Capítulo 26
Carlota estaba intranquila, daba vueltas en la cama intentando despertarse. Había algo que la llamaba, que le pedía que abriera los ojos, pero había algo más fuerte que la mantenía en ese estado. Las garras del sueño la apretaron con más fuerza, venciendo, y, poco a poco, la ilusión onírica volvió a formarse en su mente.
Estaba de nuevo en la casa de Clementina. Había humo de sahumerio y palo santo por todo el lugar, era tanto que la niña se vio en la necesidad de taparse la nariz para no toser.
En una de las habitaciones se escuchaba el llanto de un niño.
La Ojos de Bruja siguió el sonido. La puerta estaba semiabierta, así que no encontró dificultad alguna para entrar. Alguien estaba amarrado de piernas y manos a la cama de tal forma que no se le permitía moverse: era Alana, pero mucho más joven, como de su edad.
La puerta se abrió por completo y una niña de cabellos rubios entró a la habitación con un cuenco en las manos. Carlota reconoció en ella a Níspero.
La recién llegada caminó hasta la cama, se sentó y obligó a la pelirroja a tomar todo el brebaje. Por más de que opuso resistencia, finalmente terminó por apurarlo.
—Pobrecita —dijo la rubia sacando un pañuelo de su manga y, limpiando los restos del remedio del rostro de su amiga, preguntó—: ¿Tienes frío?
Alana la observaba con los ojos llenos de temor. No podía mover la boca para responder, pero su rostro revelaba todo lo que pensaba: en ese momento vivía una pesadilla.
—Tranquila —continuó Níspero—, pronto lo olvidarás todo. No debes dejar de tomar tu medicina.
La niña se puso de pie nuevamente y sonrió. Carlota no pudo evitar que un escalofrío le recorriera el cuerpo al ver esa sonrisa. Níspero poseía una energía macabra. De pronto, lo sintió: el aroma a hierbas podridas que emanaba de su cuerpo. Níspero era la portadora del Hechizo de la Hortensia.
Se escucharon pasos en la puerta.
—Níspero —ordenó Clementina—, deja en paz a Alana.
Clementina caminó hasta su hija y la tomó de la mano. El pañuelo que sostenía la niña cayó al suelo y ambas salieron de la habitación. Carlota echó una última mirada a su amiga antes de seguir a las dos mujeres por el pasillo lleno de humo.
Se detuvieron frente a la habitación donde se estaba quemando el sahumerio. La mayor de las rubias pidió a la rezandera que saliera de ahí por un momento y la mujer la obedeció.
Cerró la puerta y abrió una ventana con el fin de ventilar un poco el lugar que empezaba a asfixiarla. Gracias a eso, Carlota pudo distinguir que había una cama en la habitación. Rosalía yacía en ella, moribunda.
—Abdica —ordenó—. El consejo de ancianos está reunido, te culpan por la muerte de los mezclados. Es la oportunidad perfecta para abdicar y dejarme el liderazgo de la hermandad hasta que mi hija tenga la edad suficiente para asumirlo, como le corresponde por derecho.
Rosalía se movió en la cama con pesadez y con un gran esfuerzo se incorporó hasta quedar sentada. Carlota se aterrorizó al ver el estado en el que se encontraba: estaba cadavérica. La piel, pegada a los huesos, la hacía parecer anciana y se le dificultaba respirar.
—No —respondió firme.
—Será peor para tu hija, lo perderá todo —dijo Clementina—. La consideran peligrosa, su cuerpo carga el Hechizo de la Hortensia. La culparán de haberte obligado a hacerlo y la exiliarán.
—Esta es su casa, nadie podrá sacarla de aquí.
Clementina parecía estar a punto de perder la paciencia pues caminaba de un lado a otro en la habitación.
—¿Deseas que empecemos una guerra? —preguntó volviendo al lado de su lecho—. ¿Eso es lo que quieres? ¿Que nos matemos los unos a los otros por culpa de unos mestizos, por culpa de que no pudiste respetar la pureza de sangre?
La madre de Alana no respondió, desde su lugar observaba desafiante a la mujer, que seguía caminando por la habitación.
—Usas sahumerio para enmascarar el aroma de tu hija —habló la pelirroja después de un rato—, pero yo sé lo que es, sé lo que carga. Ella es la hechizada, no podrás ocultarlo por mucho tiempo. Cuando hable con el consejo...
—No, Rosalía, no lo harás —la interrumpió Clementina deteniendo su andar por la habitación. Tomó a Níspero de la mano y la acercó al lecho—. No quería hacer esto, pero no me dejas más opción. No voy a perder lo que tanto he luchado por conseguir.
Del cuerpo de Níspero volvió a desprenderse un aroma fétido a hierbas y la temperatura de la habitación empezó a descender, helándolo todo. Rosalía tiritaba. En una esquina de la habitación, Carlota vio cómo una Sombra de la Muerte se empezaba a formar.
La niña abrió los ojos, por fin estaba despertando y le faltaba el aire. Afuera, los primeros rayos del sol se empezaban a colar en la habitación a través de las cortinas de terciopelo. Carlota inspiró una, dos veces hasta recomponerse. No podía dejar de temblar.
Cerca de ella, la presencia luminosa danzaba frente al tocador y Carlota supo que era ella la que le había dado ese sueño.
Nuevamente volvió a sentir esa intuición de que algo malo estaba sucediendo, la misma que sintió cuando intentaba despertar. Rosalía volvió a tomar su forma humana y le pidió con insistencia que salieran. Carlota se calzó, se puso una capa con el fin de cubrir su camisón y la siguió.
