Capítulo 18: Solitario

Pista de audio: Dark steampunk music - Underground.

Eran alrededor de las diez de la mañana, la siguiente cátedra estaba por comenzar. La explicación sobre la siembra de sorgo en un hábitat inhóspito no resultaba nada apasionante, por eso, Kail caminaba en dirección opuesta a donde su grupo se reunía. Tenía otras cosas en mente. No podía seguir sentándose por horas a escuchar a viejos raros hablar sobre cosas que jamás pensaba utilizar en su vida. Aunque no lo dijese a nadie, aún no aceptaba el hecho de que estaba atrapado. Estaba furioso, no con su padre, no con tía Gi, sino con la humanidad. No podía creer que de verdad lo hubieran hecho, condenar al mundo, todo para salvar lo que quedaba de la raza humana.

Pero su furia no estaba solo enfocada a las acciones de su propia especie. También estaba enojado con el dragón y los híbridos. ¿Por qué esa sed de sangre? ¿Por qué ese odio hacia los humanos? Los reptiles también eran criaturas terribles y despreciables. Las únicas personas que apreciaba de verdad, eran su padre, su tía-madre y el viejo Jung Fey.

La academia quedó atrás. No volvería, no hoy. Kail se alejó con un destino en mente: los barrios altos. Para llegar ahí debía ascender más de 150 metros de altura a través de distintos puentes colgantes y escaleras.

Pronto se encontró caminando entre las estrechas callejuelas colgantes, lejos de los otros niños, lejos de las demás personas. Se dirigió a una abertura entre dos grandes cimientos que servían de base para los niveles superiores de la colmena, pasó su mano entre el hueco y, un segundo después, sacó un objeto muy largo y delgado cubierto por una delgada tela. Lo sostuvo con ambas manos y lo desenvolvió, dejando a la vista palo de madera con el que solía entrenar. Con más de dos metros de extensión y una bisagra al centro, el instrumento podía doblarse por la mitad. Se lo ató a la espalda y comenzó a correr. Evadió los caminos principales para no encontrarse con la milicia encargada de la seguridad, si lo veían fuera de su clase, en horario cultural, lo obligarían a volver.

Subió varios pisos, ágil como una liebre, saltando entre los soportes metálicos que separaban los barrios bajos de los altos. Esquivó los caminos más transitados, trepó por escaleras y atravesó largos puentes sumamente delgados, aquellos por donde las personas evitaban pasar debido al vértigo que les producía.

Le tomó tan solo diez minutos alcanzar la zona residencial más alta, en dónde vivía Jung Fey, un recorrido de media hora en condiciones normales. Las callejuelas de los barrios altos no eran demasiado distintas a los de abajo, la principal diferencia estaba en su posición en el refugio, a su altitud. Si una persona se asomaba desde cualquiera de los puentes, podría observar el resto del refugio hacia abajo igual que si estuviese en un lo alto de un rascacielos.

La casa de Jung Fey se diferenciaba fácil del resto. Era tan pequeña como las demás, pero había una rampa que subía en espiral hacia su propia azotea. La construcción de placas metálicas estaba adornada con plantas que crecían como enredaderas, sobre una capa orgánica que el mismo anciano acondicionó con ayuda de Jack. Algunas otras casas cercanas a la de Jung Fey ya habían comenzado a imitar los adornos del hombre, con pequeñas plantitas adornando los pobres y aburridos hogares, pero no alcanzaban la fineza de la original.

Kail sonrió al ver el espacio de vida contrastando con la tonalidad grisácea predominante. Para él, era como un respiro en su aburrido día.

Contento subió la rampa hasta llegar al tejado de la casa de su maestro, ahí, tomó el palo de madera, lo armó con sus dos manos y comenzó a agitarlo con ligereza y ritmo.

