Capítulo 2
Aquel no era un lugar nada parecido a lo que ella estaba acostumbrada. Con otro chispazo de luz como el que la había arrancado de su hogar, apareció en las entrañas de lo que debería ser su nueva morada, aunque distaba mucho de ser un hogar. Era una fortaleza construida en piedra. Un lugar sombrío y lúgubre cercado por unos muros que debían de ser impenetrables.
Mucho más al norte las temperaturas eran más bajas y aquellas paredes no estaban preparadas para resguardar del frío, ya que su única función era proteger. Al contrario que su palacio de residencia que había sido levantado para vivir entre los lujos y comodidades de la corte y sus eventos.
Cuando tuvo enfrente todo aquello y fue consciente de adonde había ido a parar, no pudo evitar sentir la sensación de estar más encerrada que nunca. Incluso por un momento hubo un destello en su interior de arrepentimiento por haber sido tan estúpida durante los últimos años. Aquello sí que iba a ser una verdadera prisión.
Subieron por una escalera en espiral hasta una puerta secreta detrás de un tapiz en un salón del ala oeste del castillo. Allí la esperaban unos guardias que la acompañaron sin decir ni una palabra hasta la torre más alta del castillo. No había rastro alguno de belleza en aquel lugar: no había cuadros, esculturas ni nada que se le pareciera. Tan solo había armas y armaduras en cada rincón. Era un lugar tenebroso. Siena empezaba a preguntarse cómo un sitio como aquel podía tener cabida en su maravilloso mundo.
Después de recorrer un angosto y oscuro corredor de escaleras ascendentes llegaron ante una pesada puerta de hierro. Siena se giró para agarrarse desesperada a su nodriza.
—Onelee, por favor no dejes que me encierren aquí.
La anciana la abrazó, también desconsolada ante los ojos de los guardias impacientes.
—No hay otra cosa que yo pueda hacer. A mí tampoco me gusta esto, pero es la única forma que tenemos de ayudar. Yo me quedaré contigo.
Uno de los guardias abrió la puerta y la nodriza fue la primera en pasar, pretendiendo así convencer a la joven. Siena entró despacio, intentando retrasar lo inevitable. Todo estaba lleno de polvo, nadie había estado allí desde hacía quizás siglos. Había una cama, una cómoda y un escritorio. Pero no había ni una ventana por la que entrara la luz del sol. Antes de que Siena pudiera reaccionar escuchó el golpe de la puerta cerrarse tras de ella. Dos guardias se quedaron apostados en la puerta para controlar que no entrara ni saliera nadie de allí. Siena se estremeció. Parecía su fin. La acababan de enterrar en vida.
Las dos se sentaron en la cama sumiéndose en un desolador silencio lleno de preguntas.
—Espero que todo esto acabe pronto —pudo decir Siena con un hilo de voz.
Onelee asintió y le acarició el brazo intentando infundir el valor y la fuerza que le hacía falta a Siena.
—Yo también lo espero, niña. Pero no podemos hacer otra cosa que esperar.
Siena resopló frustrada y se quedó en silencio. No soportaba estar allí encerrada mientras todo lo que conocía podía estar a punto de desaparecer. Permanecieron un largo rato en silencio atrapadas en sus pensamientos. Entonces Onelee comenzó a contarle historias antiguas, que Siena había oído durante toda su vida, de cuando creía cuentos de hadas. No le entusiasmaban en absoluto, pero así pasaron el tiempo. Todas aquellas historias trataban sobre cómo se había conformado el mundo que conocía, por lo que al final le empezó a interesar y dio lugar a que se formularan nuevas preguntas en su cabeza de las que esperaba encontrar respuesta.
Carena, el planeta en el que vivían, tenía un hermano gemelo conocido como Tierra. Las diosas los crearon a la vez, sin embargo, pusieron más empeño en Carena que era lo que se definía como el paraíso. Mientras que en la Tierra la mezquindad de los hombres había conseguido con sus guerras y tecnologías destruir el planeta casi por completo, en Carena gozaban de paisajes que quitaban el aliento allá donde miraras.
