Capítulo 13 (parte 1)
Ese día el ajetreo en la casa de la bruja principal era tal que casi no se podía caminar sin chocarse con alguien. Entre los invitados que habían estado llegando a lo largo de la mañana y los nuevos sirvientes que se habían solicitado para la ocasión, se podía sentir el ambiente festivo en el aire.
Y no era para más, se trataba de la celebración del solsticio de verano, el día más largo del año, el Quinto Rito.
—¡Cuidado! —gritaron dos sirvientas que Alana no conocía cuando salió de la habitación. Cargaban uno de los enormes jarrones que Clementina usaba para decorar en sus celebraciones.
Alana divisó a lo lejos a la cocinera, cargando uno de los bultos de vegetales frescos para las comidas del día, y detrás de ella iban dos hombres que llevaban otros bultos iguales. La hechizada se abrió paso entre la gente para llegar hasta ellos.
—¿Qué debo hacer hoy? —preguntó.
La mujer la observó con detenimiento y luego frunció el ceño, dio a los hombres un par de órdenes sobre lo que deberían hacer con su carga y finalmente respondió:
—Vuelve a tu cuarto —ordenó—. Hoy es un día muy importante para la señora. No deberías estropear nada con tu... condición. —Luego, volvió a darse la vuelta y continuó con su trabajo.
La pelirroja observó los ingredientes que había esparcidos por la cocina. Ese día se ofrecerían para el banquete frutas y verduras frescas, diferentes tipos de patés, panes de semillas, carnes por montones, vino, guarapo y cerveza. Se relamió. Era la primera vez que estaba tan cerca de alguna de las celebraciones de la hermandad.
El Quinto Rito, la Noche del Fuego, donde la magia era más poderosa, siempre le había parecido una de las mejores celebraciones del año con sus enormes hogueras y su alegría cálida para festejar la abundancia, la luz, el calor y el brillo de la vida proporcionados por el sol.
Como siempre, el rito se celebraría junto a las lagunas sagradas de Siecha para hacer los baños de purificación, y ella deseaba poder asistir esta vez.
—¿Sigues ahí? —dijo la cocinera volteando a mirarla—. Vamos, vete. —Caminó hasta ella y la sacó del lugar.
En el patio interior, un grupo de doncellas, que podrían tener su misma edad, se reían mientras terminaban de vestirse con sus telas blancas y vaporosas. Dos de ellas, que ya estaban listas, terminaban de anudar las coronas de flores.
En el suelo había regados alhelíes, mimosas, narcisos y gerberas de color amarillo que las dos chicas tomaban para atarlos a un enorme helecho que les daba forma a las coronas.
Alana pasó cerca de ellas, con el fin de obedecer las órdenes de la cocinera, sin poder quitar los ojos de esos hermosos vestidos. Se imaginó bailando con uno de ellos alrededor del fuego sin tener que preocuparse por el hechizo que caía sobre ella. Ojalá Noche encontrara pronto la forma de liberarla.
—¿Todavía no estás lista? —dijo una de las doncellas corriendo hasta la hechizada. Luego la tomó de la mano y la llevó hasta el centro del patio donde el resto de chicas reían y cantaban canciones festivas que ella no conocía. Por más de que la pelirroja trató de negarse, sus protestas fueron en vano.
Dos pares de manos la desvistieron con facilidad, luego le pusieron uno de esos vestidos de tela vaporosa encima, la peinaron y la coronaron con una de las guirnaldas de flores. Cuando terminaron, Alana era una más de ellas.
Uno de los músicos que tocaría por la noche se acercó al grupo de chicas con su laúd en la mano y, contagiado por su alegría, empezó a tocar para ellas.
Pronto, Alana se vio arrastrada por la coreografía.
Aunque se estrelló en más de una ocasión, no tardó en entenderla: salto a la derecha, salto a la izquierda, un aplauso, luego un giro con las manos al aire y después tomarles las manos a las doncellas a sus lados para volver a empezar. No era tan difícil. La joven bruja se vio embargada en una euforia que no conocía, una euforia casi mística, más allá de su comprensión. No quería detenerse, no quería dejar de danzar. Deseó poder continuar así por el resto del día y hasta que los fuegos de la hoguera se extinguieran más allá del amanecer.
—¡Alana!
El llamado de Clementina hizo que dejara de girar y volteara a mirar a la bruja principal. El vestido que llevaba puesto la líder de la hermandad era capaz de arrebatarle la respiración a quien la viera: con su traje rojo y el cabello amarillo cayendo libremente por su espalda parecía el fuego, una llama ardiente.
El reproche en el rostro de Clementina disipó toda la ilusión. La hechizada recordó quién era y dónde estaba, pero, sobre todo, recordó por qué no debería bailar con las doncellas ni lucir sus hermosos vestidos.
Apenada, caminó hasta la bruja principal. Algo en ella hizo que el semblante de Clementina cambiara, ya no había reproche en él sino algo más. Tal vez una profunda decepción.
—¿Qué voy a hacer contigo? —se preguntó Clementina a sí misma.
«Por favor, no me dejes encerrada», pensó Alana mientras la bruja principal extendía la mano.
—Ven, vamos —dijo—. Tenemos que cambiarte de nuevo.
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