Capítulo 25
N.A: disfruten del último capítulo del fanfic
El sueño comenzó como un recuerdo lejano, uno que siempre se mantenía oculto en lo profundo de mi mente. Me encontraba en un festival, rodeada de luces y música, mi pequeña figura apenas destacando entre la multitud que se movía como un río interminable. Podía sentir el calor de las antorchas y el bullicio de la gente alrededor, sus risas resonaban en mis oídos, creando un contraste doloroso con la sensación de vacío que empezaba a crecer dentro de mí.
Miré a mi alrededor, buscando a mi madre, a mis hermanos. Sabía que estaban aquí, lo sabía, pero por alguna razón, no podía encontrarlos. Mis manos pequeñas se aferraron al borde de mi vestido, el miedo comenzaba a aflorar. Dieron un paso más lejos, mi vista se nubló mientras intentaba ver por encima de la gente, buscando desesperadamente una cara familiar. Pero todos eran extraños. Cada vez que creía ver a mi madre, su figura se desvanecía, dejándome sola de nuevo.
—¡Mamá! —grité, mi voz apenas audible entre el ruido del festival. Pero no hubo respuesta.
El pánico me golpeó de lleno cuando me di cuenta de que estaba sola, completamente sola en medio de un mar de gente. Mi madre, mis hermanos... se habían ido sin mí, se habían olvidado de mí. Era solo una niña, incapaz de comprender cómo alguien podía simplemente olvidarse de que existía.
Las lágrimas comenzaron a brotar, primero silenciosas, luego con sollozos que sacudieron mi pequeño cuerpo. La gente seguía moviéndose a mi alrededor, ignorando mis lágrimas, mi dolor, como si fuera invisible, como si no estuviera ahí. Me arrodillé en el suelo, abrazando mis rodillas, intentando encontrar algún consuelo en mi soledad.
Y entonces, el sueño se oscureció, envolviéndome en esa sensación de abandono que nunca me ha dejado. La misma sensación que me invade cada vez que estoy en un lugar lleno de gente, cada vez que siento que me pierdo entre las multitudes. La niña que lloraba en el festival seguía ahí, atrapada en ese recuerdo, incapaz de encontrar una salida.
Desperté. Aunque ya no estaba en ese festival, el miedo y la ansiedad seguían tan vivos como en mi sueño. Ese recuerdo, aunque lejano, nunca me ha dejado.
Pasé la noche dando vueltas en la cama, incapaz de encontrar consuelo en el sueño. La conversación con ese hombre, sus palabras hirientes, y la sensación de impotencia que me dejó seguían rondando en mi cabeza. Pero, al mismo tiempo, por primera vez en semanas, sentía algo que iba más allá del dolor y la apatía: sentía rabia. Una rabia que me impulsaba a moverme, a hacer algo en lugar de quedarme en esta maldita cama, dejándome consumir por la desesperación.
Sabía que tenía que encontrarlo de nuevo. No podía quedarme con esta incertidumbre. Necesitaba respuestas, y ese hombre era el único que podía dármelas. Pero, antes de eso, el encierro en el castillo comenzaba a ahogarme de una manera que ya no podía soportar.
Cuando vi a mi hermano Damian caminando por el pasillo, la idea de salir al jardín me asaltó como un soplo de aire fresco. No esperaba que él fuera mi salvación, pero lo intenté de todos modos.
—Damian, por favor... ¿podrías sacarme al jardín? —pregunté, esperando la inevitable negativa.
Para mi sorpresa, Damian asintió después de unos segundos de silencio, sin decir una palabra más. Lo seguí, sorprendida por su disposición a ayudarme.
El sol estaba en su punto más alto cuando salimos al jardín. La calidez de sus rayos en mi piel me hizo sentir, por un breve momento, que podía respirar de nuevo. Mientras caminábamos por los senderos de grava, rodeados de flores y árboles que apenas lograba apreciar, una pregunta brotó de mis labios antes de que pudiera detenerla.
—Damian... ¿alguna vez me has querido?
No sabía por qué lo había preguntado. Quizás porque, en medio de mi confusión, necesitaba saber que alguien, en algún lugar, se preocupaba por mí. O tal vez porque, a pesar de todo, aún deseaba algún tipo de conexión con mi hermano mayor.
Damian tensó la mandíbula, su expresión fue imperturbable, como siempre. No me respondió, pero su silencio dijo más de lo que cualquier palabra podría haber dicho. Sonreí, aunque con tristeza. Una parte de mí había esperado esa respuesta.