Cuidaban todo cuanto poseían, y las diosas los habían recompensado por amar su creación. Les permitían vivir simplemente para disfrutar el día a día. El dinero, el oro o las riquezas no eran el motor de su mundo, ni de sus vidas, porque sus necesidades ya estaban cubiertas, no necesitaban trabajar sin descanso. La gente allí era amable y bondadosa, se dedicaban a lo que querían, por lo que había numerosos pueblos que se dedicaban a las artes, aunque dependiendo de la zona eran ciudades entregadas al arte, otras a la artesanía, a la agricultura o a las ciencias.
Al principio, se habían establecido en pequeñas colonias, conformando grupos que se dedicaban a lo mismo, así intercambiaban favores, ayudándose unos a otros a conseguir sus objetivos. Con el tiempo, esas agrupaciones se habían convertido en grandes ciudades consagradas a diferentes disciplinas, que eran auténticas maravillas que se fusionaban con los paisajes naturales creando una armonía perfecta entre naturaleza y humanidad.
El clima también era agradable pues no se producían temperaturas ni extremadamente altas ni muy bajas, por lo que para los que habían tenido ocasión de visitar otros planetas, aquel era sin duda el paraíso; un remanso de paz. Por todo ello quizás, las diosas decidieron que allí estaría su morada.
En Carena, había un único continente aún, pues no se había dividido como pasó en la Tierra. Este continente era lo que se conocía como Naenia. En la última extensión de tierra al norte, allí estaba la morada de las cinco diosas. Quizás también por esa razón habían creado unas criaturas tan bondadosas con las que convivir, y es que, en ocasiones, algunos podían tener audiencias con ellas en su gran palacio. Las diosas estaban muy presentes en sus vidas y si alguna vez había ocurrido algo que amenazaba la paz en Naenia ellas habían intercedido. Pero aquella vez era diferente. Después de siglos aquella paz de ensueño estaba a punto de resquebrajarse.
—¿Por qué ahora, Onelee? —preguntó Siena interrumpiendo uno de los relatos de su nodriza—. Porque después de tantos años quieren dividir en reinos Naenia. Mi padre tendría que hablar con las diosas. Ellas han querido que el poder recaiga sobre un miembro de mi familia por alguna buena razón, y si ellas creen que solo un hombre o una mujer puede estar capacitado para reinar sobre toda Naenia, no sé por qué habría que cuestionarlas.
Onelee terminó de trenzarle el pelo a la princesa como solía hacer, y la miró a los ojos. Chasqueó la lengua mientras sopesaba sus propias dudas. Cada vez era más consciente de que la presencia de las diosas se tornaba menos evidente y más irrelevante. Los habitantes de Carena habían comenzado a vivir alejados de la fe y de los valores otorgados por las divinidades. Estaban olvidando esos seres que reinaban por encima de todos ellos, muestra de ello era la rebelión de los hermanos del rey.
—Hay cosas que aún no sabemos, niña. Pero no tardaremos en averiguarlas. Que no te quepa duda de que detrás de esto hay un oscuro propósito... ¿Recuerdas la historia de tu familia? Te la contaba siempre de niña.
Siena asintió enérgicamente, sonrió y procedió a relatar de memoria todo cuanto sabía del origen de la familia real. Como todo, parecía un cuento de niños, por lo que la princesa no estaba segura de cuánto había de real en aquella vieja leyenda transmitida de generación en generación.
—Claro, las diosas crearon Carena para establecerse y vivir en paz, como si fuera una casa de vacaciones o algo así, pero no querían tener que encargarse de ninguna criatura que viviera aquí, así que encomendaron a Jelka, la mujer más noble que habían creado que...
Onelee negó con la cabeza cortando así el relato que Siena narraba con seguridad.
—¿Qué...? ¿No es así? Siempre me lo has contado así —protestó la joven.
—Claro, pero eso era un relato fantástico para niños, también te conté la historia real. Cómo se creó Carena en realidad.
Siena frunció el ceño confundida sin recordar. Pero de pronto el recuerdo le golpeó la mente. Onelee le había contado cuando era más mayor que en su sangre corría la sangre de las propias diosas. Ella no lo había querido creer y pensaba que era otra de sus historias, pero ahora se daba cuenta de que esa debía ser la verdadera.