Luego de una larga caminata, llegaron a la caverna donde Clementina había asfixiado a los mezclados con su perfume venenoso, aunque no había rastros de que nada de eso hubiera sucedido. El fantasma caminó hasta llegar cerca de un montículo de piedra y lo señaló.
—¿Quieres que busque algo ahí? —preguntó la Ojos de Bruja y ella asintió.
La niña se acercó. El montículo se veía pesado y no estaba segura de poder moverlo con sus pocas fuerzas, pero aun así lo intentó. Luego del tercer esfuerzo logró moverlo unos pocos centímetros, los suficientes como para meter una mano.
Se asomó para observar qué había y descubrió un rollo de papel atado. Lo abrió con temor de dañarlo. Se trataba de un testamento escrito por Rosalía en el que legaba todos sus bienes a su hija, incluyendo la casa en la que en ese momento vivía Clementina. Además, junto a él, había un documento firmado por el Virrey certificando la propiedad sobre la vivienda y el terreno.
Mientras revisaba los papeles, una nota se desprendió de uno de ellos y cayó al suelo. A Carlota le sorprendió ver que estaba dirigida a su madre. Con curiosidad la abrió y leyó:
Querida amiga,
Las cosas por mi lado se están poniendo difíciles. Temo que las personas que me rodean puedan hacerme daño. No pude contarte que el bebé que esperas será una niña. Espero que nazca saludable y bella como su madre.
En tu última carta me preguntaste por Clementina. Ten cuidado con ella, no es de fiar. Posee artes muy peligrosas que podrían hacerte daño. En este momento temo por mi vida, un mal presentimiento me invade desde que descubrí lo que es capaz de hacer para lograr lo que se propone.
Estoy segura de que se acercará a ti para poder codearse con tu familia. No sé cuál es su objetivo, pero ten cuidado. Podría dañarlos.
Por favor, cuida estos papeles. No conozco a nadie más que los pueda mantener a salvo y darles un buen uso. Confío en ti.
R.
Carlota enrolló la carta y la guardó junto con los papeles en un bolsillo de la capa. Luego levantó su vista para observar a su acompañante.
—Yo soy la de la carta, ¿verdad? —preguntó y el fantasma asintió—. Mis ojos... —empezó a decir sin saber muy bien cómo formular la pregunta y la presencia volvió a asentir. Carlota estaba sorprendida, así que preguntó nuevamente solo para asegurarse—: ¿Fuiste tú?
La presencia asintió de nuevo.
La Ojos de Bruja lo comprendió todo en ese momento: lo que ella siempre había considerado su maldición no había sido más que el pedido de ayuda de una buena amiga de su madre. No supo qué pensar al respecto. Había sufrido muchísimo por eso, pero estaba segura de que no había sido tanto como Alana y Rosalía.
Sabía lo que tenía que hacer.
Cuando volvió a su casa ya era la media mañana. Estaba sucia, agotada y hambrienta. Su madre, preocupada, salió a su encuentro y la abrazó.
Al sentirse segura en sus brazos, la niña lloró con toda la rabia, el miedo y el dolor que había acumulado durante años; lloró por ser diferente y por las injusticias cometidas con Alana y Rosalía; lloró por todo lo que recordaba y por lo que no. Su madre no la soltó ni un solo momento. La abrazaba con ese amor que era propio de ella, a quien no le importaba que no fuera igual a las demás personas.
Después de un rato, las lágrimas se secaron. Carlota metió su mano en el bolsillo de su capa y le entregó a su madre lo que le pertenecía y había estado escondido durante tantos años en la gruta.
La luz resplandeciente de Rosalía, que la había acompañado todo el tiempo, aumentó su fuerza, haciendo que incluso Andrea volteara a mirarla. Carlota estuvo segura de que su madre la reconoció.
Luego de sonreír con tranquilidad, el fantasma desapareció en el aire como nubes brillantes de polvo con olor a azucena.
***
Clementina estaba sentada en su despacho con las manos cubriéndose el rostro cuando llegaron. No se quejó ni opuso resistencia en el momento en el que le ataron las manos ni cuando la sacaron del lugar, iba con la tranquilidad de alguien que esperaba que eso sucediera.
Níspero estaba amarrada a la cama de su habitación, delirando. Gritaba sobre la oportunidad de obtener el poder que nunca había tenido y de cómo solo tenían que matarlos a ellos dos.
Carlota y su madre observaron, con pesar, cómo la hermosa rubia había enloquecido. Pero lo que más les impresionó fueron las manchas de sangre que encontraron en la habitación de Alana, como si ahí hubiera sucedido una matanza, y la niña temió haber llegado tarde para ayudar a su amiga.
Cuando les contaron que la pelirroja estaba recuperándose en otra habitación en compañía de un hombre que no se quería alejar de ella, salió corriendo al encuentro de sus amigos.
—¿Cómo está? —preguntó al ver a Noche, que estaba sentado al lado del lecho de la pelirroja, sosteniéndole las manos.
Él frunció el ceño sin responder.
—¿Mejorará? —insistió la Ojos de Bruja y el Segador afirmó con un movimiento de la cabeza.
Cuando la niña se acercó a la cama, la bruja abrió los ojos con pesadez. Al verla, le sonrió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Es una larga historia —respondió entregándole la carta que su madre había escrito a la de ella.
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