Capítulo 10 Triste Azul
—Vamos a llevarte a comer, debes estar muriendo del hambre.
Asentí con la cabeza.
No tenía hambre en ese momento, pero no iba a negarle nada, estaba complacido de desayunar a su lado. Lo único que sabía que incomodaría eran sus penetrantes ojos azules mirándome, tratando de buscar respuestas tras las marcas de dolor en mi cara. Que podía yo pensar de esa persona que me ayudaba sin yo pedirle ningún favor, que me busca donde este, y sabe que me acosté con un chico me golpeo y sigue ahí conmigo, dándome de comer en esta triste mañana de agosto. Puedo decirle que le gusto, y mucho, pero no se sabe nunca lo que realmente siente las personas.
La pequeña lonchería iluminada por los rayos del sol, con sus respectivas mesas y sillas de madera, y un gran letrero donde se leía el menú a ofrecer ese día. Permanecí callado y sentado, mirando a mi alrededor, nadie me devolvía la mirada, todos estaban concentrados en su comida y como comerla. Robert fue a pedir la orden. Una chica gordita, con pelo negro grasoso, no llegaba a los dieciocho; lo atendió muy amable, su voz era muy dulce, quizá por eso encontró el trabajo, sabía muy bien cómo atender a un cliente. Pude escuchar la orden: Tortitas bañadas en miel, huevo y tocino; una malteada de oreos... y un mocaccino.
Se sentó a mi lado, tomó mis manos de la mesa, queriendo decirme que él estaba ahí, y ojala siempre lo este. Me dedicó una sonrisa, una dulce sonrisa que me hizo feliz por unos minutos, hasta que la chica gordita de cabello graso lo llamo.
—Señor, su orden esta lista —dijo tendiendo el plato y la copa de malteada.
Robert fue hasta el mostrador, y me trajo la comida a la mesa. Espere mientras él iba por el mocaccino.
Dio un sorbo de su bebida caliente.
—¿Por qué lo haces? —pregunte sin tocar mi comida.
—¿Qué?
—Ayudarme de tal manera.
—Porque me gustas, señorito, termina de comer, me tienes que aclarar muchas cosas.
Aclaró todos mis pensamientos, mi mente se despejo de toda esa confusa niebla. Comí lo más lento que pude, él espero impaciente. Un chico alto y moreno vino por la bandeja, vio la malteada por la mitad, asintió y se marchó con la bandeja.
—¿Por qué Cedric le hizo eso? —preguntó sin esperar.
—Cedric estaba drogado, todo paso muy rápido... —mis ojos se tornaron vidriosos y empezó a hacerse el nudo en la garganta—, decía que me amaba, pero que también la amaba a ella —No pude retenerla, se escapó corriendo una lagrima.
—¿A quién? ¿Quién es ella?
—No sé, supongo que su maldita droga, porque entre el baño y la vi, en el lavado había restos de una línea blanca —explique con la voz entrecortada.
—De seguro era cocaína —expuso Robert—. Bueno ¿Qué le puedo decir? Las cosas pasan por algo ¿no? Pero, ¿tú lo querías?
—Sí, a más que a ninguna cosa en este mundo.
—Es una pena que alguien tan joven como usted sufra tanto por amor, cuando en realidad el amor lo debería hacer sentir más vivo, pero sufrir también es un acto de estar vivo, no con esto quiero decir que tengas que sufrir para poder sentirte vivo —aclaró. Alentándome cuando no podía.
—Eric, mi niño, yo sé que soy una persona muy mayor, pero por favor, déjame curarte de este dolor que piensas que es irreparable, déjame hacerle ver el mundo de otra forma, con otros matices, no quiero que lo sigas viendo como lo hago yo a través de este triste azul. Quiero que lo veas amarillo y radiante como el sol, o verde como los espesos bosques, o rojo como la sangre viva de nuestros cuerpos, o mejor aún, quiero que vea lo hermoso que es un arcoíris con todos sus colores.
—Pero también quiero ver ese triste azul de tus ojos en nuestro arcoíris —dije gratificando sus palabras con un beso en la boca.
Sentirse golpeado, maltratado y destruido por la persona que amas es una de las peores sensaciones, pero amar a la persona que destruyen por amor a otro es peor. Comprendí que Robert Wellington realmente me quería, me quería sin importarle nada. Yo debería corresponderle a su amor, y no por todo lo que él hacia sino también porque me gusta. Y lo quiero.
En su rostro se dibujó la sonrisa más grande nunca vista. Me mostro por primavera vez todos sus dientes, y en la barba podían notarse los hoyuelos más lindos a causa de la vejez. Y sus ojos entrecerrados que aun podía verse en ellos el inmenso océano azul. Fue su mejor gesto, sabiendo que Robert era una persona inexpresiva.
—Vamos a curarte primero físicamente, iremos a mi médico persona, él cuidara muy bien de ti.
Asentí terminando de tomar mi malteada. Se levantó, acomodo su camisa y estiró sus rubios cabellos hacia atrás. Supongo que es tiempo de irnos, e igual me levante de mi asiento, me despedí con una sonrisa de la chica gordita, ella hizo un ademan.
Robert me esperaba afuera fumando un cigarrillo. Los destellantes rayos de sol hacían que su cabello se iluminara. Él es mi sol. Mi luz verde; como la luz verde de la esperanza al final de bahía de Jay Gatsby, buscando a su amada Daisy. Robert, ¿Cómo no pude verte con estos ojos ahora?, ¿Por qué tuve que ver a Cedric con los ojos que debía verte a ti?
Muchas preguntas invadían mi mente y comenzaba a dolerme de forma aguda, pero los dolores físicos estaban ahí, persistentes, recordándome quien era realmente Cedric Breeze.
—Los golpes pueden curarse, señor, pero lo que realmente me duele no es nada superficial.
Él me quedo mirando fijamente, yo sabía que estaba mal decirlo, pero así me sentía y esperaba su total comprensión. Se echó hacia atrás de su asiento, distante ante mí. Paso su mirada a la ventanilla y su mano reposó sobre su cabeza por unos segundos, tratando de buscar respuestas.
Él era la respuesta.
Lo besé. Muy lentamente como tenía que hacerlo desde hace mucho tiempo, él se quedó perplejo, pero correspondió a mi tierno y cálido beso. Sus toscos labios eran la cosa más suave que había tocado antes.
El medico de su confianza diagnosticó que los golpes fueron leves, nada por qué preocuparse según él. Robert estaba preocupado, yo estaba preocupado, sus palabras no sirvieron de nada; me recetó unos antiinflamatorios, sólo eso.
De vuelta Robert estaba callado, observando la carretera, sin decirme nada, sin siquiera verme. De momentos reposaba su mano sobre mi rodilla, ya iba a hacer costumbre; ese gesto particular de él denotaba que yo le pertenecía, que yo soy suyo, y él cuidaría de mí.
Llegamos a casa, me dirigió una fría mirada, y frota de forma suave mi mejilla.
—Le prohíbo que vuelva a ver al Cedric ese —anunció con voz seria—. Yo, por lo tanto buscaré modos para que él no quiera verlo a usted, ¿entendió?
Acepté.
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