Capítulo 24

Siena permaneció allí mientras el sol se escondía por detrás de las montañas y los últimos rayos de sol le acariciaban la piel. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no escuchó los pasos que se acercaban a ella.

—Qué mujer tan extraña —susurró una voz junto a ella.

Sobresaltada miró hacia el lugar de donde provenía la voz para encontrarse con Tavey sentado en el extremo opuesto del banco, observando también la puesta de sol.
—¿Sabes quién es? —volvió a preguntar él.

Siena frunció el ceño extrañada y negó con la cabeza. Aunque en realidad sentía que sí sabía quién era.

—No. No lo sé. ¿Y tú?
Tavey se encogió de hombros. No quería contestar a aquella pregunta, por lo que Siena entendió que quizás él sí lo supiera. No le correspondía a él responder esa cuestión.

—¿Quién es? —preguntó la princesa esta vez.

Se quedaron mirándose fijamente a los ojos, realizando una especie de pulso para ver quién ganaba aquel duelo. Tavey desvió la mirada primero. Alargó su mano y acarició levemente el dorso de la mano de ella.

—Lo siento, Siena. Creo que yo no soy quién para contestar a esa pregunta.

Siena sintió el calor de la ira recorrer todo su cuerpo, pero quiso controlarse. Había aprendido que dando rienda suelta a su rabia no ganaba nada. Solo perdía una y otra vez. Tragó saliva y respiró profundamente.

—Entonces, ¿quién puede responderme?

—Quizá McKinley. No lo sé. Algún día, supongo.

Siena se quedó callada un momento. ¿Por qué le importaba tanto? Seguramente no volvieran a verse nunca. Qué más daba. Era una mujer a la que habían rescatado y ya está. Pero su preocupación por saber la identidad de aquella mujer nacía desde muy dentro de sus entrañas. Y había crecido al saber que fue su propio abuelo quien la había encerrado allí para torturarla.

—¿Adónde ha ido ella sola? ¿No debería haberse quedado con nosotros?

Tavey se encogió de hombros de nuevo, sin saber qué contestar. Se acercó un poco más a Siena para rodearla con un brazo. Ella se dejó hacer, ya que le reconfortaba su presencia. Nunca había sentido mucho cariño, salvo por parte de Onelee. Por primera vez se sentía parte de algo, sentía que tenía compañeros de viaje, con los que compartir sus inquietudes.

—Seguramente hará algunos viajes por su cuenta. Es lo que solía hacer. Antes tenía un compañero, pero murió...

Siena se giró para ver los ojos de Tavey. Parecía que había dicho algo que no debía. Ella quería saber más.

—Lo siento, Siena. De verdad que no puedo decirte nada. He hablado demasiado.

Siena sintió un cosquilleo en el estómago. Deseaba que Tavey siguiera hablando, que demostrara que confiaba en ella, tanto como ella lo hacía en todos los que consideraba sus amigos. Pero no ocurrió.

—Creo que deberías ir a hablar con McKinley. Me ha enviado porque tiene noticias. No quería molestarte.

Siena se separó inmediatamente de él, un poco avergonzada por haberse mostrado tan cercana. Era una princesa y sabía que debía mantener las distancias. Pero, al fin y al cabo, Tavey y ella eran amigos. Era normal que, en aquel momento de flaqueza, él hubiera sentido su tristeza y hubiera querido reconfortarla de alguna manera. Siena se levantó y Tavey la siguió. La cogió por el brazo antes de que se fuera y estiró hacia él, hasta que quedaron de nuevo uno frente al otro.

—Pase lo que pase no te precipites. Estamos aquí para ayudarte, y lo haremos.

Siena tragó saliva al tiempo que asentía con la cabeza. Tavey la soltó y le dedicó una sonrisa apenada. Pero a ella nada le valía. Siena dio un paso atrás y antes de que Tavey pudiera decir nada salió corriendo a la casita de McKinley. Él se quedó allí plantando, observando cómo Siena corría alejándose de él, maldiciendo haber hablado demasiado. Deseando haberlo dicho todo.

Cuando llegó estaba en la puerta. Parecía que estaba esperándola. Se hizo a un lado para dejarla pasar, y entró detrás de ella. Antes de que dijera nada, Siena se aventuró a preguntar.

—¿Quién era esa mujer? ¿Era el viajero del tiempo al que estábamos buscando, McKinley?

El chico permaneció callado, sopesando la respuesta que iba a darle a Siena. No sabía si era el momento para hablar de aquello. Tenían cuestiones importantes que abordar. Pero la princesa estaba frente a él, esperando una respuesta.

