Capítulo 5 (parte 2)

—Entonces, por cada día que trascurra en el inframundo aquí pasa una semana —repitió ella tratando de captar nuevamente la atención de Noche, quien no dejaba de observar, lleno de curiosidad, el ajetreo del mercado.

Cada vez que veía algo que le llamaba la atención se le iban los ojos a ese objeto o persona y, en más de una ocasión, Alana lo perdió de vista.

A pesar de que había invitado a Carlota para que la acompañara, ambas sabían que una niña de su clase social no debería ser vista trabajando en un lugar como ese, especialmente si no estaba acompañada por su aya, así que, cuando llegó la hora del almuerzo, los tres se despidieron.

Al comienzo Alana pensó que el Segador también se iría, pero cuando lo sorprendió siguiéndola, se dio cuenta de que estaría con él por algunas horas más.

Un anciano que los había estado observando desde hacía algunos minutos se acercó a ellos, tomó la mano de Noche y lo abrazó con lágrimas en los ojos.

—Hijo —susurró—, te he echado tanto de menos.

Alana y Noche se miraron asombrados. Había alguien más que podía ver a la Sombra de la Muerte y, además, tocarlo. Pronto se dieron cuenta de que no era solo el anciano: varias personas observaban a la Sombra de la Muerte de reojo.

Al darse cuenta de su error, el hombre soltó a Noche y se disculpó.

—No sé qué me pasó —explicó—, mi hijo murió hace dos años. Estoy viejo, por un momento pensé... Usted se parece mucho a él.

Una mujer regordeta se acercó a ellos.

—¿Pero qué dice, Domingo? —lo reprendió—. Es igual a mi tía Martina, la que desapareció. Pensé que había vuelto después de una década... Se ve igual —dijo acercándose al ser. Luego lo tomó de la capa y la extendió—. ¡Si hasta tiene el mismo vestido con el que la recuerdo!

—Está loca, Constanza —se defendió el hombre señalando la ropa de la Sombra de la Muerte—: ¡eso es una ruana!

Alana tomó a Noche de la mano.

—Vámonos —susurró. Luego, dirigiéndose a las dos personas, dijo—: Discúlpennos, tenemos que irnos—se despidió.

Pero no pudo avanzar mucho, pues a unos pocos metros de ellos se encontraron con el mendigo que se había quitado toda la ropa y canturreaba con una corona de azucenas colgando de uno de sus hombros.

Apenas los vio, se acercó hasta ellos y le dio una larga reverencia a la hechizada antes de coronarla.

—¡Princesa heredera! —la saludó con los modales de un caballero antes de posar su mirada por primera vez en su acompañante, como si fuera capaz de ver más allá de lo que otros en el pueblo veían. Sonrió de medio lado y se acercó un poco más a ella para susurrarle un secreto—. ¿Sabes quién te robó la vida, princesa?

—¿Qué? —la joven bruja se alejó un poco de él.

El mendigo estalló en carcajadas y retomó la danza que había estado haciendo antes de verlos.

—¡Azucenas y rosas! ¡Mandarinas y campanas de iglesias! ¡Promesas, engaños, envidias y traiciones! ¿Quieres saber más? mientras Alana le devolvía la corona y se alejaba de él arrastrando a Noche con ella.

Juntos caminaron por la plaza tratando de no llamar la atención hasta que encontraron una de las mesas de cemento desocupadas. La hechizada dejó caer su canasto de fique al suelo, tomó la manta que había adentro y la extendió sobre la mesa. Luego empezó a acomodar sus hierbas aromáticas sobre ella de tal forma que los transeúntes pudieran observar sus productos.

Al cabo de unos minutos se les acercó una mujer corpulenta con una pañoleta colorida en la cabeza.

—Alana, el pago —dijo extendiendo la mano.

Ella sacó una pequeña bolsita de tela de debajo del delantal que acababa de ponerse con el fin de proteger su vestido, tomó dos reales y se los entregó a la mujer, quien inmediatamente cerró la mano y la llevó a su bolsillo. El tintineo sutil de las monedas chocando fue lo último que escucharon antes de que se diera vuelta y se marchara de ahí.

Alana sacó el tomillo y lo dejó al lado de las guascas.

—¿Todos deben pagar antes de empezar a vender? —preguntó Noche, curioso.