La diosa más joven, Riska, cuyo nombre significaba lo que era: reina de reyes, había decidido crear aquel mundo tras ver que la Tierra era un completo desastre. Allí quiso establecerse para intentar encontrar una solución a los problemas del otro mundo. Pronto llegó a la conclusión de que no tenía ningún remedio, que habían creado unas criaturas muy maleables que habían caído a la merced del mismísimo demonio. Así que decidió empezar de nuevo en aquel nuevo planeta que, a su visión, era ideal, su obra maestra. Aunque era casi idéntico a la Tierra, había hecho algunas modificaciones para mejorarlo. El resto de las diosas la apoyaron y la ayudaron en su construcción de una nueva civilización.
Decidieron crear de nuevo humanos para intentar enmendar su error. Con una gota de su propia sangre, Riska creó a Jelka, la primera humana de Carena encomendándole la tarea de reinar sobre Naenia. La educó en su palacio como a una hija, mostrándole los daños que había causado la humanidad en la Tierra, para que no se viera tentada de realizar el mal y para que pudiera aprender de los errores que otros habían cometido.
Riska construyó el palacio de Eileen para que Jelka pudiera reinar desde el centro de su mundo, dándole a ella y a todos los nuevos habitantes de su reino, todas las comodidades que necesitaran para no tener que recurrir a las guerras que tanto daño hacían. Le había dado a la ciudad, que se convertiría en la más importante de Naenia, el nombre de su creación, pero en una versión de otro idioma. Desde allí, desde la ciudad que la diosa le había dedicado, Jelka formó la casa de Blodewaud, y reinó durante más de cien años hasta que Riska decidió que era el momento de dejar paso a sus herederos y dejarla descansar. Los humanos habían aprendido los valores que Riska le transmitió a Jelka, por esta razón la paz se había perpetuado por tanto tiempo.
Aun así, la misión de Jelka nunca terminaría, puesto que su creadora siempre tenía un trabajo nuevo para ella para asegurar la supervivencia en constante armonía de su mundo.
—Pero entonces, mis tíos también deberían reinar, ¿no crees? También deberían hacer cumplir los valores que nos inculca Riska.
Onelee volvió a negar con la cabeza.
—De hecho, siguiendo ese argumento ninguno debería reinar porque todo lo que Riska nos quería enseñar ya está dentro de la mente de cada uno de nosotros. Pero, sin embargo, fue decisión de la diosa que tu familia fuera la elegida, por llevar su sangre, de cuidar de todos nosotros. Ella cree que así siempre se hará lo correcto. Verás, vosotros sois nuestros protectores. Mientras la sangre de Riska siga entre nosotros, los demonios no nos alcanzarán.
Siena se giró para mirar a su nodriza con seriedad, que le seguía acicalando el pelo con ternura.
—Pero entonces, ¿por qué no lo respetan? —preguntó Siena, sin alcanzar a comprender el empeño de sus tíos en iniciar una guerra innecesaria.
—Ya sabes que cuando hay más de un miembro heredero al trono, hay una audiencia en la morada de las diosas para escoger quién es el más indicado para esta tarea, además de una serie de pruebas que por suerte tú no tendrás que pasar. En este caso fue tu padre el elegido por la propia Riska, para transmitir sus enseñanzas. Pero sus hermanos ahora creen que se les está arrebatando su derecho legítimo, y creo que alguien les habrá metido esa idea en la cabeza..., a ellos y a todos cuantos le siguen. No sé está cumpliendo lo que la diosa quería. Pero tú padre tampoco lo ha cumplido contigo.
Onelee tomó de las manos a Siena para acariciárselas mientras extendía por su piel un ungüento que ayudaba a calmarle los nervios.
—¿Por qué dices eso?
La nodriza se encogió de hombros siguiendo con su tarea bajo la atenta mirada de la princesa. No se detuvo a mirarla a los ojos cuando continuó hablando.
—Es evidente. No te ha hecho partícipe de nada, no te ha contado nuestra historia y cuál es tu deber, ni el papel que debes jugar ahora. Yo tampoco puedo decírtelo, niña. Soy solo una pobre vieja que sabe demasiadas cosas, pero otras se me escapan.
