Capítulo 21
Se reunieron al amanecer con McKinley en la pequeña casita que había hecho su centro de operaciones. Les indicó que pasaran, junto con rostros desconocidos para Siena. Supuso que serían sus nuevos acompañantes en este viaje en el que estaban a punto de embarcarse.
—Creo que estamos en un punto muerto y que no vamos a averiguar mucho más si nos quedamos aquí parados —comenzó a explicar McKinley observando a todos y cada uno de los allí reunidos—. Todos sabemos a quién debemos encontrar.
A su alrededor los asistentes asentían con el ceño fruncido. Sin duda sabían a qué se refería McKinley. No sucedía lo mismo con Siena, con Maximus o Phoebe, que eran totalmente ajenos a esa historia. Quizás algún día la descubrieran.
—¿Adónde vamos? —se aventuró a preguntar la princesa.
Todos los presentes en la sala se giraron hacia ella. No se sintió cohibida. Estaba acostumbrada a que todas las miradas se posaran en ella. No vio los rostros un tanto sorprendidos de aquellos que la rodeaban. Empezaban a comprender que la princesa no sabía nada, y quizás había alguna razón para que no lo supiera. McKinley carraspeó para captar la atención de sus compañeros.
—Vamos a viajar entre épocas. Vamos a ir en busca de un Efímero que puede sernos de muchísima ayuda. Sin embargo, lleva años desaparecido y ese es nuestro reto.
Siena hizo un asentimiento de cabeza en señal de que había entendido cuál era la magnitud de su nueva aventura. Tal vez estuvieran meses fuera. O quizás años.
—¿Por dónde empezaremos? —preguntó alguien entre la multitud.
McKinley se encogió de hombros y respondió:
—Por el principio de los tiempos, naturalmente.
Phoebe en ese momento en el que todos comenzaban a dar voz a sus dudas y McKinley las contestaba pacientemente, aprovechó para deslizarse por la pared y escabullirse de la estancia. Pero antes de que pudiera salir, McKinley se giró hacia ella con un rápido movimiento que hizo que todas las miradas se posaran por primera vez en ella.
—¿Adónde vas, Phoebe? —le demandó McKinley con un tono que la hizo detenerse de inmediato.
La joven del pelo de fuego se quedó boquiabierta sin entender cómo la había pillado. Devolvió la mirada a todos los que la observaban antes de intentar tartamudear algo sin sentido.
—Y-yo... I-iba... Q-quería...
McKinley hizo un gesto tajante con la mano antes de cruzarse los brazos en el pecho y adoptar una expresión seria enrojecida por el enfado.
—Si estás aquí es por alguna razón. No voy a permitir la desobediencia en este grupo. ¿Queda claro?
Cuando habló se giró hacia todos y cada uno de los asistentes a la reunión para asegurarse de que lo habían escuchado, después se volvió hacia Phoebe para observarla con gravedad.
—Muy bien. Vamos a viajar en diferentes grupos. No intentéis inmiscuiros en los asuntos de los humanos. No debemos cambiar nada, ya que no sabemos en qué repercutirá y no tenemos tiempo de averiguarlo.
McKinley iba a realizar los grupos, pero en ese momento alguien dio voz a lo que muchos de ellos estaban pensando.
—¿Cómo sabemos que ese viajero del tiempo sigue vivo?
Era una chica de cabellos rubios trenzados a la que pertenecía aquella voz que había formulado la cuestión que hacía rato flotaba en el ambiente, pero de la que nadie quería ser dueño. Pronunció aquellas palabras con cierto tono que a la princesa no se le pasó inadvertido. Allí todos los Efímeros sabían algo que a ella se le estaba escapando.
—No lo podemos garantizar —concedió McKinley—. Es cierto. Hace tiempo que desapareció por separarse de sus compañeros. Pero es nuestra misión encontrarlo, y por ello peinaremos todas las épocas en su búsqueda. ¿Alguien tiene alguna objeción?
No se escuchó ni una voz.
—Bien, pues manos a la obra.
