estuviera a punto de explotar, como si cada nueva respiración fuera la última. Como si con cada roce de su piel fuera lo suficientemente fuerte para quemar el mundo entero.

Las llamas se abrieron paso iniciando un incendio que no cesaba de avivarse. En la cabeza de Siena todo daba vueltas sin ningún sentido. Recordó cada minuto de su vida que había pasado con Din-Lebdub, cada segundo que los había llevado a ese momento. Con sus labios sobre los suyos, haciéndola arder.

Traidor.

Entonces el fuego se extinguió. En la mente de Siena aparecieron Maximus y su padre atados allí fuera. No sabía qué estaba haciendo. ¿Qué acababa de ocurrir? Siena interpuso su mano entre ellos y giró la cara evitando que el soldado pudiera continuar deslizando sus labios por los suyos. Notó el aliento cálido de él contra su mejilla antes de que Din-Lebdub diera un paso atrás. Él aún sentía el fuego. La princesa se llevó una mano a la boca confundida por aquello.

—Cómo te atreves —pudo decir en un susurro.

Antes de que Din-Lebdub contestara ya había salido de la habitación para reunirse con el resto de sus compañeros. Las imágenes de ese voraz beso se repetían en su mente como si hubiera durado toda una vida. No entendía cómo había pasado eso. Ni qué significaba. Tal vez sólo hubiera sido otra muestra de que era él quién tenía el control ahora. Se sentía sucia. Se sentía ella la propia traidora. De su reino. De su padre. De Maximus... No podía soportarlo. Dio más velocidad a sus pies, para que ni Din-Lebdub ni sus pensamientos pudieran alcanzarla. Pero ya era tarde.

La princesa entendió en ese instante que ella es todo lo que deseaba poseer Din-Lebdub. Era poder. Algo que él nunca sería por muchos a los que pisoteara ni traicionase. Pero entonces, cuando miles de seres oscuros se abalanzaron sobre ella entendió que aquel beso solo había sido una condena a muerte. Una llamada a las sombras y la llave para abrir la puerta a los infiernos; una traición a sí misma.

Mientras se acercaba al lugar donde estaba sentada junto a Maximus cruzó una última mirada con su padre, llena de arrepentimiento. Cogió a su compañero de la mano mientras el corazón se le hacía añicos.

—Lo siento —murmuró mientras miraba a Nacan por última vez.

Había caído en la trampa. Se iba de nuevo con las manos vacías, pero con una pista con la que debía librar la última batalla y dirigirlos hacia la victoria.

Entonces desapareció de allí ante los ojos de sus enemigos confundidos. No necesitó un espejo. Fue como si nunca hubieran estado allí. Se fueron dejando atrás un mundo en ruinas, envuelto en llamas. Solo quedaba el caos. Así descubrió su enorme fortaleza. Y lo peor fue que sus enemigos también lo hicieron.

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