Su espacio no era muy grande, tan solo era un área cuadrangular de unos cinco por cinco, pero era suficiente para poder practicar a gusto. Se concentraba, fijaba sus movimientos, recordaba las palabras de su maestro, de su padre y su propia experiencia. El palo de madera parecía bailar, zumbando en el aire por la velocidad con la que era blandido, vibrando al cortar el viento. La sensación le gustaba. Al girar miraba sus alrededores dar vueltas. Al detenerse transmitía toda la energía de sus giros a la punta del palo, una y otra vez, tal y como le habían explicado.

El tiempo volaba cuando danzaba con su inseparable amigo de madera que, con cada día que dejaba atrás, se volvía una extensión más de su cuerpo. Nunca nada había apasionado tanto a Kail como esto. Hasta hace poco, su mayor pasión había sido la ciencia, pero porque era el único mundo que conocía. Los microscopios, los genes, la química y sus reacciones, las matemáticas, cálculos y números era lo que creía que lo llenaba. Pero cuando conoció el arte del bastón, fue como entrar en un mundo nuevo. Su cuerpo era maravilloso. La libertad que le producía el poder moverse como el viento, girar y extenderse más allá de lo que podía tocar con sus manos era indescriptible para él. Tan sólo pensar en el día en que pudiese realizar los grandiosos movimientos y saltos que aún no lograba, lo hacía estremecerse.

Al realizar un grácil movimiento alto de bastón, pasándolo por detrás suyo, el súbito sonido de un golpe —acompañado de una vibración en el palo de madera— atrajo la atención de Kail. El niño giró su cabeza a discreción para mirar con qué se había estrellado su arma. Otro bastón igual de largo, pero metálico, lo detenía. La punta afilada estaba adornada con cristales alargados, delgadas líneas que se perdían al culminar el puntiagudo cono. Unas manos marcadas por las décadas lo sostenían con gran ímpetu, pertenecientes a un anciano de ojos rasgados, cabello blanco y barba larga, poco tupida, del mismo color. El portador del bonito instrumento era alguien bien conocido por Kail.

Los dos bastones, madera y metal, se mantenían unidos sin desequilibrar fuerzas. Jung Fey sonreía con orgullo. La sonrisa se distinguía por los ojos del hombre —que parecían casi cerrarse por completo—, más que por el torcer de sus labios o mejillas. Kail lo sabía, lo conocía bien, aunque no hablaran el mismo idioma. Observaba a su maestro, esperando alguna indicación o instrucción.

Jung Fey liberó un poco la fuerza de su bastón y movió su cabeza como una señal que Kail comprendió: debía atacar. Con un sutil movimiento, dejó que la madera se deslizara por el metal hasta que el punto de apoyo cambió, haciendo que su maestro retrocediera y girase para mantener el equilibrio de su defensa. Cuando el anciano dio un paso atrás, cambió la dirección del desliz, separando por completo el choque de bastones, acompañando su movimiento con un juego de pies que le permitió dar un giro, agachándose y extendiendo el palo de madera para tratar de barrer los pies de Jung Fey. Al notar la artimaña de Kail, el anciano apoyó su bastón contra el piso. El sonido del metal chocando contra metal se antepuso al salto que dio, justo a tiempo para que el ataque de su aprendiz pasara por debajo sin apenas rozarlo.

Kail se sorprendió al ver a su maestro saltar y se quedó en blanco. Jung Fey cayó firme con sus dos pies, lanzó hacia arriba su bastón para intercambiarlo de mano y se movió con ritmo y técnica, girando sobre su propio eje para dar fuerza a un ataque. Kail lo vio sin saber qué hacer, levantó su arma con torpeza para tratar de bloquearlo, cerró sus ojos por acto reflejo y esperó el impacto... pero nunca llegó. Abrió sus ojos con timidez y vio, a pocos centímetros de su pecho, el extremo sin punta del bastón de su maestro.

Jung Fey miraba a su alumno con seriedad, retirando su posición de combate con una exhalación larga y tranquila. Acto seguido, le ofreció la mano para levantarse. Él sonrió con vergüenza y aceptó el apoyo del anciano.