Esta vez McKinley hizo los grupos. Siena, Tavey y Phoebe irían con él. Cuando el resto de Efímeros se marcharon, McKinley se acercó a Siena, la agarró del brazo y le advirtió:
—En este viaje, Siena, quiero que desarrolles todo tu potencial.
La princesa asintió tragando saliva. No estaba segura de que fuera a ser capaz, pero lo intentaría con todas sus fuerzas.
Así los cuatro partieron en busca de un extraño viajero en el tiempo que hacía décadas que se encontraba perdido. Salieron de la casita, apartándose del pequeño e improvisado poblado que habían construido para los exiliados de Magna. Anduvieron hasta un lugar tranquilo, entre la yerma naturaleza de la Tierra. Ese fue el lugar escogido para dar comienzo a su travesía.
En ese primer viaje, fueron McKinley y Tavey los que detuvieron el tiempo. Sus compañeros sintieron de repente una gran sensación de vértigo. Antes de que se dieran cuenta estaban levitando. El suelo quedaba ya lejos de sus pies y comenzaban a avanzar a una velocidad vertiginosa.
Dejaron atrás el mundo conocido para adentrarse en lugares y épocas en las que ni siquiera habían soñado con ver alguna vez. No sabían ni que existían. Entonces en aquel momento despertó su conciencia. Descubrieron que toda una vida no era suficiente para ningún ser humano. Siempre aspirarían a más. Siempre habría algo nuevo que conocer. Sin embargo, sus destinos siempre habían estado sellados. Pues desde el principio de los tiempos junto a sus nombres había estado escrito el cuándo y el dónde.
Muchos se sentían atrapados en esas eras en las que les había tocado vivir. Querían vivir más, ver más. Saborear más la vida.
Y durante aquella breve travesía que les pareció toda una eternidad, ellos también querían más. Una vida entera les pareció poco después de viajar entre cientos de épocas, después de verlo todo. No tenían suficiente tiempo para descubrirlo todo.
Entonces Siena entendió por qué los Efímeros enloquecían. No es que quisieran arreglar el mundo. Es que querían vivirlo todo. Ella estaba a punto de enloquecer también. Eso era todo lo que había pedido durante su vida. Conocer. Viajar hasta el principio de los tiempos, aprender a domar el fuego, recorrer cientos de ríos, pasear entre columnas, asistir a las clases de los grandes pensadores de diferentes épocas.
Tenía sed de vida. Quería vivir mil vidas. Y ella podía recoger las horas de la deriva y volver a repetirlas. Porque el tiempo estaba a su merced. Porque ella era una Efímera.
El tiempo por fin se detuvo. Aterrizaron en una época desconocida para casi todos ellos. Se observaron mientras se acostumbraban al nuevo clima, mientras su cabeza aún daba vueltas sin cesar después de todo lo que habían visto.
—Bueno, ¿por dónde empezamos? —preguntó Tavey.
Fue el primero en recuperarse del viaje después de McKinley. Siena aún necesitaba un momento más, y Maximus fue el último en recomponerse. Phoebe parecía no estar afectada, pues ya estaba saltando de un lado a otro como solía hacer.
—¿Dónde estamos? —chilló alejándose del grupo.
Se encontraban en un frondoso bosque de los que ya no quedaban en la Tierra. Debían estar miles de siglos atrás. Phoebe se estaba quedando hipnotizada por la grandeza de los árboles. Paseaba entre ellos acariciándolos como si fuera una ninfa del bosque. McKinley y Tavey la observaban como si se hubiera vuelto loca. Siena y Maximus por el contrario la miraban divertidos.
—Ojalá yo disfrutara así de la vida —murmuró Siena.
Maximus le dedicó una sonrisa. La entendía bien.
—Estamos un poco antes de la caída del Imperio Romano —sentenció McKinley—. Sinceramente no tengo muchas esperanzas de encontrarlo aquí, pero hubo una época en la que estaba obstinado con evitarlo.
Tavey comenzó a avanzar detrás de Phoebe sin que ella se diera cuenta.
—¿Cómo vamos a saber si está aquí? —preguntó Siena.
McKinley se encogió de hombros y les hizo un gesto para que ellos también avanzaran a través del bosque.
