Capítulo 6

Las luces de las velas se apagaron dejando la habitación en penumbra. Carlota se movió en su cama, cerró los ojos con fuerza y fingió estar dormida pues temía descubrir, de nuevo, que alguien la observaba mientras reposaba en su lecho. Aun así, por más de que se esforzó, no pudo evitar sentir los ojos del intruso sobre ella.

En ese momento deseó ser como cualquier otra persona en esa casa e ignorar los diferentes rostros que se escondían en la oscuridad.

El intruso caminó por la habitación a sus anchas, como si le perteneciera, hasta que Carlota escuchó cómo se detuvo frente al tocador. La cajita de música traída de Suiza se abrió y su sonido melancólico invadió la habitación. La presencia se entretuvo un rato con la melodía, pero luego algo hizo que cerrara la caja de golpe, con enojo, y se marchara.

La niña respiró aliviada y se preguntó cuál de todos los fantasmas que la visitaban ocasionalmente en la noche habría sido esta vez.

Estiró las cobijas que la arropaban hasta cubrirse la cabeza con ellas y luego intentó dormir. No fue fácil, pero lo logró.

Cuando se dio cuenta, caminaba junto a una turba provista de antorchas y palos. Buscaban a alguien entre el bosque y tenían miedo, mucho más del que estaban dispuestos a confesar, por eso no hablaban, pero se podía sentir en el ambiente. Había quienes se persignaban mientras avanzaban.

No tener noticias de aquel a quien buscaban los frustraba. Un sacerdote, que parecía ser el líder de la muchedumbre, se detuvo en seco. Detrás de él, las demás personas lo imitaron.

—El demonio ha usado sus artes diabólicas para esconder a la hechizada —anunció. Carlota supo inmediatamente que hablaban de Alana y de Noche, con quienes se había encontrado esa mañana—. Propongo que quememos su casa —continuó el hombre alzando su antorcha en el aire con el fin de enfatizar sus palabras—. ¡Hagámosle saber que no es bienvenida en nuestro pueblo!

La turba, animada por el discurso del sacerdote, prorrumpió en vítores y de nuevo avanzaron en la noche, pero esta vez con una dirección fija: la choza que estaba sobre la colina, alejada de todos.

Carlota quiso hacer algo para detenerlos, pero sabía que se trataba solo de un sueño. Un profundo temor al fanatismo de quienes la rodeaban la invadió. Si no tenía cuidado, podría terminar como su nueva amiga. Sabía que su apellido y el amor de su padre eran lo único que evitaba que no se volvieran hacia ella; incluso sus propias ayas evitaban pasar mucho tiempo a su lado.

Sin poder oponer resistencia, la niña avanzó en la noche junto a la multitud. No quería presenciar lo que estaba por suceder, por eso se revolvió en su cama intentando despertar, pero no pudo, el sueño se sentía mucho más real de lo que esperaba. Hizo un esfuerzo por gritar, pero también fue en vano.

Junto a ella apareció una figura luminosa que empezó a tomar forma, se trataba de una mujer humana que se le hizo conocida. Carlota se dio cuenta del parecido asombroso que tenía con Alana, tal vez se tratara de un familiar. Al igual que ella, la mujer tan solo podía observar la escena sin la posibilidad de hacer nada más. Tenía los ojos tristes, como los de una madre que observa impotente el trágico destino de su hijo.

La curiosidad invadió a Carlota.

—¿Quién eres? —preguntó.

La presencia luminosa se volteó para mirarla, parecía sorprendida. Caminó hacia ella para verla más de cerca. A pesar de lo que hubiera esperado, Carlota no sintió miedo, como le sucedía con las otras cosas que podía ver, ya que la mujer estaba llena de amor y de nostalgia.

Cuando estuvo cerca, la presencia luminosa acunó el rostro de la niña entre sus manos y se quedó observándola directamente a los ojos. El girasol de su iris se reflejó en los de ella y Carlota entendió que la presencia comprendía su naturaleza.

La mujer parpadeó y Carlota la imitó, el aire se llenó con el aroma de las azucenas.

«Rosalía», escuchó que pronunciaba el viento.

Carlota abrió nuevamente los ojos y se encontró a sí misma, junto con la mujer, dentro de una choza decorada con plantas. Sobre uno de los troncos de madera, que hacía las veces de silla, había una serie de moldes de tela que reconoció como una de las que vendía su familia.

La mujer caminó hasta un mueble y señaló uno de los cajones. La niña supo que había algo que le quería mostrar, así que acercó y lo abrió. Adentro había un camafeo. La mujer señaló la imagen y luego a sí misma.

—¡Eres la mamá de Alana! —exclamó la niña e inmediatamente recordó la pintura que había visto hacía unos días. ¿Sería posible que ella también hubiera sido la amiga de su mamá?

Rosalía asintió.

Carlota, sorprendida, quiso preguntarle muchas cosas, pero una llamarada empezó a crecer por una de las paredes de la choza.

La turba había llegado hasta ahí.

La mirada de Rosalía se volvió a llenar de nostalgia, su imagen empezó a desvanecerse. La niña Ojos de Bruja se acercó a ella tratando de asirla para que no se marchara; tenía mucho calor. Cuando la tocó solo la traspasó, al igual que cuando trató de detener a la Sombra de la Muerte. La mujer le sonrió antes de desaparecer completamente.

Entonces, Carlota despertó.

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