Seguimos caminando en silencio, disfrutando de la paz momentánea que el jardín ofrecía. Pero, como todo, el paseo llegó a su fin. Cuando nos detuvimos cerca de la fuente, me giré hacia él.
—Gracias por sacarme, me hacía falta tomar un poco de sol —le dije, esbozando una sonrisa que no llegó a mis ojos.
Damian asintió, pero algo en su expresión me dijo que tenía algo más en mente. Su mirada se endureció por un momento, como si estuviera luchando con algo internamente.
—Beatrice, tengo algo que decirte —comenzó, con una suavidad inusual en su voz.
—¿Sí? —lo miré, esperando que continuara.
Pero justo en ese instante, nuestra madre apareció, como si hubiera estado vigilando desde las sombras.
—Damian, ve a ayudar a tu padre con las cuentas —ordenó, con ese tono que no admitía discusión.
Damian dudó por un segundo, su mirada vaciló entre nuestra madre y yo. Por un momento, pensé que se quedaría, que desafiaría su autoridad, pero al final, la obedeció y se marchó, dejándome sola con ella.
Lo observé mientras se alejaba, sintiendo que cualquier oportunidad de obtener respuestas de él se desvanecía. Por supuesto, mamá siempre estaba allí para asegurarse de que no escapara de su control. Mi rabia, que por un momento había cedido bajo el sol, volvió a burbujear dentro de mí. No, no podía quedarme quieta. Iba a encontrar a ese hombre, y de alguna manera, iba a recuperar lo que me había sido arrebatado.
La sensación de estar siendo engañada no me abandonaba. Aunque me doliera admitirlo, me estaban ocultando la verdad, porque de lo contrario, habrían hecho todo lo posible para ayudarme a recordar. Pero en cambio, ¿qué había recibido? Negativas, frases débiles y poco coherentes, y la única afirmación que salía con fuerza de sus labios era que un hombre había sido el culpable de todo.
«Un hombre, un hombre, un hombre».
Estaba cansada de escucharlo.
A mitad del día, una segunda nota misteriosa apareció en mi ventana.
Nueve de la noche. Calle Dublin 456. Un taxi escoba te estará esperando afuera de tu ventana.
Podrían estar jugando conmigo, podrían estar intentando engañarme. Sin embargo, estaba harta de quedarme quieta, de seguir órdenes, de comportarme como una señorita de la realeza debía hacerlo. Estaba agotada. Así que, ¿qué tenía que perder? A lo más, conseguiría respirar el aire fresco de la ciudad, y si era una trampa, viviría una pequeña aventura.
Intenté unir ambas notas: la primera hablaba de mis mariposas dormidas y la segunda, de una dirección. Estaba impaciente porque llegara la hora, por descubrir el secreto que se ocultaba detrás de esas palabras, por prepararme ante lo que descubriría, y que, muy en el fondo, sabía que no me iba a gustar.
Dejé unas almohadas bajo las sábanas, en caso de que alguien pasara a comprobar si dormía. Me puse un vestido ligero y una capa de cuero encima. Llevaba unas botas que me cubrían hasta unos centímetros por debajo de las rodillas.
Al menos habían dicho la verdad sobre el taxi escoba, que me esperaba detrás de la ventana. Quien lo manejaba llevaba una capucha, igual que yo, por lo que no pude distinguir si era un hombre o una mujer. No dijo ni una palabra, solo asintió cuando le pregunté si debía subirme, porque claro, eso era lo que tenía que hacer. Amenacé a la persona, advirtiendo que mi familia se encargaría de hacerme justicia si intentaba hacerme daño, aunque no era cierto y seguro lo notó por el temblor temeroso en mi voz.
Me dejó cerca de una calle de piedra. Le pregunté hacia dónde debía ir. «Izquierda, recto, izquierda, recto», respondió. Seguí sus instrucciones torpemente, invadida por una sensación abrumadora de estar finalmente libre, en la calle, donde nadie me conocía, lejos del frío castillo y cerca del calor vibrante de las personas que se divertían a esas horas de la noche. Nadie parecía preocupado por el atentado reciente; era como si nada hubiese pasado.
Me repetí a mí misma que caminar tan lentamente no era por la profunda admiración que sentía por esta vida nocturna. Me convencí de que preguntar a alguien en la calle cómo podría viajar una hora lejos de aquí no era porque quisiera escapar y mandar al diablo aquella nota, a mi familia. Me habían dado una salida, quienquiera que fuera me había dejado sola, confiando en que estos pensamientos de huida no serían lo primero que me invadiría.