—Lo cierto es que vamos a visitar a unos amigos que tenemos en la ciudad. Ellos nos dirán si ha estado por aquí en los últimos años.
Siena, Maximus y McKinley caminaban juntos, siguiendo la senda que abría la peculiar danza de Phoebe.
—Parece que ha encontrado su sitio —comentó Siena.
Maximus observó a Phoebe con los ojos brillantes.
—Sí, eso parece. Aunque no es de extrañar.
—¿Por qué? —preguntó Siena frunciendo el ceño.
Maximus se encogió de hombros. Quizá hubiera cosas que la princesa aún no supiera. Le pidió permiso con la mirada a McKinley que asintió con seriedad.
—Verás, Phoebe y su hermana Valentina, al igual que Nequiel son Intrusos. ¿Sabes lo que significa?
Siena movió un poco la cabeza hacia el lado. Recordaba que Tavey le había comentado algo durante su primera noche. A su mente acudieron esas criaturas extrañas que había en aquel poblado. Entonces cayó en la cuenta de las similitudes de aquellos tres humanos que Maximus había nombrado.
—Sí, Tavey me habló de ellos.
—Bien, entonces como bien sabrás los Intrusos son magos. Cada uno tiene un elemento. El de Phoebe es la madre naturaleza.
Siena abrió la boca sorprendida al tiempo que asentía. Le parecía maravilloso.
—Sí, pero no ha desarrollado su magia aún —añadió McKinley.
Eso era algo que Maximus no sabía.
—En la Tierra ya no hay apenas magia —explicó McKinley—. Solo algunos acaban desarrollando su don. Espero que este viaje también active su magia.
Dijo esto último cruzando una mirada con la princesa. Esperaba lo mismo de ella.
Continuaron avanzando por el bosque hasta que llegaron al final. Entonces descubrieron que estaban en la cima de una colina, y que más allá se extendía la todopoderosa ciudad de Roma. Grandísima, en todo su esplendor. Aún quedaban unos años para que todo cuanto había sido desapareciese hasta solo quedar unas ruinas testigo de la historia.
Se apresuraron a inmiscuirse entre las ajetreadas y bulliciosas calles de la ciudad. Los habitantes de Roma los miraban extrañados por sus vestimentas inusuales para la época, pero cuando los perdían de vista su mente se veía ocupada de nuevo por los pensamientos de su vida cotidiana, olvidando que habían visto a aquellos seres venidos del futuro. Resultaban invisibles.
—¡Esto es magnífico! —exclamaba Phoebe llamando la atención de los viandantes.
Pero antes de que alguien pudiera decirle algo ya se había olvidado de ella. Eran como un susurro en medio de una tormenta.
Siena admiraba los templos que se erguían a su alrededor con majestuosas columnas de mármol blanco relucientes bajo el sol. Caminaba con cuidado de no tropezarse con el suelo empedrado o que nadie pudiera empujarla. No quería tener problemas, aunque no sabía que no los tendría, pues nadie podía recordarla.
De pronto McKinley se detuvo ante una pequeña puerta de madera. Hizo que Tavey se chocara con su espalda. Maximus que iba detrás pudo detenerse a tiempo.
—Es aquí —anunció.
Se acercaron a la puerta, dejando la calle libre para que la ciudad siguiera envuelta en su caos, ajena a ellos. McKinley alzó la mano para tocar con los nudillos la madera. Pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se abrió para ellos. Maximus, Phoebe y Siena se miraron entre extrañados y sorprendidos. Se apresuraron a seguir a McKinley y a Tavey que ya se adentraban en el edificio sin temor alguno.
Subieron las escaleras sin encontrarse con ninguno de los vecinos de aquel lugar. Siena se preguntaba si McKinley había estado allí muchas veces, y si tal vez no estaban acudiendo a la casa de un asesino.
Observó a sus compañeros que también subían con el corazón en un puño. La tensión que sentían era evidente. Tavey cruzó una mirada con ella extrañado.
—¿Acaso tienes miedo, princesa?
McKinley, que iba a la cabeza, se giró para observar a la princesa. Le sonrió a Tavey. Era consciente de que la situación había tomado un tono misterioso desde por la mañana.
