Capítulo 8

Alana no lo podía creer. La calidez que se había formado en su pecho gracias al tiempo que había pasado con Noche se desvaneció, dando paso a la tristeza y el dolor. El lugar en el que había vivido hasta el momento, donde estaban sus posesiones y al que siempre había llamado su hogar, se había esfumado en el trascurso de una noche.

Además de un poco de madera quemada sobre el montón de escombros, no vio nada que se pudiera salvar. Ni sus plantas, que tanto amaba, ni la ropa en la que estaba trabajando, ni sus recuerdos. Todo se había ido.

Era como si le hubieran arrebatado una parte de ella, de su vida y de su pasado.

Recordó el momento en el que fue a su choza por primera vez. Era pequeña y todavía le costaba caminar, por eso su madre la llevaba alzada. Había señalado uno de los naranjos que empezaban a crecer y su madre le contó que lo había plantado el mismo día que había nacido Alana.

Ahora solo quedaba un chamizo chamuscado.

Llena de tristeza, se llevó la mano al cuello con el fin de tocar el camafeo de su madre en busca de un poco de ánimo. Sentirla cerca siempre le había ayudado a reponerse en momentos dolorosos como ese. Sin embargo, al tocarse la piel, se dio cuenta de que no lo tenía puesto.

Como el día anterior sabía que trabajaría, había decidido dejarlo en su casa para tenerlo a salvo.

Preocupada, metió sus manos entre los escombros, tratando de hacer lo posible por encontrarlo. No se dio cuenta de que se había herido hasta que la Sombra de la Muerte la detuvo. Por más de que trató de permanecer fuerte, no lo logró y terminó escondiendo su rostro en el pecho de su amigo para llorar.

No quería separarse de las cosas que amaba. Tampoco sabía qué iba a suceder con ella.

Pensó en Clementina como su única opción, con ella estaría protegida.

Luego de que el Segador desapareciera tras el velo, la bruja sollozó un rato en silencio, lamentando sus pérdidas. A lo lejos alcanzó a ver partes de la maceta destruida de su sábila, entonces caminó hasta ellas y las abrazó. Su planta no estaba por ningún lado, pero decidió cavar un hueco en el suelo para enterrar las astillas de cerámica y así darle sepultura.

La voz de un hombre que gritó a la distancia hizo que volviera en sí. Era uno de los que se había unido al sacerdote. Todavía la buscaban, tenía que ponerse a salvo.

Alana echó una última mirada a lo que alguna vez fue su hogar y, con una inmensa tristeza, partió de ahí en dirección a la casa de Clementina.

Para evitar que la encontraran, caminó por un costado del Camino Real, resguardándose entre la vegetación.

La acompañaron los cucarrones de mayo que salieron de la tierra después de las lluvias. Aunque se estremecía cuando sus alas rozaban sus orejas, agradeció, al menos, no viajar sola.

Un cucarrón aterrizó en su hombro, que estaba cubierto por un chal para protegerla del frío.

—Hola, amiguito —lo saludó mientras lo tomaba con su mano.

El insecto alzó vuelo y se perdió entre los demás.

***

La elegante casa de ladrillo de Clementina estaba adornada por un frondoso rosal blanco que sobrepasaba los muros de la propiedad. Hacía muchos años, Níspero le había contado que el esqueje se había traído directamente de España, del hogar de sus ancestros, por lo que era un orgullo para la familia.

Alana agarró la aldaba de la puerta con forma de rosa y golpeó. Después esperó paciente a que alguien le abriera. Una doncella vestida al estilo español se asomó del otro lado y, nada más verla, la escoltó hasta el despacho de las visitas. Luego de acomodarla, salió a avisar a su señora.

Pocos minutos después, los pasos de la dueña de la casa se sintieron por el pasillo.

—Supe lo que sucedió —saludó Clementina desde la puerta, su voz estilizada imponía autoridad. Caminó hasta ella y le revisó el hombro donde le habían disparado—. Me alegra que no tengas ninguna herida —dijo y se dirigió hasta su asiento en el medio del lugar e hizo sonar la campana que había sobre la mesa. La misma doncella que le había abierto a la pelirroja entró con una bandeja llena de colaciones y pasteles.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó Clementina luego de tomar uno y llevárselo a la boca.

Alana le contó sobre la situación en la que estaba y la necesidad que tenía de encontrar un lugar en el que vivir temporalmente. Como lo esperaba, Clementina le ofreció su casa, por lo que la joven se ofreció a trabajar para ella como parte de la servidumbre.

—Aún no me has dicho quién estaba contigo en el mercado Clementina luego de explicarle sobre los deberes que debía realizar. Al ser una gran amiga de Rosalía no quería que fuera tratada como el resto de las sirvientas de la casa, le explicó.

Alana recordó las historias que le contaba su madre sobre la cacería de las Sombras de la Muerte por parte de algunas hermandades del pasado, así que no estaba segura de si debía revelar la identidad de su acompañante o no, pero confiaba en su anfitriona. Nunca había hecho nada que la pudiera dañar.

—Una Sombra de la Muerte —confesó.

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