Siena se fundió en un abrazo con la anciana apesadumbrada por los acontecimientos. Miles de pensamientos bombardeaban la cabeza de la joven princesa. Tenía la sensación de que la nodriza sabía bastante más de lo que dejaba intuir, pero también sabía que si no se lo contaba era por una buena razón. Estaba de acuerdo con que su padre se había equivocado al gestionar su educación. La había protegido en exceso desde siempre, y eso podía costarle caro. Si hubiera sabido todos los secretos que le ocultaba podía haberlo ayudado a gestionar aquella situación. Pero en aquel momento lo único que podía salvarlos era acudir a la morada de las diosas y que Riska intercediera entre ellos. Quizás había cambiado de voluntad.
Era bien entrada la noche cuando empezaron los gritos. Siena daba vueltas en la cama intentando conciliar el sueño mientras miles de pensamientos surcaban su mente impidiéndole el descanso que tanto necesitaba, cuando un estruendo sacudió los cimientos del castillo. Se incorporó de un salto, desorientada. No sabía qué ocurría. Onelee, a pesar de sus años y sus huesos cansados se levantó rápidamente y llegó hasta Siena. Entonces otra sacudida hizo retumbar de nuevo las paredes, seguida de un estruendo y más gritos de terror.
—¡Niña, levántate! ¡Rápido! ¡Nos atacan!
Siena aún aturdida observó a Onelee con los ojos como platos, se levantó deprisa con la ayuda de su nodriza, se vistió todo lo rápido que pudo mientras los estruendos y sacudidas a las paredes del castillo eran cada vez más frecuentes, más fuertes. Por suerte no se estaba derrumbando la estancia en la que se encontraban, pero resultaba angustioso no poder ver lo que ocurría ahí fuera. Corrieron hacia la puerta y comenzaron a aporrearla gritando, pidiendo ayuda.
—¡Guardias! ¡Exijo saber qué está pasando ahí afuera!
Onelee empujó a un lado con delicadeza a la princesa, acercándose a la puerta para hablar ella a los guardias que la flanqueaban fuera. Si es que aún estaban ahí. Aunque deberían estarlo si no querían que el mismísimo rey Nacan los matara con sus propias manos, pensó.
—Señores, tienen que abrir la puerta. Este no es un lugar seguro para la princesa. Tienen que evacuarla de aquí inmediatamente.
Fuera no se escuchaba ni un murmullo. Solo gritos y estruendos que sacudían las paredes de piedra de aquellos muros que horas atrás le habían parecido infranqueables a ambas. De pronto un proyectil golpeó la pared que quedaba a sus espaldas. Toda la parte de la estancia donde hacía un segundo había estado la cama se vino abajo. Siena no pudo evitar gritar asustada.
La luz de la luna bañó los restos de la habitación y la urgencia se apoderó de la tranquilidad y paciencia que aún sostenía la anciana. La princesa aporreaba la puerta con todas sus fuerzas, con las lágrimas agolpándose en sus ojos luchando por salir. No le cabía duda de que iba a morir aquella noche.
—¡Guardias! ¡Abran la puerta! ¡Acaban de lanzar un proyectil a esta torre y la habitación se está derrumbando!
No se escuchó nada fuera. Nadie iba a escucharlas, ni mucho menos a ayudarlas. Onelee estaba segura de que los guardias habían abandonado su posición para acudir a socorrer a sus compañeros. Si conseguían acertar con otro proyectil a la torre, no saldrían vivas de allí. Los estruendos no cesaban. Siena estaba temblando, había roto a llorar desconsolada. Onelee la abrazó e intentó consolarla, a pesar de que ella también estaba nerviosa. Lo más importante para esa mujer era la princesa, y no cabía ninguna duda de que ella moriría antes de dejar morir a su querida Siena.
—Por favor, niña. Trata de mantener la calma. Encontraré la forma de sacarte de aquí.
Hubo un nuevo estruendo cerca de allí y Onelee pensó que todo estaba perdido. Volvió a gritar pidiendo ayuda, pero para su sorpresa la puerta se abrió cuando la princesa comenzó a golpearla de nuevo con todas sus fuerzas. Detrás de ella apareció Din-Lebdub con la espada ensangrentada en la mano. Siena nunca se había alegrado tanto de verlo. Salieron de aquella estancia antes de que empezara a derrumbarse.
—¡Han entrado en el castillo! ¡Venid por aquí!