—No, qué va —contestó ella sacudiendo la cabeza.
Llegaron hasta el final de la escalera. Se encontraron con una puerta de madera negra ante la que se detuvieron.
—¿Es la puerta al infierno? —se burló Phoebe con su voz chillona.
McKinley y Tavey la fulminaron con la mirada. Phoebe enmudeció de súbito. Tampoco esta vez tuvo McKinley que tocar a la puerta antes de que esta se abriera.
Entró primero el chico que les hizo un gesto para que aguardaran un momento fuera.
—¿Hola? ¿Cornelia? —dijo.
Su voz retumbó dentro de la estancia oscura que se abría más allá de donde alcanzaba su visión. McKinley se perdió por un momento en la oscuridad. Instantes después volvió a por ellos.
—Venid, podéis pasar. Cornelia nos estaba esperando.
—¿Quién es Cornelia? —comenzó a preguntar Phoebe mientras se adentraba en las tinieblas de la pequeña casa romana.
—Yo soy Cornelia —respondió una anciana voz en la oscuridad.
Una figura negra, encorvada sobre un bastón avanzaba hacia ellos al tiempo que los viajeros entraban en su morada. La anciana a la que pertenecía la voz se sentó en una silla junto a una destartalada mesa de madera llena de herramientas para cocinar y hortalizas.
La estancia no era muy grande, tenía una pequeña ventana por la que entraba muy poca luz por lo que la habitación estaba casi en penumbra. Un olor putrefacto embargaba la sala. Era como si algo se estuviera pudriendo. Lo único que allí había era esa mesa, unas cuantas sillas y a un lado un catre.
—Sentaos en mi mesa. Si me ayudáis a preparar la cena os dejaré quedaros a pasar la noche.
Su voz sonaba como las oxidadas bisagras de una puerta con más de un siglo de antigüedad. Quizás era la edad que tenía esa mujer. Siena creyó que estaban ante su nodriza Onelee, pero pronto ese pensamiento desapareció de su mente.
Hicieron lo que la mujer les había pedido. McKinley se sentó frente a ella, y Siena ocupó el lugar que había junto a él. El resto se dispusieron alrededor de la mesa. Phoebe quedó junto a la anciana, por lo que tomó sus manos entre las suyas para ayudarla a cortar unas zanahorias.
La princesa al estar ante ella se dio cuenta de la visión de la mujer estaba nublada por un velo opaco. Tenía la cara poblada de arrugas, tenía tantas que parecían ríos enteros surcando su piel. Sus manos estaban tan atrofiadas que ni siquiera podía coger los utensilios que la ayudaban a cocinar.
Siena cogió otro cuchillo y comenzó a rebanar unas setas que había sobre la mesa. Era la primera vez que hacía algo así.
—Sé muy bien que os trae por aquí —comenzó la anciana.
Antes de que pudiera adelantar algo más, McKinley la cortó.
—Sí, Cornelia. Muchas gracias por tu hospitalidad. Como bien sabes estamos buscando a un viajero en el tiempo muy importante para nosotros. Es de vital importancia.
La anciana lo miró con sus ojos nublados como si fuera a derretirlo. McKinley guardó silencio, mordiéndose la lengua.
—No me interrumpas. ¡Sabes que odio que me interrumpan! —dijo con un sollozo.
A pesar de que Siena pensaba que la anciana iba a estallar en gritos y a echarlos de su casa por la desfachatez de McKinley, lo cierto es que comenzó a sollozar como si estuviera a punto de morir.
—Lo siento, Cornelia. Pero no tenemos tiempo.
Entonces los sollozos cesaron súbitamente. Los ojos sin vida de Cornelia se volvieron a posar en McKinley adquiriendo una mueca de advertencia. Levantó uno de sus dedos deformados por la edad para darle más énfasis a sus palabras.
—Si solo has venido aquí por interés ya te puedes marchar, muchacho —sentenció.
Tavey entonces intervino al rescate de su compañero malogrado. Había que andarse con ojo con las ancianas que vivían recluidas sin compañía. Era muy fácil ofenderlas. Carraspeó y la atención de la sala se posó en él. La mujer movió la cabeza rápidamente en su dirección.
