Capítulo 10

La tierra no dejó de temblar en días. La princesa se encontraba en su habitación custodiada por sus guardias. Hacía días que no veía a Onelee, ni a su padre, que desde que se inició toda aquella locura permanecía atrincherado en su despacho, intentando gestionar aquella crisis. Al único que osaba ver el rey Nacan era al que creía su fiel guardia y amigo, Din-Lebdub. Era al único al que escuchaba, la única persona que podría hacerlo entrar en razón. Pero el joven, tenía las mismas ideas en la cabeza que el viejo rey. Y, además, despreciaba la actitud de Siena. Solo la toleraba porque era la heredera al trono. Pero en su fuero interno deseaba fervientemente que sucediera algo que la despojara de tal derecho.

Después de la historia que le había contado la nodriza a la princesa, no había vuelto a verla. Quizás esperaba que el tiempo calmara sus sentimientos encontrados. Aún no había transcurrido el suficiente.

A su alrededor los edificios se agrietaban cada vez más, algunos ya se habían derrumbado. Siena no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido durante la fiesta. Creía que todo aquello era culpa suya, de lo que había hecho sin querer, sin darse cuenta. Entonces una noche ocurrió algo que hizo que todo cambiase por completo. Siena estaba dando vueltas en su cama sin poder dormir, cuando la tierra volvió a temblar con un rugido que despertó a todos los habitantes de la ciudad. Una voz grave, como salida de ultratumba retumbaba por todos los pasillos del castillo con ansias de sangre. Pero aquella voz no se extendía sólo en el edificio, se escuchaba en cada rincón de Eileen, se colaba en sus cabezas tratando de enloquecerlos. Era como un potente susurro que heló la sangre de todos y cada uno de los habitantes de la ciudad. Pero sobre todo de Siena. Sobre todo, del rey Nacan.

—Sabemos el secreto de la princesa Siena. Debe ser entregada antes de tres días o arrasaremos la ciudad. Sabemos el secreto de la princesa Siena. Debe ser entregada antes de tres días o arrasaremos la ciudad.

Aquellas palabras no cesaban de repetirse, cada vez con más intensidad, como los temblores de la tierra. Inmediatamente las puertas de la habitación de la princesa se abrieron. El rey Nacan y sus escoltas irrumpieron en la estancia y corrieron para protegerla. Por fin la voz se apagó con otro rugido.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Din-Lebdub observando al rey.

A pesar de que el joven no soportaba a la princesa, nunca perdería la lealtad por su señor. Si le había encomendado la misión de protegerla, eso haría hasta su último aliento, aunque sus deseos fueran otros. Nacan contemplaba a su hija que lo miraba a su vez horrorizada. El rey paralizado por el miedo comenzó a negar con la cabeza. Con un gesto les indicó a sus guardias que se retiraran para dejarlo a solas con su única hija. Se sentó en la cama junto a ella, abatido. No tenía ninguna opción.

—No sé cómo protegerte de esto. No sé cómo proteger todo nuestro reino de esto. Lo siento, te he fallado. Os he fallado.

Nacan no podía ni mirar a la cara a Siena. La voz le temblaba y optó por no decir nada más. Por primera vez desde que se conocían, estaba siendo sincero, se estaba mostrando vulnerable con ella. La princesa le puso una mano en el hombro, tratando de consolarlo, pero ella tampoco tenía consuelo para sí misma. Así que no dijo nada.

—Pensaba que tú no serías así. No quería que tú fueras así —confesó el rey en un quejido.

Siena lo miró con el ceño fruncido sin entender a qué se refería su padre. Recordó su conversación con Onelee después de la fiesta. Le contestó con evasivas. No le dejó claro si alguien de su familia poseía ese mismo don. Siena estaba segura de que la nodriza le estaba ocultando muchísimo más de lo que pudiera imaginar.

Nacan al fin levantó la vista y se observaron muy de cerca durante un instante. El rey por fin vio en su hija a una princesa responsable, a una mujer. Un sentimiento de culpa lo invadió. Había estado mucho tiempo cegado por los recuerdos. Sin embargo, también era cierto que las reacciones irascibles de la princesa ante las negativas de su padre no habían ayudado.

—Hay muchas cosas que no te he contado, Siena —le confesó.

Siena seguía sin comprender. Onelee tenía que haberle contado a su padre su secreto, igual que tenía que haberlo hecho con sus enemigos. ¿Cómo si no iban a saberlo de repente todos? Ella llevaba días sin salir de su habitación, sin hablar con nadie. Ella había sido con la única que había hablado. Cada vez la sombra de la desconfianza se extendía más en el corazón de la joven. Entonces el rey interrumpió sus pensamientos

—Tu madre era una Efímera. Eso la volvió loca. Se marchó con el resto de Efímeros para intentar salvar la Tierra. Pero eso es imposible, porque no se puede salvar algo que siempre ha estado corrompido por el mal. Pero esos locos están empeñados y no hay quien los pare. Van saltando de época en época para ver si consiguen arreglar algo, pero por cada cosa que arreglan otra se rompe... Jugar con el tiempo es peligroso. En fin, en uno de esos viajes tengo entendido que murió. Ya hacía tiempo que nos había abandonado. Estaba ida con todas las pamplinas que le metieron en la cabeza así que...