Corrieron tras el guardia, descendiendo las empinadas escaleras bajo la tenue luz de la antorcha que portaba Din-Lebdub en la mano. En aquel castillo, los sistemas eran muy rudimentarios, por lo que ni siquiera tenían luz. Quizás el rey Nacan había mandado allí a su hija porque pensaba que estaría a salvo de espías, o porque creía que a sus enemigos nunca se les ocurriría atacar esa fortaleza. Fuera como fuese, se había equivocado.
—Han descubierto las teletransportadoras y han entrado por ahí, por lo que no podemos salir por el mismo sitio —explicó mientras seguían descendiendo a toda prisa—, tendremos que encontrar otra salida.
—¿No tienes un plan? —preguntó alarmada la princesa.
El guardia se giró para lanzarle una mirada fugaz. Siena guardó silencio y se limitó a avanzar entre las sombras. Los estruendos continuaban, podían escuchar cada vez con más fuerza los gritos de la gente, se comenzaba a percibir el fragor de la batalla. Por suerte cuando llegaron al salón principal que conectaba el castillo con la sala de las teletransportadoras, ya no quedaba nadie allí. Los hombres se habían dispersado por el resto de las estancias buscándola. Nadie imaginaba que la princesa estaría encerrada como una prisionera en una torre de la que no habría podido escapar de no haber sido por la ayuda de su guardia.
Sin embargo, junto a la puerta oculta del salón, se encontraban dos hombres que guardaban la entrada para que nadie pudiera escapar de allí. Antes de que fueran capaces de salir de la estancia los vieron y corrieron hacia ellos con la intención de alcanzar a Siena. La espada de Din-Lebdub se interpuso en el camino de aquellos hombres que se enzarzaron en una lucha con él, mientras la princesa con la ayuda de su nodriza corría hacia el extremo opuesto de la habitación, donde se encontraba la puerta de salida.
Dejaron al guardia, por un momento solo con esos dos hombres que parecían embrujados, lanzándose contra él con una fuerza sobrenatural. Din-Lebdub logró desarmar a uno de los dos, que rápido extrajo un puñal de su cintura, listo para abalanzarse de nuevo sobre él. El guardia giró sobre sí mismo, agachándose al mismo tiempo para esquivarlo.
Siena no quiso mirar, pues su vida dependía de la de ese joven que luchaba con arrojo para defenderla. Pero pudo esquivar a la muerte por un momento más. Solo recibió un pequeño corte en el brazo que lo hizo gruñir. Se incorporó de nuevo para encararse con sus contrincantes una vez más. No hubo tiempo para pensar más.
Por fin, Din-Lebdub con un rápido movimiento introdujo la hoja de su espada en el cuello de uno de sus adversarios, provocando que la sangre que brotaba lo encharcara todo mientras el hombre caía al suelo, llevando las manos a su cuello para intentar no ahogarse. Din-Lebdub giró sobre sí mismo para recibir a su otro adversario en el momento que iba a abalanzarse sobre él. Se hizo a un lado para esquivarlo y cuando pasó junto a él lo atravesó por el estómago. Esta vez fue el hombre quien lanzó un gemido y cayó al suelo abatido. El guardia limpió la hoja de su espada con su camisa y corrió tras la princesa.
Siena miraba atrás esperando que su guardia volviera a aparecer. Seguía avanzando sin descanso, aunque a un ritmo lento, debido a la edad de Onelee, que le pedía disculpas por no estar en mejor forma. El pasillo estaba lleno de hombres muertos o agonizantes, casi todos fieles al rey. Siena no quería mirarlos, pero no podía taparse los ojos, ni dejar de escuchar sus gritos. No pudo cerrar los ojos al horror. No podía hacer nada por ellos, y eso era lo que le hacía sentirse peor. Aquel corredor a oscuras lleno de muerte se quedaría grabado en su retina para siempre. Entonces apareció Din-Lebdub corriendo unos metros más allá. Le hizo un gesto con la cabeza, para que entrara en la sala que tenía al lado. Siena y Onelee aguardaron un momento para que Din-Lebdub se reuniera con ellas, fue él quien accedió primero a la estancia para asegurarse de que no había ninguna presencia indeseada. Una vez allí, se acercaron hasta unas escaleras que bajaban hasta la cocina.
