Capítulo 21 Visitas ¿inesperadas?

El Señor Hopkins estaba más tedioso que nunca, ese lunes por la mañana, cuando se inicia una semana, pero esa la había comenzado muy mal. Hablaba y hablaba, y no se cansaba de hablar, nadie respondía a sus preguntas, no espera ni cinco segundos y él mismo ya se estaba respondiendo su pregunta. Estúpido. Harper no paraba de ver el gran reloj fijado a un lado de su escritorio del profesor, tan sólo faltaban minutos. Jugueteaba con mi teléfono sin que el profesor se diera cuenta, hasta que escuche la desafiante voz del Señor Hopkins.

—Señorita McAdams, ¿Por qué mira tan seguido el reloj?

—¿Para qué se mira un reloj, profesor?

—Déjeme decirle que, con verlo con tanto entusiasmo no podrás adelantarlo, por más que quieras —Él rió solo, a nadie le causo gracia—. También quiero decirle, que si tantas ganas tienes de adelantar el tiempo y pasar la clase, puede salir.

Harper quedó callada y con los ojos en blanco. Guardé el teléfono, tomé mi cuaderno y empecé a garabatear cosas sin sentido, haciendo creer al profesor que copiaba cada palabra dicha por él.

El señor Hopkins tomó una tiza e hizo rechinar la pizarra copiando los apuntes que irían para un ensayo.

—Copien, y por favor, esperen pacientes a que acabe la clase —anunció mirando a Harper.

Ella me vio copiando, frunció los labios y se levantó de su asiento.

—Adiós, no tengo nada que hacer aquí.

Salió taconeando y moviendo sus piernas con máxima seguridad. Todos quedaron perplejos ante aquel acto, seguido se sumaron aplausos y todos salieron como una manada de búfalos. Resultó ser un acto heroico.

Me encontré con Harper en el pasillo, todos fueron tras ella a felicitarla, sorprendida no supo que había pasado y sólo sonreía. Le eche todo el cuento, carcajeaba hasta dolerle las costillas.

Estando en pasillo, soltando sonoras risotadas pasó Leo desapercibido, sólo yo lo vi. En su cara podía denotarse tristeza, mi sonrisa se transformó completamente. No sabía si ir tras de él o dejarle solo, porque en esos casos yo preferiría estar solo.

—Eric, me tengo que ir, papá me espera afuera —dijo, entusiasmada.

Nos despedimos con un beso en las mejillas.

Me quedaría vagando, buscando a Leo, pero el señor Hopkins me cansó, sus palabras resonaban en mi cabeza. Era mediodía y, aparte de ser otoño el sol persistía con más fuerza. El timbre sonó, anunció la entrada a otra hora de clases.

Supongo que perdería esa hora si me voy a casa.

El peso del bolso, gracias a los pesados libros, hacía encorvarme, pero encorvado seguí caminando hasta salir del instituto. Triunfante, sin aliento, pude salir del miserable lugar.

Reconocí —cosa poco común en mí—, el auto de Robert, y sin duda alguna, era él emergiendo del coche. Sonreí, y con el peso del bolso en mi espalda, corrí hacia él; como corren los niños al ver a sus padres afuera del colegio esperando por ellos, de esa misma manera lo hice.

Salte sobre él. Me apretó con sus fuertes brazos.

—¿Qué llevas en el bolso? Está muy pesado, eh.

—Libros, libros, y más libros.

Reímos.

Subimos al auto, y antes de encenderlo, Robert sacó un cigarrillo, lo encendió y exhaló un hilo de humo, que a la vista parecía mágico.

—¿No ibas a dejarlo, pues? —pregunté con autoridad.

—Paulatinamente, amor, paulatinamente, ya verás.

—¿Cómo estuvo tu día? El mío estuvo tedioso.

—El mío estuvo normal, estuvo bien en lo que va del día, y ¿Por qué estuvo tedioso? —interrogó, con voz calmada y todavía sin encender el coche.

—Por un profesor, pero qué más da, has venido a cambiar el día.

Rio, y se acercó a mí para dar un beso fogoso, donde nuestras lenguas bailaban con locura y pasión. Me separé de él, jadeando, y tratando de reponer mi estado a la normalidad, tras varios suspiros me pude calmar.

—Entonces, ¿quieres que cambie tu día? Vamos a hacerlo.

—¿Qué harás, amor? —vacilé.

—Conocerás a mi madre, la mujer que más quiero en este mundo.

Los nervios invadieron mi cuerpo de manera exorbitante. Conocer a la madre de mi amado, no iba hacer cualquier cosa. Preparado. Robert por fin encendió el auto, y arrancó al viaje más eterno de mi vida, iba pensando todo tipo de tonterías que puedan llegar a pasar.

Después de diez minutos por anchas y rápidas autopistas, Robert condujo al oeste de la ciudad. Se abrió un gran portón blanco, dando entrada a una villa con grandes mansiones, chalets y casas de familias muy acomodadas, económicamente.

Estacionó frente a un enorme chalet blanco, con tejado de arcilla roja, ventanas de madera en los exteriores, un jardín de margaritas partido a la mitad por un corredor de piedras que daban a la puerta de madera barnizada.

