Capítulo 3
Las presencias ya se habían marchado de su casa, así como la Sombra de la Muerte. Carlota no sabía qué pensar al respecto: ¿su padre moriría o viviría? ¿Los fantasmas lo habían salvado?
Sin importar cuál fuera la respuesta, en ese momento su padre permanecía en su lecho sin mejorar.
Cuando volvió a la habitación para acompañarlo, sus propias ayas le negaron el paso.
—Tu abuela no quiere que estés aquí —le dijo una de ellas.
—La señora Clementina está adentro —añadió la otra.
La niña supo que no había nada que pudiera hacer: tanto si moría como si no, no la dejarían volver a entrar en la habitación después de todo lo que había pasado esa tarde.
Cuando se disponía a volver sobre sus pasos en dirección a su habitación, la puerta se abrió y salió su tía María Ignacia acompañada de sus dos hijas: Roberta y Elizabeth.
—¿No te dijeron que te fueras, niña maldita? —dijo la última.
Carlota dio un paso atrás, sabía que ninguna de las personas que estaban ahí la iba a defender de las burlas de sus primas. Nunca nadie lo hacía. Les habían enseñado a todos en esa casa que ella era diferente y por esa razón era menos digna de cargar su apellido.
—¿Qué harás cuando mi tío muera? —preguntó Roberta, la rechoncha—. Te echarán de la casa junto a tu madre y tendrás que vivir en la choza con la hechizada.
—Terminarás lavando pisos... si es que alguien te acepta en su casa —añadió Elizabeth.
La niña Ojos de Bruja se quedó en su lugar y apretó los puños. Por más de que estaba enojada con sus palabras, sabía que en el fondo ellas tenían razón: si no fuera por el amor de su padre, ya las habrían echado hacía mucho tiempo.
Su padre... quien permanecía convaleciente en ese lecho y a quien no le dejaban acompañar.
Quería poder estar a su lado, quería que despertara pronto y esa angustia que le oprimía el pecho cesara al verlo caminar por la casa con su porte principesco.
Por él, solo por esta ocasión, no se iba a dejar atormentar por sus familiares.
Se quedó mirando el espacio detrás de Roberta y sonrió. El rostro de su prima se puso lívido.
—¿Qué miras, niña maldita? —preguntó con un hilo de voz. Tanto su madre como su hermana voltearon a mirar en la dirección de la prima regordeta como si ellas también pudieran ver la amenaza invisible que la acechaba.
—Nada —respondió Carlota tomándose su tiempo para pronunciar cada una de las letras de esa palabra. Luego se dio media vuelta para marcharse, alegre por su pequeña victoria.
Antes de que pudiera alejarse mucho, alguien le tomó uno de sus bucles y tiró de él hacia atrás con todas sus fuerzas, haciéndola caer sobre su trasero. La niña Ojos de Bruja levantó su mirada y se dio cuenta que quien la había lastimado era su tía.
—Dile a lo que sea que hayas visto que se aleje y deje a mi hija en paz.
—No hay nada —se defendió—, ya se lo dije.
María Ignacia levantó la mano y le dio una bofetada que la dejó aturdida.
—¡Si no fuera por tu culpa ninguna de esas cosas rondaría esta casa! —gritó—. ¡Ahora ordénale que se aleje de mi hija!
Carlota no sabía si llorar o reír. ¿Acaso su familia creía que tenía algún tipo de poder sobre esos seres que la atormentaban? De ser así, les hubiera ordenado hacía mucho tiempo que se marcharan y la dejaran en paz. Si creían que una palabra bastaba para detenerlos era porque realmente no sabían nada.
El escándalo hizo que la puerta de la habitación se abriera y algunas de las personas que estaban adentro se asomaran, entre ellas su abuela y su madre. Roberta empezó a llorar y Elizabeth la imitó.
La mirada de su madre pasó de sus primas a ella y, al verla en el piso, fue a ayudarla.
—¿Qué pasó? —preguntó tratando de no sonar enojada.
—Tu hija envió a esos seres horrendos que ella puede ver para que atacaran a las mías —se quejó María Ignacia—. Solo le he pedido que los detenga, ya va siendo hora de que le enseñes a controlarse o, de lo contrario, tendremos que enviarla a una de esas instituciones para gente como ella...
—¡Les dije que no había nada! —se defendió Carlota poniéndose de pie—. Me golpearon y no había...
—¡Ya basta! —la silenció su abuela—. ¿No has tenido suficiente después de lo que hiciste esta tarde?
La cara empezaba a escocerle por la bofetada, sabía que en ese momento se estaba empezando a poner colorado su cachete. Sin responderle a la anciana, se dio media vuelta y huyó de ahí.
***
La puerta se abrió con un chirrido, se notaba que nadie había usado esa habitación en años. «Mejor», pensó la niña. Así no la molestarían, deseaba estar un rato a solas en esa casa.
Dio dos pasos adentro de la habitación y se dio cuenta de que tal vez era una mala idea estar ahí: el lugar estaba tan oscuro y abandonado que no le sorprendería encontrarse a algún fantasma adentro y entonces eso la molestaría también.
Estaba cansada de que todos se metieran con ella sin importar si se trataba de vivos o de muertos.
Cuando decidió marcharse de ahí y buscar otro lugar para esconderse, una mancha roja llamó su atención. Caminó hasta una de las paredes donde se encontraba el cuadro con ese tono colorido y retiró la sábana blanca que lo cubría.
Dos mujeres le devolvieron la mirada: una de ellas era su mamá, pero la otra no la conocía.
La puerta chirrió, sobresaltándola.
—Aquí estás —dijo la voz cansada de su madre. La mujer se acercó a ella para abrazarla.
Luego de apretarla con fuerza contra su cuerpo, la alejó un poco para verla mejor. Con cariño, pasó su mano amable por la mejilla que había sido golpeada y que en ese momento le dolía.
—Lo siento mucho, hija —se disculpó mientras la niña negaba con la cabeza—. No estuve ahí para protegerte.
Carlota abrazó a su madre. Lo que le había pasado no era su culpa y le enojaba que ella pensara que sí.
—¿Cómo está papá? —preguntó con el fin de cambiar el tema.
La mujer no respondió, lo que significaba que seguía igual. Ambas tendrían que estar con él en ese momento, acompañándolo para que no se sintiera solo, para que no las extrañara y, sin embargo, estaban en ese lugar alejado y olvidado de la mansión. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en él mientras un nudo se le formaba en el estómago.
—Deberías volver.
Su madre negó con la cabeza.
—Quiero estar contigo —dijo y Carlota se dio cuenta de que hacía un gran esfuerzo para no llorar, así que se acomodó mejor entre sus brazos. Su mirada volvió a caer en el manchón rojo y salvaje de la pintura.
—¿Quién es ella? —preguntó con curiosidad.
Andrea observó el cuadro con nostalgia.
—Una amiga —respondió. Y, antes de que la niña pudiera preguntar algo más, agregó—: Una amiga que murió hace años, antes de que tú nacieras.
—¿Qué le pasó?
—Una fiebre... estoy segura de que le hubiera gustado conocerte. Antes de que muriera hablábamos mucho sobre ti, sobre cómo sería ese bebé que crecía dentro mío.
Una serie de preguntas se arremolinaron en su pecho, así que Carlota las dejó salir sin ningún filtro.
—¿La extrañas? ¿Por eso su pintura está acá? Si papá o yo muriéramos, ¿también terminaríamos en este lugar?
Su madre no respondió, tan solo le dio un beso en la frente y la apretó un poco más contra sí, pero Carlota se dio cuenta que observaba la pintura recordando el pasado.
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