Capítulo 10

Noche caminó entre la oscuridad seguido muy de cerca por el anciano que acababa de morir. El hombre, como la mayoría de las personas que dejaban la vida detrás, estaba silencioso, pensativo. Tal vez hacía un recuento de la existencia que acababa de perder.

—Pensé que sería diferente —comentó el anciano vagamente antes de volver a guardar silencio.

Él no le respondió, no tenía permitido entablar una conversación. Ambos se abrieron paso por el velo hasta llegar al Barranco Tenebroso, el lugar que separaba al inframundo del reino de los mortales. Bajaron por la pendiente empinada sin mucho esfuerzo y vieron que sobre el río los esperaba una balsa hecha con telaraña, la cual, a pesar de su aspecto frágil y traslúcido, era muy resistente. El Segador y el anciano se montaron en ella.

Una vez acomodados, la balsa emprendió la marcha sin conductor. Por el camino se encontraron con un grupo de Guardias Espectrales, soldados del Emperador Dragón, el comandante del inframundo, que hacían su ronda. Desde donde estaban se podía distinguir con claridad una torre blanquecina y alargada del enorme palacio de hueso y sombra del desaparecido comandante.

De repente, un chapoteo llamó su atención: a través de las aguas verde esmeralda un par de serpientes doradas navegaban a su lado.

Poco tiempo después llegaron ante un jardín de naturaleza muerta. La Sombra de la Muerte ayudó al anciano a bajarse de la balsa, la cual, una vez desprovista de su carga, emprendió su regreso. Frente a ellos estaba el templo de la Dama Blanca, y el perfume que exhalaban las flores marchitas les dio la bienvenida. Tras cruzar el portón, caminaron por el largo pasillo iluminado por velas perennes.

El único sonido era el compás apaciguado de las pisadas descalzas del anciano.

Allí, al mismo tiempo que ellos, otras Sombras de la Muerte estarían también cumpliendo con su deber, pero ni Noche ni el anciano las verían. Había una magia que no se los permitiría. Mientras estuvieran en los terrenos de la Dama Blanca, ellos se percibirían como sus únicos huéspedes.

El Segador golpeó la puerta de la biblioteca.

—Mi señora —llamó.

Del otro lado, la Dama Blanca los hizo seguir. La Sombra de la Muerte abrió la puerta y le dio paso a su acompañante.

Pronto, el anciano tendría una charla con su señora antes de beber de las Aguas del Olvido que le permitirían reencarnar de nuevo en otra historia y en otro tiempo. Ese rostro y esa vida pasarían a formar parte de la enorme colección de libros de la parca. Dentro de unos años humanos, nadie, además de ella, se acordaría de su existencia. Almas antiguas ocupando cuerpos nuevos poblarían los lugares que él alguna vez amó y que, gracias a las Aguas del Olvido, no podría recordar. Él tendría que luchar en esa nueva existencia sin sentido antes de volver a ser llamado por la Dama Blanca para dejar atrás, otra vez, el nuevo rostro y la nueva vida en un ciclo de reencarnaciones sin final.

El anciano dio una última mirada temerosa al ser antes de entrar al lugar y perderse de vista para siempre.

Una vez la puerta de la biblioteca se cerró, Noche no pudo evitar pensar en Alana. ¿Estaría destinado a buscarla en vida y a escoltarla en la muerte por cada una de sus reencarnaciones hasta el final de los tiempos o hasta que su alma se liberara de la rueda del Samsara? ¿Alguna vez podría él estar realmente a su lado y disfrutar de su tibieza vital?

Recordó al sacerdote y los hombres que intentaron dañarla. Por culpa de personas como ellos la vida de su amiga podría ser mucho más corta de lo que debería, pues, así no fuera gran cosa, los pueblerinos ignorantes le temían a su hechizo. No podía dejar que las cosas siguieran así, no podía dejar que ella viviera de esa manera. Si la libélula mensajera lo había llevado hasta la bruja era por alguna razón y, tal vez, esa razón era que él podría ayudarle a romper el hechizo.

Se llevó la mano a su máscara, justo al lugar en el que ella lo había tocado la noche anterior y un estremecimiento similar al que experimentó en ese momento lo volvió a invadir. Deseó estar a su lado. Ahora que había terminado su encargo volvió sobre sus pasos hasta un espejo de agua que había en medio del jardín y se concentró en Alana. Cuando su imagen se le presentó con claridad en la mente, la Sombra de la Muerte sumergió ambas manos.

Después de traspasar el espejo de agua gracias a un charco cercano, el Segador apareció de nuevo ante los escombros de la casa de la hechizada.

El fuego se había extinguido completamente dando paso a un silencio aterrador. Nada, además del sonido de su capa, llenaba el lugar.

Echó de menos el canto de las aves, el arrullo del viento o incluso las suaves vocecillas de los insectos. Era como si, al irse su amiga de ese lugar, se hubiera llevado toda la vida con ella.

Sobre el cielo, el sol de la tarde lo bañó con sus cálidos rayos que le besaron la piel mientras buscaba el camafeo.