Toc-Toc

Luego de tocar, avisando, Robert abrió la puerta justo antes que se madre la abriera. Una señora alta; con pelo blanco y cortado con delicadeza; de labios delgados y pintados de un rojo vivo; ojos como pequeños diamantes azules; vestida con un sobre todo color marfil; y unos zapatos puntiagudos con un tacón poco elevado.

—Hijo, te esperaba para almorzar —dijo, su voz era suave y serena.

—Sabes lo mucho que me encantan los almuerzos contigo, he traído visita —manifestó señalándome—, él es mi pareja.

—¡Oh, pero qué joven tan apuesto y agraciado! —exclamó rozando sus mejillas con las mías.

—Romina Darling.

—Eric Reeves —Estrechamos nuestras manos en un lazo.

—Pero, es muy joven para ti, Robert —bromeó.

—Tú también lo eras para papá.

—Eran diferentes tiempos, cariño —se excusó—. Vengan siéntense.

La galería, el lugar más pulcro que he visto, de piso blanco, sillones y mesa de madera negra.

La señora Romina hizo sonar una campanilla dorada dos veces. La sirvienta llegó a la galería, una señora mayor, con un uniforme impecable.

—Dígame, señora.

—Trae un poco de café Carlota, ah, y un cigarrillo, por favor.

La sirvienta fue por el pedido sin hacer ruido. Romina me clavó su mirada.

—Cuéntame muchacho, ¿Qué estudias?

—Psicología, señora —dije sin más.

—¡Oh, qué bueno cariño! Yo soy psiquiatra, bueno lo fui, ya mi edad no me deja ejercerlo, pero lo ejercí durante mucho tiempo. ¡Oh, esos locos! Hacían que perdiera la cordura y llegara a su nivel —rio sin abrir la boca, pensativa—. ¡Ay, aquellos tiempos!

Carlota, la sirvienta, llegó colocando en la mesa tres tazas de café oscuro, un cenicero de cristal, un cigarrillo y el encendedor. La señora Romina encendió el cigarrillo y prosiguió por su taza de café. La sala impregnada de dos olores tan fuertes que no podían combinarse el uno con el otro. Tomé el café, di un soplo para enfriarlo un poco. Bebí, seguía caliente, tanto que me quemé la punta de la lengua. Un gato gordo y grotesco, se paró en dos patas, apoyando las delanteras en mis piernas, tratando de conseguir algo de café.

—¡Rupert! Ya te he dicho que no molestes a la visitas —dijo, dándole una ligera manotada al minino. Y volvió a mirarme con una sonrisa.

—Carlota, por favor, sírvele leche con café a Rupert.

—Sí, señora.

Escuché a Carlota llamando a Rupert por su alimento. El café estaba tibio, era el momento de tomarlo.

—Madre, sabes que aún no tiene gracia que le hayas puesto al gato el nombre de papá.

—Por supuesto que sí la tiene, bueno, a mí me causa mucha gracia.

A mí también me causaba mucha gracia, pero retuve las ganas de reírme. Era una señora inigualable, no se parecía a nadie que haya conocido antes, sus ocurrencias a la hora de comer hacían que a Robert y a mí se nos dificultara la comida en la boca, pero ella podía comer muy calmada y con la boca cerrada.

Era hora de irnos. El sol se fue apagando y quería llegar a casa antes de anochecer. La señora Romina estaba muy cansada, y fue a tomar una siesta como siempre acostumbra. Robert extendió la puerta, me tomó por la cintura, guiándome hasta el auto; íbamos por el jardín riendo, y sentía como su mano iba masajeando el costado mi cuerpo.

En el camino a casa, no hicimos más que hablar; hablar de todo. Hablamos del instituto, de Harper, de mi mamá, de mi hermano, de su mamá, de su fallecido padre, pensé en hablarle sobre Leo, pero podía cometer un grave error, y las cosas se encaminaban muy bien como para estropearlo todo.

Situó el auto en frente de mi casa. Robert esperó unos segundos a que descendiera del coche.

—Gracias por cambiarme el día —premié con un beso.

Cerré la puerta del coche y lo último que vi, fueron sus intensos ojos azules. Lo escuché arrancar a mis espaldas, y me dirigí a caminar al umbral de la puerta, saqué las llaves, di dos vueltas al pasador, y ya estaba en casa.

—¡¿Leo?! ¿Qué haces aquí? —Leo estaba sentado en un sillón, su cara seguía igual como en la mañana, triste, pero también denotaba impaciencia.

—Tengo que hablar contigo —masculló, levantándose del asiento.

—Pensé que ya habíamos aclarado esto.

—No, no tiene que ver nada con lo que pasó esa noche.

—Entonces, ¿Qué es? —pregunté.

—Eric, me voy de la ciudad...

—¡Leo! ¿A dónde? Si apenas nos estábamos conociendo mejor —Sentí como iba anudándose mi garganta, y como los ojos se me aguaban.

—Me voy a Texas, mi padre consiguió un trabajo con una compañía petrolera. No podía irme sin avisarte, todavía sigue vivo lo que siento por ti.

Nos dimos un fuerte abrazo, su perfume quedó impregnado en mi piel. Mire por última vez, aquellos ojos verdosos, un verde fuerte como él. Antes de marcharse, y en el último segundo de estar mirándolo, me dio un beso fugaz, como las estrellas. Salió corriendo dejando una estela; él era una estrella fugaz en mi vida, y yo era su deseo.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top