¿Qué más podía hacer? ¿Vagar como una muerta en vida por los pasillos de la casa Lumis? ¿Mendigar por un cariño que nunca recibiría? ¿Acaso alguna vez había tenido elección? Lo dudaba. Nunca me habían dejado elegir y no lo estaban haciendo ahora. Era como si una capa se cayera de mis ojos, revelando la dura verdad sobre mis hombros. Mi familia no me quería. Mi familia no me estaba ayudando. Mi familia se arrepentía de ser... bueno, mi familia.
Parecía como si alguien me hubiera lanzado agua al rostro, porque de él no dejaban de deslizarse gotas.
Eran mis lágrimas.
Estaba sola en esto. Siempre lo había estado. No me importaba vengarme de ese hombre, no me importaba ser rica, no me importaba nada.
«Sí te importa alguien, tienes que luchar por recuperarlo».
Me quedé fría cuando esas palabras se colaron por la grieta de mi mente.
—¿A quién... a quién tengo que recuperar? —pregunté a la nada.
No hubo respuesta.
Todo esto apestaba.
Pero allá, en esa esquina con un letrero semi caído y una farola de fuego encendida, escuché una risa, ronca y majestuosa. Fui como una polilla atraída por la luz, y con cada paso que daba, esa voz que había escuchado hace un momento comenzaba a tomar fuerza.
«Tienes que recuperarlo, no lo pierdas».
«Familia».
Mi corazón hacía bom bom demasiado fuerte.
Familia, familia.
Abrí la puerta del bar con fuerza. Me recibió el olor a pino, cerveza, tabaco, y algo más... algo más que me llamaba, un hilo que tiraba de mí, una energía pesada, violenta, una energía que, aunque no sabía cómo lo sabía, retrocedía ante la mía para darme la bienvenida.
Seguí caminando firmemente, determinada a seguir el rastro de ese hilo.
«¡Familia, familia!».
Estaba cerca, estaba...
—¡Capitán, no puede apostar nuestra ropa!
No podía creer que había llegado hasta aquí solo para encontrarme con el capitán de los Toros Negros. ¿Por qué? ¿Acaso el destino también estaba jugando conmigo?
—Claro que puedo, yo...
De repente, se calló abruptamente, olió el aire y buscó con la mirada hasta encontrarse conmigo. Él... él me había sentido, había percibido lo mismo que yo... me dolió el pecho de nuevo. Era la tercera vez que lo hacía, y siempre cuando él estaba presente. Los que estaban a su alrededor no se daban cuenta de nada, todos estaban enfrascados en apuestas y bebidas. Pero él no. Él me miraba con una intensidad que me paralizaba. Desde los pies a la cabeza, sentí un estremecimiento y algo en mis recuerdos queriendo colorearse.
Me asusté, y esta vez no era por él. Me asustaron mis propias emociones. Así que retrocedí, pero como estaba lejos de pensar con claridad, me fui en un sentido contrario a la salida. Choqué con un hombre, luego con una mujer que llevaba copas sobre una bandeja. El dolor en mi pecho era desgarrador, ardía como si quisiera arrancarme el corazón y echarle cubos de hielo encima. Mi piel estaba helada.
De repente, alguien me metió en un cuarto. Estaba oscuro, pero sabía que era él. Me había seguido, los papeles se habían invertido y yo era la que estaba acorralada. No necesitaba la luz para saber cómo se veía su cuerpo en la oscuridad, su rostro, su expresión peligrosamente atractiva. Tenía su cuerpo pegado al mío, y el olor a cerveza de su aliento era suave, no desagradable.
—Qué sorpresa encontrarte aquí.
Sentí su energía tratando de envolver la mía, un calor familiar que encendió una chispa que había estado apagada. Intenté mantener la calma cuando sus manos firmes y decididas me atraparon contra la pared y luego me elevaron sobre un mueble.
No me resistí cuando comenzó a tocarme por encima de la ropa. No me resistí cuando sus dedos exploraron mi cuerpo, arrancándome suspiros que no podía controlar. Sentía que me hundía en la tentación, en el placer que sus manos me proporcionaban.
No pensé en lo que estaba haciendo, en lo que estaba permitiendo que me hiciera. De alguna manera, mi cuerpo lo sabía, lo recordaba. Mi voz interior me había dicho que él era familia.