—Cornelia, lo sentimos. No queríamos ofenderla. Estamos haciendo un viaje de reconocimiento por diferentes épocas y no podemos pasar mucho tiempo por aquí. Hemos traído con nosotros a la princesa Siena de Blodewaud y...
La expresión de la mujer se tornó maliciosa. Giró su cabeza hacia donde se encontraba la princesa, aunque esta no hubiera hablado. De hecho, había contenido la respiración al escuchar su nombre.
—Oh, de modo que la princesa Siena... ¡Ya sé que está aquí! ¿Me tomas por imbécil por ser una pobre vieja?
Se mantuvieron en silencio, en vilo. La anciana sonrió a Siena mostrándole su boca de dientes podridos.
—Siena, Siena. El mundo tiene grandes planes para ti... Veamos a ver.
Con un gesto hizo que un caldero apareciera ante ella. Siena y Maximus lanzaron una exclamación ahogada. Nunca habían visto hacer nada parecido. El caldero levitaba, y con un chasquido el fuego comenzó a crepitar en su base, haciendo burbujear el contenido.
—Echa las zanahorias dentro, Phoebe —pidió la mujer.
Phoebe hizo lo que le había solicitado la anciana. Siena observó con más profundidad el aspecto de la anciana. Sus ojos sin vida algún día fueron azules como el cielo helado de una mañana de invierno. Y en su pelo blanco como la ceniza todavía se distinguían algunos reflejos rojizos.
—Muy bien. Ahora un poco de lengua de buey —susurró.
Con otro gesto arrojó en el caldero un trozo de carne que había aparecido de repente en sus manos.
—Siena, vierte el líquido de las setas —ordenó.
Cornelia rotaba el dedo índice en el aire, consiguiendo que el brebaje del interior del caldero se removiera. El humo espeso se extendió en la penumbra de la habitación, impidiéndoles respirar con normalidad. Maximus fue el primero en toser de forma continua. La anciana entonces arrancó un pelo a la princesa sin previo aviso y lo lanzó al caldero. Siena dio un respingo pero no osó quejarse temiendo que la ira de la bruja recayera sobre ella.
—Veamos —dijo inclinándose hacia la mezcla que había hecho.
No dejó al resto observar qué era lo que estaba percibiendo. Los vapores comenzaban a tornarse insoportables. Necesitaban salir de ahí.
—Ese viajero al que buscáis. No está aquí. La última vez que lo vieron en Italia fue en Florencia durante el Renacimiento... No lo encontraréis aquí.
Adoptó una voz ahogada que no era la suya. Parecía provenir de ultratumba. O de más allá de los límites del tiempo. Aquella actuación sobrecogió a sus invitados.
El humo se fue extinguiendo poco a poco, permitiéndoles respirar con normalidad. Las toses fueron remitiendo mientras el ambiente se calmaba. El caldero desapareció y la anciana adoptó una pose hierática con las manos sobre la mesa.
—¿Eso era lo que queríais saber? —preguntó indignada.
McKinley asintió levantándose de su asiento. El resto tardaron unos segundos en seguirlo.
—Muchas gracias, Cornelia. Cuando lo encontremos volveremos a hacerte una visita.
—Por supuesto que lo haréis —contestó la anciana con un tono amenazante.
A Siena un escalofrío le recorrió la espalda. En ese momento descubrió que no debía andarse con tonterías con aquella anciana que parecía acabada.
Se apresuraron a salir del edificio, volviendo a las ajetreadas calles de Roma, que sin saberlo asistía a sus últimos años como gran imperio. A los viajeros los acompañaría durante todo el día un malestar que no era solo fruto del rato que habían pasado, sino que temían que la anciana les había lanzado algún hechizo para que sintieran también su dolor.
—¿Quién era esa mujer? —se aventuró a preguntar Phoebe.
Se adentraron en la multitud que estaba demasiado ocupada en su rutina para hacer caso de las conversaciones de aquellos extraños jóvenes.
—Es solo una bruja, Phoebe —contestó Tavey cansado de sus preguntas.
—¿Pero y por qué hemos venido a preguntarle a ella? ¿No hay otras brujas más amables? —siguió cuestionando.