Nacan sacudió la cabeza tratando de que las creencias que habían llenado su mente durante décadas desaparecieran. Todo cuanto sabía de los Efímeros era una mera suposición. No sabía en realidad lo que hacían o qué le había pasado a la reina. Pero todo el mundo necesita ponerle punto final a algunas historias que parecen quedar suspendidas en el aire, esperando a que llegue la conclusión. Cada uno elige el desenlace que mitiga más su dolor. Cada uno encuentra sus propios enemigos, a los villanos de su relato.

Cada vez hablaba con más odio, más rencor. No era hacia ella, sino hacia los Efímeros en general. Deseaba que jamás hubieran existido y que jamás le hubieran arrebatado a su reina. Pero ahora, su hija también era una de ellos, y debía entregarla para que muriera o todo su reino moriría con ella.

A la princesa le dio un vuelco el corazón la revelación de su padre. Onelee lo sabía todo. Se lo había ocultado durante todo ese tiempo. Debía haber tenido una relación muy estrecha con su madre. Quizás fue ella quien la puso en contacto con esas criaturas. Siena, en un afán por hacer que todos esos oscuros pensamientos desaparecieran de su mente, tomó la mano de su padre y la apretó para mostrarle su apoyo y su cariño. Eso era algo a lo que no estaban acostumbrados, pero que les hacía mucha falta.

—¿Qué haremos entonces? —le preguntó ella.

—Buscaremos una solución, no podemos dejar que mueras. Eres el futuro de Naenia.

Siena tenía un nudo en la garganta. Creía que ya no había futuro posible, ni para Naenia ni para ella. Aun así, trató de componer una sonrisa. Su padre trató de devolvérsela. Le dio un abrazo torpe y se levantó para dirigirse a la puerta. Sin embargo, había algo que aún rondaba la cabeza de la princesa. Tenía que soltarlo, quizás eso arreglara las cosas.

—Padre, creo que...

El rey Nacan se detuvo y se volvió hacia ella para escuchar sus palabras. Siena no estaba segura, así que tragó saliva.

—Creo que Onelee es la causante de todo esto —dijo en voz baja—, es la única que lo sabía. Sucedió en la fiesta. Me dijo que no debía hablar de esto con nadie, y desde entonces estoy aquí. Creo que...

El rey levantó una mano para hacer callar a su hija. En un momento se desvaneció todo el aura de paz y comprensión que había creado el caos, como si nunca hubiera existido. Pasó a ser un mero recuerdo que quizás hubiera podido ser un leve suspiro.

—Es imposible que Onelee haya hecho tal cosa. Ella es fiel a nosotros. Nunca dudaría de ella. Antes me cortaría una mano. Ni se te ocurra volver a decir una tontería semejante a esa. Nunca debes desconfiar de tus amigos más leales.

El rey Nacan se fue hecho una furia por las suposiciones de Siena. La princesa se quedó tendida en la cama con un torbellino de emociones en su interior, trató de relajarse y quedarse dormida. Pero no podía. Le era imposible. Siguió dando vueltas debajo de las representaciones de las diosas sobre el océano Kiriffa que se cernía sobre su cabeza. Parecía que sus ojos observándola desde el techo, trataban de decirle algo. Siena no advertía qué podía ser.

Al final la luz del alba la sorprendió y fue entonces cuando el sueño la alcanzó. Durmió profundamente durante varias horas sin que nadie la molestase. Cuando despertó, Din-Lebdub entró en su habitación para darle las nuevas noticias.

—Princesa, desde ahora no debéis salir de vuestros aposentos bajo ningún concepto. Están apareciendo cadáveres en el palacio a cada hora. Son todos miembros del servicio, de la corte o incluso guardias. No sabemos qué está ocurriendo, pero por su seguridad debéis permanecer aquí.

Siena iba a contestar, pero Din-Lebdub desapareció de nuevo tras la puerta. Otra vez la tierra estaba temblando bajo sus pies. Cerca de la ciudad empezaron a abrirse las primeras grietas en el camino, llevándose hacia su interior a todo el que por allí pasaba. La tierra se estaba dividiendo. Mientras tanto, la voz volvía a los oídos de los habitantes de Eileen, cada vez con más fuerza. Les martilleaba la cabeza. Estaba dentro de sus mentes, amenazándoles con volverles locos. Así pasaron otro día.

La princesa tenía cada vez más claro que su vieja nodriza había planeado todo aquello. Se había pasado al otro bando porque tenía más que ganar. Por eso hacía días que no acudía a verla. Y ella lo agradecía porque no tenía ganas de ver a nadie.

Durante el día la tensión no hacía más que acrecentarse, cuando aparecía el cadáver de alguien en algún rincón del palacio. Algunos miembros del servicio vieron cómo de repente alguno de sus compañeros se desplomaba sin motivo alguno, y ya no se volvía a levantar. Parecía arte de magia. El temor se extendió durante todo el día por el palacio, pero sin que pudieran darle ninguna solución.

El rey temía que la siguiente fuera la princesa, pero estaba convencido de que solo era una burda amenaza para que la entregaran.

Conforme pasaban las horas para Siena, en su mente se iba formando una idea más fuerte, con más claridad. Era su única salida. Se escaparía por la noche y se entregaría ella misma. No pensaba permitir que arrasaran toda Naenia por su culpa. Afrontaría las consecuencias de tener ese poder que no había pedido. Con esta idea resonando más fuerte en su mente que cualquier otra, se durmió la última noche. Solo le quedaban veinticuatro horas. Y entonces la voz volvió a sonar, la tierra volvió a temblar.

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