Hasta que de repente se detuvo.
—¿Qué haces? ¿Por qué te detienes? —mi voz sonó más desesperada de lo que pretendía. Era lo primero que había dicho desde que me atrapó en este pequeño cuarto.
Él se alejó, caminando hacia lo que supe después que era un lavabo. Metió sus manos bajo el chorro, lavándose, como si nada hubiera pasado. La vergüenza me inundó, cubriéndome de pies a cabeza.
La voz de mi interior se había equivocado. Él no era familiar. Era el causante de la pérdida de mis recuerdos.
—Solo te estabas divirtiendo conmigo —murmuré, más para mí misma que para él.
—Como tú lo hiciste conmigo —respondió con frialdad.
—¿Cómo yo lo hice? —pregunté, incrédula.
Por supuesto, había ido a ese bar porque lo había escuchado, igual que en la reunión lo busqué desesperadamente, deseando provocarlo, herirlo de alguna manera. Pero ahora, al sentir su rechazo, la rabia y la vergüenza me ahogaron. Salí del cuarto apresurada, sin mirar atrás, decidida a no caer en sus redes de nuevo. Nunca más.
Corrí por las calles sin rumbo, dejando que mis pies me llevaran. No quería regresar al castillo, no ahora, no con la confusión y la vergüenza devorándome por dentro. Tomé la dirección que había en la última nota, aunque cada paso me hacía desear haberme abrigado más. El frío me calaba hasta los huesos.
Tonta. Tonta. Tonta.
Tienes que odiarlo, ¡tienes que odiarlo!
Pero ahí estaba, ese deseo consumiéndome, entregándome a él.
Al llegar a una casa pequeña y vieja, toqué la puerta con dudas. Moví el pomo varias veces hasta que, finalmente, alguien abrió.
Un rostro envejecido por los años me recibió. No me preguntó cómo me llamaba ni cómo había llegado hasta su casa. Simplemente me hizo algunas preguntas sobre mi magia.
Sin que me diera cuenta, me cortó el brazo, extrayendo un poco de mi sangre. La probó y luego me lanzó unos polvos mágicos que me hicieron toser. Lo que vi me dejó de piedra. Una mariposa de alas negras apareció sobre su mano. La presionó con fuerza hasta hacerla pedazos, y fingí que no sentí nada cuando lo hizo. El polvo negro que quedó lo mezcló con un frasquito que contenía mi sangre y agitó la mezcla hasta que todo se fusionó en una sola sustancia. Lo observé tensa. No pregunté por qué estaba haciendo eso. No me asustó estar encerrada con él en ese pequeño cuarto. Por primera vez decidí confiar, y a pesar de ello, cuando salí de esa casita deseaba con todas mis fuerzas no haber leído la nota, no haber llegado hasta ese brujo. Decidí que las siete palabras que me había dicho no eran verdad.
Casi me caigo al suelo por el temblor de mis piernas. La bilis se me subió a la garganta y vomité sobre un basurero. No me importó si alguien me veía o me escuchaba. Las palabras no dejaban de repetirse en mi mente.
Cuando doblé una esquina, casi se me sale el corazón del pecho por el susto. Allí estaba él, apoyado contra la pared con su habitual despreocupación.
—¿Visitando a tu amante? —su voz estaba cargada de burla.
Intenté ignorarlo y seguir caminando, pero la vergüenza de lo que había pasado en el baño aún me pesaba.
—¿Acaso estás enojada por lo que te hice sentir? —me provocó.
—Piérdete —dije, repitiendo las palabras que él mismo me había dicho alguna vez.
—¿Estás sacando tus garritas? —se burló de nuevo, obligándome a detenerme y girarme hacia él.
—¿Por qué me sigues? ¿La ciudad no es lo suficientemente grande? —le espeté, mis nervios estaban al borde del colapso. Y si seguía metiendo el dedo en la herida, entonces yo...
Comenzó a caminar a mi lado, sus pasos resonando en la noche.
—Solo busco con quién divertirme, y tú pareces necesitar una buena distracción —susurró, su voz estaba tan cerca de mi oído que me estremecí.
Me detuve. No lo entendía. Decidí decir una mentira solo para que se fuera y me dejara en paz.
—No hay nada más que desee que ver tu perdición por lo que me hiciste —murmuré, pero incluso mientras decía esas palabras, sabía que no era del todo cierto.
Él rió, pero su risa carecía de humor.