—Y que no den miedo —añadió Maximus por lo bajo.
—Claro que hay más brujas, Phoebe —respondió Tavey resoplando y poniendo los ojos en blanco.
McKinley le puso una mano en el hombro a Tavey para que se calmara. Su compañero perdía los nervios con demasiada facilidad.
—Ella es la más anciana y sabe de todo. Incluso del futuro. Lo que a nosotros se nos escapa —explicó McKinley.
—¿Y por qué no le hemos preguntado? —volvió a preguntar la joven.
McKinley le sonrió con paciencia al tiempo que se encogía de hombros.
—Phoebe, el futuro es cambiante. Nos podría dar una predicción, pero quizás actuemos en consecuencia y esa profecía no se cumpla.
La joven asintió pensativa. Ella quería desarrollar su magia y ser tan buena como aquella bruja. Pero desde luego esperaba no volverse tan solitaria y triste.
—Es curioso, por un momento me ha recordado a alguien —susurró Siena.
McKinley asintió adivinándole el pensamiento.
—¿Onelee? —adivinó.
Sacudió la cabeza intentando que esas ideas no tomaran forma en la cabeza de la princesa.
—No, Onelee no es una bruja ni nada que se le parezca, Siena —cortó tajantemente.
—Pero ¿entonces?
—Deja de hacerte preguntas sobre tu nodriza. Las respuestas vendrán cuando estés preparada para saber la verdad.
Siena tragó saliva al recibir esas palabras. Siempre había sabido que Onelee escondía algo. Y algún día averiguaría qué. En silencio volvieron al bosque donde habían emprendido su viaje por la antigua Roma.
—Es tu turno —dijo McKinley dirigiéndose a la princesa.
La joven cerró los ojos, aspiró el aroma de los árboles que habían vivido hacía siglos en la Tierra. Inspiró toda la energía que había en aquel ambiente mágico, que parecía haber nacido de un relato mitológico. Y se dispuso a viajar de la mano de sus compañeros, para conocer todo lo que le concedía la Tierra. Todo lo que había acontecido en la historia.
Sobrevolaron las pirámides, todos los mares y descubrieron todos los paisajes que aquel mundo tenía para ofrecerles. Vieron naufragios y vidas perderse en guerras y conflictos inútiles intentando defender imperios que ya habían sido derribados.
El tiempo los arrastró hasta el Renacimiento donde descubrieron nuevos inventos y vivieron el arte. Pero allí los peligros acechaban en cada esquina, pues en esa época en la que la Inquisición era la vigía del pueblo, los cabellos pelirrojos y la actitud de Phoebe no pasaban desapercibidos. Tuvieron que dejar esa época atrás antes de que los prendieran. No se es invisible a los ojos del mal.
Así que viajaron lejos para acariciar la música en Viena en las manos de los compositores más célebres que haya conocido la Tierra. Querían vivir todas aquellas vidas que no eran suyas, que no les correspondían. Mientras Siena sentía que su energía era más fuerte, que su poder se consolidaba más llevando a sus compañeros de una época a otra mejor que la anterior, en busca de aquel viajero perdido.
También vieron arder cientos de pueblos en busca de una revolución que pretendían que cambiara su mundo. Estuvieron allí cuando se produjo el cambio. Vieron la evolución, el cambio de tiempo. Vieron llegar al ser humano más allá de lo que jamás pensó que podría haber llegado. Tan lejos que pisó la Luna. Pero se alejó tanto de la Tierra que perdió lo que más importaba. Perdió el foco. La esencia.
Viajaron y viajaron alrededor de un mundo perdido. Mientras tanto las diosas los vigilaban desde sus respectivos tronos, apiadándose de ellos y de lo efímeras que eran sus vidas. Para ellas todas aquellas historias eran solo un parpadeo para todo lo que habían visto durante su existencia.
Cuando ya lo habían recorrido todo dejaron de girar, de nuevo en el punto que habían comenzado. Todo eso fue en un segundo. Miles de vidas consumidas en un solo segundo. Tanto tiempo reducido a un instante, y aún no habían encontrado al viajero.
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