El nictibio lo observó desde un árbol cercano mientras él revolvía los escombros. Varias veces se lastimó las manos con las astillas, pero, gracias a la naturaleza de su ser, se curaba casi al instante.

Más pronto de lo que esperaba, dio con una cómoda de madera destruida casi en su totalidad. Dentro de ella, protegido por un encantamiento, estaba el camafeo.

Noche lo tomó entre sus manos. Se había ennegrecido por el fuego, así que lo limpió con la capa hasta que el objeto adquirió nuevamente su color. Era un medallón de plata y en la imagen del relieve tenía el perfil de una mujer con algunos rasgos similares a los de Alana. Todo estaba tallado en coral y decorado con perlas.

Por su porte, daba la impresión de que la mujer era alguien respetada en la sociedad. A su mente volvió la imagen del cura con el arcabuz y se preguntó qué habría pasado si la mujer aún viviera. ¿Se habrían atrevido a tratarla de la manera en la que lo hicieron? Estaba seguro de que, con la protección de su madre, Alana habría gozado una vida más apacible.

Con cuidado de no dañarlo, abrió el medallón y, protegido por un cristal, encontró un bucle del color del fuego. A pesar de verse tan parecido al del cabello de Alana, ese mechón olía diferente, como a azucenas. Noche cerró el collar y lo colgó de su cuello.

En el cielo, las primeras estrellas se desperezaron en la inmensa oscuridad. Con un silbido, la Sombra de la Muerte llamó al nictibio y, cuando el animal se posó sobre su brazo, le rascó la cabeza para mostrarle cariño.

—¿La encontraste? —preguntó al ave.

El nictibio dio algunos picotazos al aire, demostrándole que su respuesta era afirmativa. Luego alzó el vuelo a través del velo y la Sombra de la Muerte lo siguió, deseoso de encontrarse pronto con la bruja.

***

Noche observó a la mortal a través del espejo, pero ella no se daba cuenta de su presencia. Por la ropa que llevaba puesta, el Segador solo pudo adivinar que estaba trabajando como una criada. Al menos ahora ni el cura ni la gente del pueblo podían hacerle daño de nuevo sin antes ofender a los dueños de la casa.

Alana vertió una serie de baldes de agua caliente en una enorme tina de amatista. El vapor que desprendía el agua hizo que la piel del rostro de la joven se cubriera de gotas aterciopeladas.

Una vez la tina se llenó, tomó varios puñados de pétalos de un canasto y los puso en el agua. Prendió algunas velas para iluminar el lugar y agregó unas cuantas hojas de eucalipto al quemador para traer un buen olor a la habitación.

Cuando el aroma refrescante de las hojas quemadas empezó a invadir el ambiente, una joven de la edad de su amiga apareció por la puerta. Era la misma que había ido a buscarla en el mercado. Su cabello largo y cuidado parecía haber sido besado por los rayos del sol, otorgándole un dorado intenso. Alana le ayudó a quitarse la ropa, que luego colgó en un biombo cercano mientras la joven entraba en la tina.

—Quédate y ayúdame a lavarme el cabello —pidió la rubia.

Alana no habló mucho. A través de su conexión, Noche pudo sentir la tranquilidad de la bruja mientras tomaba lo que a él le pareció un cuenco de porcelana. Con su ayuda vertió algo del agua de la tina en la chica, quien permanecía recostada en un borde, completamente relajada.

—Me recuerda a nuestra infancia —dijo la rubia. La mortal sonrió, recordando un pasado en el que había sido feliz. El interior de Noche se llenó con una calidez apacible tan cómoda y agradable que deseó que ella la pudiera experimentar más seguido.

Después de un rato en silencio, la rubia volvió a hablar:

—Lamento todo lo que te ha sucedido desde ese día —se disculpó sin abrir los ojos mientras le lavaban el cabello—. Siempre quise estar a tu lado para acompañarte, pero tú parecías preferir estar sola. —La mujer se sentó en la tina y tomó la mano de Alana antes de continuar—.  No me importa que estés hechizada, solo quiero que puedas volver a verme como una amiga... Por favor, pásame ese frasquito de perfume que está ahí —pidió señalando al alfeizar de la ventana.

La pelirroja obedeció. La calidez de su interior empezó a vibrar en ondas diminutas que Noche interpretó como nostalgia y sus ojos se volvieron a opacar.

—Tengo miedo de hacerte daño a ti también —confesó su amiga entregándole el objeto a la rubia.

La mujer lo abrió, olió su contenido y luego lo vertió sobre su propio cuerpo.

—Esta vez no va a volver a suceder lo mismo que con Rosalía, todos estaremos alerta para evitar que el frío pueda dañar a cualquiera en esta casa. Si nos lo proponemos, podremos encontrar un conjuro que te ayude a romper el hechizo. —Luego, añadió—: ¿Te estás tomando tu medicamento?

Noche se alejó del espejo de agua que lo conectaba con el mundo humano, junto a él solo se podían observar los ojos amarillos y penetrantes del nictibio que se cubría con las sombras.

«Un conjuro», repitió tratando de pensar quién podríadarle información sobre eso.

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