Estando los dos de pie, se podía apreciar muy poca diferencia entre la altura de uno y otro. Kail se sacudía el polvo mientras su maestro lo miraba, como si tratase de decirle algo. No sabía si estaría tratando de reprenderlo por haber cerrado los ojos, o por haber fallado el último bloqueo. Frunció el ceño. De cualquier manera, ya sabía que lo había hecho mal, tan solo tenía que seguir practicando para corregir sus propios errores.

Señaló sus ojos con timidez y los cerró, haciendo un gesto de susto, seguido de una mueca que demostraba estupidez por su parte. Al verlo, su maestro no pudo evitar reír, negó con la cabeza, levantó una mano y le indicó que lo siguiera. Con más curiosidad, Kail dobló su bastón, lo ató a su espalda y fue detrás del viejo.

Entraron a su casa. El interior era como todos los cubiles del refugio: pequeño, con espacio suficiente para tres camas individuales, un estante con libros, el cuarto de baño y una mesa para comer. Kail sabía, por lo que su padre había contado, que el señor Jung Fey había perdido a su hijo, junto con su nuera y nieto, antes de llegar al refugio. El anciano había llegado antes, pero su hijo tardó en encontrar a su esposa. Debían haber sido tres personas adultas y un niño las que entrarían, pero los miembros restantes de su familia jamás llegaron. Ahora, las dos camas sobrantes yacían vacías, tristes, convertidas en soportes para las plantas que el maestro cuidaba —situación muy común en todo el refugio—. Camas vacías, llenas de historias de gente que no pudo salvarse.

Jung Fey llegó hasta la cama que utilizaba para dormir, se paró junto a esta y se dio la vuelta para mirar de frente a Kail. Extendió la mano, mostrándole su bonito bastón metálico. Le pedía sostenerlo. Así lo hizo. Con las manos libres, el viejo maestro se arrodilló frente a la cama y agachó su cabeza para buscar debajo de esta.

Kail observaba el objeto que ahora sostenía. Muchas veces lo había visto siendo blandido con gran maestría, pero nunca con detenimiento. Era tan largo como el suyo, pero de metal fino, con una punta filosa y adornada con cristales alargados y bien estilizados. Parecía más una lanza corta que un bastón. Casi no pesaba. Era ligero, mucho más que su propio palo de madera. En toda su corta vida, Kail jamás había visto, o escuchado hablar de una aleación como esta. No era acero, ni tampoco fierro o aluminio. Anonadado por su descubrimiento, se preguntaba de dónde habría salido. Jamás había visto nada igual, no parecía de este mundo.

El sonido de papeles revolviéndose atrajo la atención de Kail hacia su maestro. El anciano terminó de sacar algunos pergaminos de aspecto antiguo de debajo de la cama y los colocó por encima. Se sentó sobre esta e invitó a su discípulo, con un gesto de mano, a que hiciera lo mismo. Kail asintió, aceptando la invitación. A estas alturas ya sabía de qué iba el asunto, no sería la primera vez que se preparaba para una de sus historias.

Jung Fey pidió de vuelta su bastón y lo colgó en un soporte junto a la cama, una funda que tiempo atrás debió servir para llevarlo a la espalda. En sus manos, sostenía un viejo pergamino con letras chinas e imágenes pintadas a mano con tinta que apenas se alcanzaba a distinguir en el papel. Al notar que Kail lo miraba con curiosidad, sonrió y lo extendió en su totalidad para que pudiese ver mejor. La historia que hoy contaría era especial.

Los ojos del niño parecieron brillar por la impresión. La antigüedad del pergamino y el estilo del dibujo, plasmado con tinta de oro, eran hermosos. A Kail le encantaban las historias que su maestro contaba, y el anciano parecía disfrutar de esos momentos.

La barrera del lenguaje no existía cuando Jung Fey compartía sus leyendas. Las historias se contaban por sí mismas en imágenes —si se despreciaban los caracteres incomprensibles que estaban a lado de estas—. La imaginación y las expresiones de su maestro eran la clave para que ambos se entendieran, un lenguaje corporal al que Kail ya se había acostumbrado.

