Epílogo
El sol de los venados coronó la tarde, iluminándolo todo con sus tonos rojizos. Carlota se vistió con su capa escarlata, que hacía juego con el color del cielo. Estaba segura de que no volvería a casa hasta que cayera la noche, así que fue hasta la cuna donde descansaba su segundo hijo y le besó la cabeza.
—¿A dónde vas? —preguntó su hija mayor, halando la punta de la capa y Carlota se agachó para besarla a ella también. La aya se acercó para tomar a la niña de la mano.
—Es hora de despedir a unos amigos —dijo acariciando su cabeza con cariño.
Después de entregar la carta de Rosalía a su madre años atrás, su familia se hizo cargo del asunto. Al día siguiente encarcelaron a Clementina y a Níspero, quienes fueron sentenciadas por sus crímenes. Clementina estuvo un largo tiempo en el calabozo por la muerte de Rosalía y seis personas más, hasta que ella misma se había quitado la vida hace un par de años al negarse a comer. Níspero, a quién se le acusó de intento de homicidio y difamación, salió libre al poco tiempo y, debido a la orden de destierro que había sobre ella, desapareció por completo.
Afuera de su casa la estaba esperando su caballo. De un salto montó en él y emprendió la marcha. Se fue por el Camino Real en dirección a la elegante casa colonial donde la Hija del Bosque había estado viviendo los últimos trece años.
El caballo se detuvo ante el portón y el aroma de las azucenas que decoraban los muros de la casa llegó hasta ella. Cuando Alana recuperó la propiedad, lo primero que hizo fue cortar el rosal blanco y cambiarlo por la flor que le recordaba a su madre.
Carlota se apeó y solo tuvo que esperar unos cuantos minutos antes de que la puerta se abriera. Sus amigos, que vestían trajes de viaje, salieron a recibirla tomados de la mano. Nada más verla, ambos la abrazaron.
—¿A dónde irán? —preguntó ella tratando de contener las lágrimas. No quería que se fueran, pero ya era tiempo. La pelirroja seguía viéndose exactamente igual al día en el que había bebido la sangre del corazón de la Sombra de la Muerte y en el pueblo ya había quien empezaba a sospechar de ella.
—No lo sabemos —respondió el Segador—, recorreremos el mundo sin prisa, tenemos toda una eternidad por delante.
Al escucharlo, la Ojos de Bruja lloró, pues sabía que nunca más los volvería a ver. Su amiga, quien también contenía las lágrimas, se acercó a ella y se las limpió con el dorso de la mano.
—Te convertiste en una mujer hermosa —dijo—. Brillas con mucha luz para los que te rodean.
Carlota miró a Noche.
—¿Vendrás por mí cuando muera? —preguntó y él asintió.
—En esta vida y por el resto de tus reencarnaciones —dijo—. Siempre estaremos cerca de ti.
Tratando de contener una nueva lágrima, ella se mordió el labio.
—Me gustaría poderlos ver antes de eso... —dijo, pero se detuvo, dándose cuenta de que no era muy buena para las despedidas.
—Te visitaremos cuando podamos —la calmó Alana.
—¿Es una promesa?
—Es una promesa.
Los tres caminaron en silencio cerca de la casa mientras el sol se ponía. Cuando cayó la oscuridad, se dirigieron al arroyo y se despidieron una vez más. La bruja y el Segador se tomaron de la mano antes de entrar en él.
En el corazón de la Ojos de Bruja crecía un vacío que sabía que la acompañaría por siempre.
Noche levantó su capa y los cubrió a ambos con ella. Antes de desaparecer detrás del velo, pudo leer los labios de Alana: «Gracias».
A pesar de verse sola, esperó junto al arroyo por largos minutos que se sintieron como horas. Un silencio mucho más profundo que cualquiera que hubiera conocido reinaba en ese lugar y ni las aves nocturnas ni el sonido del agua que corría podían llenarlo.
Se habían ido.
Carlota sabía que ese día llegaría, solo que no esperaba que fuera tan pronto. Justo allí se dio cuenta de la fugacidad de su existencia y el viento sopló, reconfortándola.
Era momento de volver a casa.
Se arrodilló para limpiar su cara en el arroyo con el fin de borrar cualquier rastro del llanto y luego subió a su caballo y se marchó de ahí. Lo último que sintió al salir de la propiedad fue el olor de las azucenas que la despedían.
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