—No —respondió la bruja—, pero no confían en mí —dijo encogiéndose de hombros—. A veces pienso que la tarifa que me dan es solo para que me vaya. Después de todo un día de trabajo, quienes vienen aquí normalmente comparten un pequeño porcentaje con la dueña, así como algo de su mercancía. En cambio, yo tengo que pagar por adelantado una suma que no sé si lograré reponer con las ventas... A veces gano un poco, otras veces solo pierdo dinero.

El canasto de fique ya estaba completamente desocupado, por lo que ella lo limpió con el borde de su delantal antes de guardarlo bajo la mesa.

—¿Es por el hechizo? —preguntó Noche.

Alana le respondió con una sonrisa triste, no podía hacer mucho al respecto.

—Si sirve de algo —dijo Noche tratando de consolarla de alguna forma—, yo no siento que tu corazón esté helado.

Aunque estaba segura de que se debía a su naturaleza inmortal, por alguna razón la afirmación del ser la hizo sentir mucho mejor.

—¡Alana! —llamó Níspero, una joven de cabellos de oro que caminaba cerca del puesto de las maderas.

El hijo del ebanista, un pardo que no debía superar los doce años, era el encargado de organizar el puesto para la venta. Nada más escuchar la voz de la mujer, se le quedó mirando, embelesado, mientras ella se dirigía al puesto de la hechizada acompañada por un par de chaperonas que la seguían a todos lados. Pronto, el escudero de Clementina, quien estaba encargado de la seguridad de Níspero, golpeó al joven en la cabeza, reprendiéndolo. Nadie en el pueblo podía observar de más a la madre o a la hija sin ser castigado de alguna manera, especialmente si se encontraban por debajo de su clase social.

Níspero se detuvo en seco para no chocar con un faquín que se dirigía al establo y que, debido a la enorme carga de heno que llevaba sobre sus hombros, no la vio.

—Atrevido... —murmuró la joven por lo bajo, abriendo su abanico. Las chaperonas se cercioraron de que nada en su vestimenta hubiera dejado de estar en su lugar y una de ellas le acomodó el cabello detrás de la oreja mientras la joven se abanicaba. Una vez estuvo todo listo, continuó su camino hasta el puesto de la pelirroja.

—Llevo buscándote desde hace un rato —comentó.

—Buenas tardes, Níspero —saludó Alana. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo el escudero se deslizaba en dirección a los establos y se preguntó cuál sería la reprimenda que recibiría el faquín.

—Ya te dije que no me trates con tanto respeto —se quejó la rubia—. Crecimos juntas, bobita.

La joven bruja le respondió, pero sus palabras se perdieron debido al cacareo escandaloso de unos gallos en una jaula.

—¡Hagan sus apuestas, señores! —gritó el hombre que los llevaba—. ¡Hagan sus apuestas!

Níspero frunció el ceño ante el alboroto y se abanicó nuevamente.

—¡Ese entretenimiento sin clase! —murmuró y sus chaperonas le dieron la razón. Tan pronto como el hombre se alejó, continuó hablando—: Mamá me envía por un encargo.

Alana intuyó que Níspero quería irse pronto de ahí, así que buscó en su bolsillo un bulto envuelto en tela y se lo entregó.

—¿Vas a preparar el perfume? —preguntó. Sabía que Níspero presentaría pronto su prueba para subir de rango en la hermandad y las hierbas que le había encargado Clementina hacían parte de los ingredientes que debía utilizar. La rubia asintió—. Te irá muy bien, siempre has tenido facilidad para las fragancias.

—Y para las medicinas —agregó. Una de sus chaperonas recibió el bulto que le estaba ofreciendo la pelirroja—. ¿Todavía tienes de la última que te preparé? —preguntó.

La hechizada hizo un repaso mental de la medicina que había tomado en la mañana. Le quedaba poca y se lo hizo saber.

—En ese caso, hoy te prepararé más —se despidió Níspero—. Pasa por ella cuando quieras.

En silencio, Alana y Noche observaron cómo se alejó seguida por sus acompañantes. El escudero no tardó en unírseles. Cerca de ellos, un grupo de esclavos negros desfilaba para la venta.

—¿Quién es? —preguntó Noche.