Así pues, Jung Fey señaló la primera imagen: montañas, adicionándole un movimiento de mano que Kail comprendió al instante, «hace mucho, mucho tiempo, en las montañas». La siguiente imagen mostraba una aldea con personas cosechando, transmitía tranquilidad; Jung Fey añadió otro ademán, señalándose a sí mismo y combinándolo con movimientos que dejaron que Kail comprendiese, «mis antepasados, en la aldea». De ahí en adelante, Kail siguió prestando atención a la historia.

Parecía fantasía, una asombrosa historia como las que le encantaban. Era sobre una vieja aldea, en las montañas características de china, que presumiblemente habría sido hogar de los antepasados de Fey. La gente solía vivir en tranquilidad hasta que, un día, un dragón convirtió las montañas en su hogar. La gente temía que la criatura agrediera su paz, así que consultaron al sabio de la aldea para que diera su consejo. El sabio, un hombre anciano, venerable y admirado por todos, dijo que no tenían nada de qué preocuparse siempre y cuando no provocasen la ira de la criatura. Las palabras del sabio calmaron a la gente de la aldea y los días siguieron transcurriendo con normalidad, sin que el dragón fuera un problema. Hasta que, cierto día, un joven cuyo amor no era correspondido decidió probar su valía ante su amada, cazando al dragón por sí solo.

Se cuenta que el joven tomó espada y escudo para acudir al nido de la criatura, en las montañas, pero jamás regresó. A los pocos días de su partida, la aldea se encontraba en llamas. El dragón, enfurecido, apareció con la mitad de una espada incrustada en el ojo y atacó sin piedad. El sabio, triste por lo acontecido, se vio obligado a defender la aldea de una criatura antigua y venerada. Obligados a huir a las montañas, el viejo sabio ocultó a su pueblo en una caverna, forjó una lanza a partir de la tierra misma y salió a enfrentarse al dragón él solo. Fue una fiera batalla la que se libró, una batalla que no tuvo vencedor.

Los pobladores salieron después de tres días de hambre, pero lo único que encontraron fue el cadáver del dragón. Del sabio no había restos, a excepción de la lanza incrustada en el corazón de la mística criatura. Al retirar el sagrado objeto, cuatro bellos cristales se formaron en su punta, los cuales, según cuentan, simbolizan la sangre del dragón, el pecado del joven, la vida del sabio y la fortaleza de aquellos que lograron sobrevivir para contar la historia. La lanza se convirtió en un símbolo de valentía, pasando a manos de su hijo, quien la heredo al suyo y así hasta el día de hoy.

Al finalizar la historia, Kail desvió su mirada al bastón metálico que estaba a pocos centímetros. No era un bastón, sino una lanza, y era igual a la de la historia. Asombrado, cambió su vista de esta hacia Jung Fey, luego al pergamino y de nuevo a la lanza. El anciano sonrió alegremente a Kail, asintiendo con tranquilidad. Estaba maravillado, esta era, por mucho, la mejor historia que Jung Fey le había contado. Era sólo una leyenda, otra más, pero ahora se convertía en su favorita.

Desde muy pequeño, a Kail siempre le habían llamado la atención las leyendas e historias sobre dragones, más aún con todo lo que sabía. Se preguntaba si de verdad habrían existido hace mucho tiempo, y cómo es que eso tenía que ver con el presente. Su padre decía que era mentira, puesto que no había una sola prueba de que hubiese dragones en la antigüedad, pero eso no evitaba que Kail soñara y se perdiera en sus propios mundos de fantasía. Tal vez era por eso que le encantaba pasar tiempo con Jung Fey, con sus grandiosas historias, en lugar de pasar el día escuchando a los catedráticos tratar de enseñarle a cultivar.

Kail observaba la vieja lanza de la leyenda, mirando los bellos símbolos grabados en ella. Después de esto no podría volver a ver este objeto de la misma manera.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top