—¿Por lo que te hice? Creí que al menos eras honesta con tus actos, pero otra vez me equivoqué. No sé por qué le hice caso a esa maldita nota.
Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse, pero lo detuve agarrándolo de la capa.
—¿Qué nota? —pregunté, sintiendo que había algo más en juego aquí.
Sentí que mi agarre era firme, y él se dio cuenta de ello.
—Decía que te salvara, pero yo te veo perfectamente —respondió, mirándome con escepticismo.
Pero él sabía que no era verdad. No estaba «perfectamente», ahora no. Todo había cambiado y necesitaba regresar al castillo.
—¿La tienes contigo? —insistí, mi corazón estaba acelerándose.
Él dudó, pero finalmente sacó un trozo de papel arrugado de su bolsillo. La letra era la misma que la de las notas que yo había estado recibiendo, y ahí en medio de todo lo amarillo del papel, decía:
Sálvala, ella te necesita.
Pero no decía quién estaba en peligro. ¿Por qué asumió que se trataba de mí?
—He estado recibiendo las mismas notas —confesé, aunque sabía que no debía hacerlo.
Él frunció el ceño, pero no dijo nada. La posibilidad de que alguien estuviera jugando con ambos comenzó a aflorar en mi mente. Y antes de que pudiera pensar en ello, una tormenta inesperada comenzó a azotarnos con fuerza. La lluvia empezó a caer sobre la ciudad y el cielo se oscureció. La vida de la ciudad ya no me pareció tan vibrante.
Buscamos refugio entre dos edificios, en un espacio estrecho que nos obligó a estar demasiado cerca el uno del otro. Sentí su calor, su corazón latiendo a través de su ropa, y extrañamente, eso me calmó. Siempre he odiado las tormentas.
—Debo ser el hombre más estúpido que hay, porque sigo preocupándome por ti —murmuró, más para sí mismo que para mí.
Lo miré, sorprendida.
—¿Qué?
Su mirada era intensa, demasiado, como si estuviera buscando algo en mí que yo no podía recordar.
—En serio, profe, ya no es divertido que hagas como si nada hubiera pasado —dijo, cansado.
La palabra "profe" resonó en mi mente, provocando un dolor agudo en mi cabeza. Me llevé las manos a las sienes, tratando de calmar el malestar, pero era insoportable. El dolor en mi pecho también aumentó.
—¿Estás bien? —Se acercó, preocupado, pero lo aparté con un empujón.
—Déjame —gruñí, la cabeza me martillaba con intensidad.
—Prometiste regresar a casa y no lo hiciste —sus palabras se clavaron en mi mente, pero no podía recordar qué significaban.
Había alguien, alguien me esperaba... pero ¿quién? Golpeé mi cabeza con las manos, tratando de sacudir el dolor. Él intentó detenerme, pero lo rechacé de nuevo.
«No lo pierdas, es nuestra familia.»
Y de nuevo, esa voz interior.
La lluvia ahogó mi grito de agonía.
—¿Cuál... cuál es tu nombre? —le pregunté, desesperada por una respuesta.
Me miró, su expresión era una mezcla de ira, asombro y consternación.
—Deja de fingir —repitió, su mirada volviéndose dura de nuevo.
—No estoy fingiendo —insistí, aunque mis palabras parecían perderse en el viento.
Finalmente, me miró a los ojos y dijo:
—Yami Sukehiro.
El nombre me golpeó como una ola fría. Yami... Lo reconocí, lo sentí familiar, como si estuviera recordando algo oculto en lo profundo de mi mente.
—Yami... —sollocé, abrazándome a mí misma mientras mi mente trataba de procesar el nombre, intentando recordar algo que parecía estar justo fuera de mi alcance.
Yami, con su rostro lleno de una mezcla de emociones que no podía descifrar, se acercó un paso más.
—¿No me recuerdas? —preguntó, con dolor y sorpresa en su voz.
Negué con la cabeza, incapaz de darle una respuesta clara.
—¿Por qué? ¿Por qué me hiciste esto?
—¿Qué te hice exactamente? —preguntó, sus ojos buscaban respuestas en los míos.
—Provocaste el accidente en que perdí parte de mis recuerdos, ellos me lo dijeron —respondí, las palabras saliendo entre sollozos.
—¿Quiénes? —su pregunta fue casi un susurro, lleno de desesperación.
—Mi familia —dije.
La angustia se reflejaba en mi rostro.