—Saldremos por la puerta del servicio, tengo allí a unos hombres esperándonos.
Siena asintió mientras recorría los últimos metros del castillo que le quedaban para volver a estar a salvo, pero no tenía muchas esperanzas. Estaba pensando que quizás esos hombres ya hubieran muerto y que estuvieran aguardando el momento preciso en el que apareciera por esa puerta para cogerla.
Llegaron a una cocina en penumbra. Los criados ya habían desaparecido. Debían de haber sido los primeros en salir, en el mejor de los casos. Siena se fijó en la puerta de salida. Estaba abierta. Corrió hacia ella, aunque notó un sudor frío recorrerla como un escalofrío. Tenía un mal presentimiento. Din-Lebdub la cogió del brazo antes de que se lanzara al exterior. Una vez más, él fue el primero en cruzar el umbral para cerciorarse de que todo estuviera en orden. Les indicó que lo acompañaran al tiempo que las guiaba, escondiéndose entre las sombras del castillo. Como Siena había intuido los hombres ya no estaban, y su única vía de escape había sido descubierta.
El guardia había dejado un coche vigilado para que pudiera salir en caso de que ocurriera aquello, pero lo habían descubierto y había unos cinco enemigos a su alrededor. Din-Lebdub evaluó la situación bajó la atenta y desesperada mirada de las dos mujeres a las que escoltaba. La única opción que le quedaba era la desesperación. Así que corrieron hacia el coche sin ningún plan que pudiera desmontarse por el camino. Din-Lebdub sabía que moriría aquella noche, pero también sabía que debía salvar a la princesa. Esa era su única prioridad y moriría haciéndolo.
En cuanto los vieron se abalanzaron hacia ellos, corriendo como una manada de hienas se abalanza a sus presas. Con tanta mala fortuna que Onelee tropezó, cayéndose desprotegida en mitad de aquella algarabía. Aunque la princesa no dudó en acudir en su ayuda, la nodriza le indicó que siguiera corriendo con un gesto. Siena aturdida siguió avanzando por un instante, sin saber qué hacer, pero inmediatamente regresó al lado de la anciana para levantarla. Nunca podría dejarla atrás. Era todo lo que tenía.
Mientras tanto los hombres continuaban aproximándose hacia ellos entre gritos salvajes y victoriosos. Eran muy corpulentos, sus rostros quedaban ocultos tras sus largas cabelleras y barbas. Aquellos hombres no pertenecían a Naenia, pensó Siena.
—Niña, corre, tienes que huir. Déjame aquí. Eres la única que importa. Yo ya he vivido demasiado —le decía mientras la levantaba y volvían a ponerse en marcha.
—No podría perdonarme eso nunca.
Aquellos hombres de dimensiones sobrenaturales abrieron su formación para envolverlos y dejarlos sin ninguna opción. Din-Lebdub era rápido, así que llegó hasta el primero, a quien clavó su espada sin ninguna contemplación antes de lanzarse a por el segundo.
Siena aprovechó para rebasarlos, pero entonces todos los hombres se lanzaron hacia el guardia y la princesa tomó otro rumbo para rodearlos, pudiendo así llegar hasta su destino.
Obcecados en acabar con el guardia para luego hacerse fácilmente con la princesa, la descuidaron y consiguió acercarse lo suficientemente al coche. Ya estaba casi dentro, entonces se giró a contemplar cómo Din-Lebdub peleaba contra tres seres descomunales. No lo conseguiría. ¿Cómo iba a salir de allí sin él? No sabía manejar aquel trasto, y su nodriza tampoco.
Entonces en ese justo instante en el que alcanzó el coche, varios guardias ensangrentados salieron del castillo gritando para atraer la atención de los adversarios de Din-Lebdub. Gracias a esa distracción el joven aprovechó para clavarle la espalda por la espalda a uno de ellos antes de acudir a proteger a la princesa.
Inmediatamente entraron en el vehículo mientras los hombres corpulentos avanzaban hasta ellos. El coche se encendió, las luces iluminaron el claro y el castillo ya en ruinas. Los guardias se acercaban hasta los hombres, cuando por fin el coche se puso en marcha, dejando atrás un reguero de sangre.
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