—La hija de Clementina —explicó Alana—. En unos años ella tomará el lugar de su madre como bruja principal en la hermandad.

El pregonero pasó sobre su caballo anunciando un nuevo edicto: la guerra contra Inglaterra era inminente. Una flota naval se dirigía al puerto de Cartagena con la intención de conquistar esas tierras, por lo que, con la finalidad de fortalecer la armada, se proclamaba un nuevo impuesto.

Algunas quejas se escucharon, especialmente del grupo de que trabajaban en la mina de sal. A pesar de ser vasallos libres, su paga era muy mala, así que un nuevo impuesto significaba sacrificar una comida al día.

El resto de la jornada trascurrió con normalidad. Había personas que se acercaban a su puesto de hierbas y se quedaban mirando por largo rato a Noche antes de disculparse por su falta de educación. Más de uno afirmó que él tenía cierto parecido con algún ser querido fallecido. Ninguno de los dos pudo evitar notar que, cuando Alana se alejaba del puesto de venta era cuando más personas se acercaban a comprar. No solo porque no conocían nada de Noche y por eso no le temían, sino también por el aire de familiaridad que evocaba su rostro. Parecían hipnotizados.

Para el crepúsculo ya tenían casi toda la mercancía vendida.

La bruja hizo sonar su bolsa. Por el sonido y el peso, podía afirmar, sin temor a equivocarse, que ese había sido el día más productivo de su vida. En esa sola jornada, además de haber agotado sus productos, había conseguido la misma cantidad de dinero que normalmente conseguía en medio año de trabajo.

Noche entregó el último racimo de tomillo a una joven sirvienta que se despidió de él con tanta amabilidad y cariño que Alana no pudo evitar pensar que ella veía en la Sombra de la Muerte el rostro de un amor perdido.

—Apuesto a que lo de hoy ha sido una experiencia nueva para ti —dijo al Segador cuando empezaron a colgar los faroles cerca de ellos con el fin de alejar la oscuridad que empezaba a cernirse sobre la tierra.

Ahora que la noche había caído, ambos decidieron que era momento de irse de ahí, pues debían recorrer un largo camino para llegar a la choza de la bruja.

—Hoy agradezco que la dueña del lugar nos haya cobrado antes de que empezáramos a vender —continuó la chica—. De lo contrario, habríamos tenido que compartir una buena parte de nuestras ganancias con ella —afirmó—. Esto que tenemos aquí —dijo guardando la bolsa del dinero debajo del delantal— es solo para nosotros. —Luego levantó la mirada y le sonrió a Noche antes de preguntar—: ¿Qué te gustaría hacer con tu parte?

La Sombra de la Muerte guardó silencio por un momento. Mientras Alana terminaba de recoger la mesa, él se tomó su tiempo para responder mientras observaba con detenimiento los diferentes puestos de venta que los rodeaban. Alana se preguntó qué podría querer comprar un ser inmortal con su primera paga recibida por su trabajo.

Noche señaló uno de los puestos más alejados.

—Eso —dijo.

Alana se colgó el canasto en la espalda y caminó junto a él en la dirección que acababa de señalar hasta que llegaron a un puesto con gemas, minerales y piedras preciosas.

—Quiero esto —dijo Noche señalando un pequeño ámbar verde que permanecía sobre la mesa en un costado olvidado. El vendedor, sin levantar la vista para ver a sus clientes, dio el precio de la joya y empezó a guardar su mercancía.

Era un poco más costosa de lo que Alana había esperado, pero si no hubiera sido por la ayuda de Noche, no habría ganado tanto. Sin regatear, sacó el dinero de su bolsa y le pagó al hombre.

—Se parece a tus ojos —dijo la Sombra de la Muerte levantando el ámbar contra una de las farolas para que su amiga lo pudiera ver mejor—, tienen el color de una .

Alana no pudo evitar ruborizarse, no entendía cómo algo tan sencillo como unas cuantas palabras la hacía sentir de esa manera extraña por dentro. Era la primera vez que lo experimentaba.

La bruja no había terminado de acomodar los pensamientos en su cabeza cuando algo la golpeó con fuerza a un costado haciéndola tambalear.

—Hechizada —la saludó con asco el sacerdote dominico que la acababa de empujar—, pecadores como usted no deberían estar aquí.

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