—Beatrice... —murmuró, con preocupación que parecía hacerle temblar. Me asustó su expresión.
—No me llames así —dije, incapaz de soportar la forma en que pronunció mi nombre.
Yami parecía comprender algo, una realización que no lograba entender completamente.
—Ahora entiendo el mensaje —murmuró para sí mismo, pero lo escuché claramente. —Beatrice, tú me enviaste una carta en la que decías que habías jugado conmigo, que solo te divertiste con el pobre extranjero.
—No, yo no diría eso... creo —dije, tratando de recordar, pero sin poder aferrarme a ninguna verdad clara.
—Yo no sabía que perdiste tus recuerdos. No sé de qué me estás hablando —declaró, con una sinceridad que me hizo cuestionar todo lo que pensaba.
—Tengo que irme —dije, levantándome con dificultad. Necesitaba resolver el enredo en mi mente, encontrar respuestas que parecían estar siempre a un paso fuera de mi alcance.
—No, necesitamos llegar al fondo de esto —dijo Yami, intentando detenerme.
—Estoy cansada, no sé si dices la verdad, no sé si confiar en ti —respondí, el dolor y la confusión me envolvían.
Pareció dolido por mis palabras, y me miró con una intensidad que me hizo sentir aún más perdida.
—Ven conmigo a casa —sugirió, había preocupación genuina en su voz.
«Casa, casa, casa.»
Quería decirle que sí, que iría con él a donde sea que me llevara, pero también había una parte de mí que desconfiaba de sus palabras. La verdad sobre lo que había descubierto en la casa del brujo me decía que debía regresar al castillo. Era la única forma de enfrentar todo esto.
A pesar de la tormenta que nos rodeaba, lo tomé de la camiseta y me acerqué a él con una desesperación suave. Junté mi nariz contra su pecho, hundiendo mi rostro en su cuello, inhalando el aroma que me resultaba inesperadamente reconfortante. Se sentía como hogar, como un refugio cálido en medio del caos. No era la fría indiferencia que conocía de mi familia; esto era diferente, era una chispa de familiaridad que me desconcertaba y me envolvía en un abrazo invisible. Con cada respiración, me sentía más perdida en ese abrazo, y sujeté mi cabeza con las manos, como si temiera que los recuerdos y las emociones pudieran desvanecerse en un suspiro. Me froté contra él, embriagándome de su aroma, de la sensación de su presencia cercana, que parecía calmar la tormenta interior que me atormentaba. Finalmente, me separé lentamente, sintiendo un ronroneo bajo mis dedos, una vibración cálida y reconfortante que me hizo desear quedarme ahí para siempre.
—Beatrice —suplicó, desesperado.
"No, no estés triste", quise decirle. En cambio, dije:
—Tengo que irme.
Sin mirar atrás y sin importarme que la tormenta me empapara por completo, volví al castillo, mi mente llena de preguntas sin respuesta y un dolor que no podía ignorar.
Mientras regresaba al castillo, noté que mi magia de ilusión, una habilidad que solía dominar con facilidad, parecía más frágil que nunca. Era como si mi poder mágico estuviera desmoronándose, al igual que la conexión que tenía con mis mariposas. Intenté conjurar una ilusión para esconderme en las sombras, pero la imagen se desvaneció casi al instante, dejándome expuesta a la tormenta. Este debilitamiento de mis habilidades solo intensificaba mi desesperación, y me preguntaba si mis recuerdos perdidos estaban afectando mi magia de una manera tan profunda como perturbaban mi mente.
Al regresar al castillo, el ambiente era completamente diferente. Los pasillos estaban llenos de gente agitada, y los gritos y llantos provenientes de la habitación de mis padres me estremecieron. Mi corazón comenzó a latir desbocado, mientras me acercaba con pasos temblorosos a la fuente del caos. La escena que encontré fue desoladora: mi madre, sumida en un mar de lágrimas, se aferraba al cuerpo inerte de mi padre, acostado en el suelo, sin signos de vida.
El shock me paralizó. No podía creer lo que veía. Las palabras de mi madre, ahogadas en un lamento desconsolado, se mezclaban con las voces de los sirvientes y familiares que intentaban consolarla. Mi mente se negó a aceptar la realidad, mientras mi cuerpo luchaba por moverse. Todo lo que había experimentado esa noche palidecía en comparación con el dolor y la confusión que sentía ahora. Mi padre había muerto, y con su pérdida, el castillo parecía haberse convertido en una prisión aún más fría y opresiva.
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