—Una vez lo fue...

Eso fue todo lo que se atrevió a contestar. Antes de que Siena pudiera replicar volvió a hablar. En cuanto le contase sus novedades se olvidaría de aquella mujer, estaba seguro.

—Lo siento, Siena. Tengo malas noticias.

La princesa palideció, esperándose lo peor, tuvo que agarrarse a la pared para no caer. McKinley la ayudó a sentarse y le sirvió un vaso de agua.

—Perdona, Siena. No te preocupes. Te contaré lo que ha pasado.

Siena bebió varios tragos de agua, intentando mantener una respiración normal. No sabía qué decir. Su corazón palpitaba con fuerza, pero sentía que algo dentro de ella se acababa de quebrar. Le hubiera gustado que su corazón fuera de un material más resistente, inmune al dolor, tal vez. Sin embargo, sentía que era de cristal. Y no de cristal fuerte, a prueba de balas, sino de cristal frágil, que se quebraba con solo tocarlo.
—Hemos perdido la comunicación con Carena. Ya no funcionan los hologramas. Lo último que sabemos es que tu tío, Vintaz de Blodewaud traicionó a sus hermanos en una última batalla. Les hizo una emboscada. Los gemelos Grerak y Krul, van siempre juntos, atacaron por un frente, mientras que Vintaz y Redandcrow por otro. Redandcrow fue primero y Vintaz lo rodeó. Dejó pasar a todas esas criaturas del infierno y arrasaron la ciudad. Redandcrow murió allí mismo. Grerak y Krul se rindieron uniéndose a él. Nacan logró escapar a tiempo y está en alguna ciudad que aún resiste, pero no nos queda mucho tiempo. Ahora Vintaz le ha dado el poder a Yemons, pensando que le iba a dar un trozo de algo. Pero él también ha sido traicionado...

Siena quedó petrificada. En su mente no cabían más pensamientos que la muerte y el horror de la pérdida. Todos estaban muertos. Muertos los que habían muerto. Muertos los que habían quedado vivos, porque no tardarían en morir. No quedaban esperanzas ni para ellos. Su sentencia estaba firmada.
—Debemos ir a Carena —dijo Siena con un hilo de voz—. No podemos permitir más muertes. Si dejamos que Yemons consiga hasta el último pedazo de tierra no habrá vuelta atrás.

McKinley asintió. Él también estaba afectado por los acontecimientos. Tenía que ser duro dirigir todo aquello. Era algo muy grande.

—Lo entiendo, Siena. Pero no conseguiremos nada así. Lo único que podemos hacer es buscar la fuente que le dio el poder a Yemons y evitarlo. Evitar que cree esta ciudad y que torture a la gente. Debes concentrarte en eso.

Siena se levantó exasperada. Las lágrimas que había estado intentado guardar comenzaron a caerle por las mejillas, mientras intentaba darle forma a las palabras que salían de su boca.

—¡Tengo que saber si mi padre está vivo! ¡Tengo que saber lo que ha pasado! ¡Si tú no quieres ir, iré yo misma!

La princesa salió de la habitación dejando a McKinley con la boca abierta. Dio un portazo al salir. Una vez fuera se sintió perdida, no sabía adonde ir, ni qué hacer. Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho, que necesitaba gritar, correr, llorar. La presión hizo que se derrumbara en el suelo unos metros más allá. Un segundo más tarde unos brazos la ayudaron a levantarse.

—¿Estás bien? —preguntó extrañado el dueño de esos brazos.

Siena se giró haciendo pucheros y sacudió la cabeza. Se abrazó a él y rompió a llorar con más fuerza. El chico se sorprendió y tardó un poco en devolverle un torpe abrazo. Entonces la princesa se dio cuenta de que había perdido totalmente la compostura. Dio un paso atrás avergonzada, agachó la cabeza, se limpió las lágrimas y se sorbió la nariz.

—Lo siento, Maximus. Estoy desesperada. Necesito ayuda.

Maximus le puso una mano en el hombro para tratar de tranquilizarla. Le dedicó una media sonrisa, que Siena le intentó devolver.

—Sé cómo te sientes. Yo te ayudaré en lo que sea, Siena.

Se fundieron en otro abrazo, esta vez más intenso. Siena se sintió a salvo en ese momento. Era una sensación que no había sentido nunca, difícil de explicar. No era nada de lo que buscaba. Ni siquiera lo buscaba. No era nada de lo que quería. Ni siquiera lo necesitaba. Sin embargo, en ese momento se convirtió en todo lo que quería. Todo lo que necesitaba.

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