XVII
"Me di de bruces contra la felicidad y la herida ocupa ahora toda mi vida."
Elvira Sastre
Estaba inmersa sobre el bonche de papeles que tenía enfrente. Había escrito mucho desde las últimas semanas, todo inspirado en una misma musa. Si Salvador lo supiera seguramente se sentiría decepcionado, pensó. Mientras releía su trabajo se dio cuenta de que quizá carecía de verdadera intención. Tomó las hojas y las arrojó al bote de basura, de la misma forma en la que arrojaba un poco de los sentimientos que comenzaba a tener por Lía. En ese instante Salvador entró a la librería dejando caer una caja con libros viejos.
Kaedi lo miró asombrada. Tenía la ceja reventada, el ojo hinchado y el labio le sangraba un poco.
—¡¿Qué demonios te pasó?!
—Nada grave. Una pequeña discusión —contestó restándole importancia, mientras comenzaba a sacar algunos libros de la casa.
—Debes estar bromeando... —Fue hasta su amigo para intentar revisar sus heridas pero este se hizo a un lado.
—No empieces, suficiente tuve con mi madre. Tuve que decirle que me caí en una bicicleta.
—¿Te creyó? —preguntó sorprendida, aunque intuyendo la respuesta.
—Por supuesto que no, ¿pero qué esperabas? No le iba a decir que fui a buscar al imbécil de Diego para matarlo.
—¡¿Qué hiciste qué?!
En ese momento un cliente se acercó para pagar un par de libros y Salvador pudo dar la retirada. Sin embargo, la chica no iba a dejar las cosas así, fue hasta él y continuó interrogándolo.
—¿Vas a contarme qué pasó?
—Déjame pensar algo digno de destacar, o mejor dicho que recuerde.
Salvador se quedó inmerso un instante sacando un libro de Baudelaire de la estantería. Lo tomó y buscó un poema:
—Sé sabia, Pena mía, y permanece en calma.
Reclamabas la Noche; ya desciende, hela aquí:
Envuelve a la ciudad una atmósfera oscura
A unos la paz trayendo y a los más la zozobra.
Mientras que la gran masa de los viles mortales,
Del Placer bajo el látigo, ese verdugo impávido,
Cosecha sinsabores en la fiesta servil,
Ofréceme tu mano, Pena mía, ven aquí...
El chico terminó de leer mientras Kaedi lo observaba sin entender qué era lo que estaba tratando de decir. Salvador esbozó una sonrisa que hacía resaltar aún más la hinchazón en su labio provocándole un ligero dolor.
—Estaba leyendo a Baudelaire cuando lo vi sentado sobre la barra del bar. Bebiendo y riendo como un gran cerdo en dos patas, como los de Orwell. Fui hasta él, le invité un trago, bebimos, hicimos un par de chistes y me dejó jugar naipes con él; el imbécil no me reconoció hasta que no mencioné a Nailea. Se lo dije, bajito, casi pegado a su oído "cerdo violador ¿sabes lo que pasa con los sujetos como tú en prisión?" Antes de que intentara algo me arrojé sobre él, estuve a punto de cortarle la garganta con la botella pero eran demasiados. Cinco imbéciles contra mí, ¿qué soy yo, Kaedi, sino un mediocre poeta? Las palabras hieren pero no matan. No me distingo por ser bélico, pero no pude evitarlo. Los guardias del lugar me sacaron, de no haber sido así tal vez no estaríamos charlando. Le dije que no iba a dejarlo así, que encontraría el momento adecuado para darle su merecido.
Kaedi observaba a su amigo, contaba aquello como si fuera una anécdota cualquiera. El chico fue hasta la barra y se sirvió un café americano, encendió su pipa y le dio un par de toques mientras se quedaba inmerso en otro punto de la habitación.
—Nunca creí decirlo, Salvador, pero esta vez sobre pasaste tu propia estupidez.
El chico le dedicó una mirada poco complacida, no era lo que esperaba escuchar después de todo. Hizo una reverencia y caminó hacia el otro lado, pero en ese instante Kaedi lo detuvo.
—Pero sabes algo... —continuó la chica—... te entiendo perfectamente. Quise hacer lo mismo cuando lo vi en el hospital.
Kaedi se sirvió otro café, charlaron un poco y entre aquella plática pudo decirle lo que había pasado con Lía la noche anterior. Salvador la miró sin decir nada hasta que la chica terminó de externar sus puntos.
—Kaedi... ¿no crees que es bastante hipócrita que pienses que ella te usa como plato de segunda mesa cuando eso lo aceptaste desde que la invitaste a salir? ¿Acaso no eres tú la otra? ¿Su "amante"? comienza a comportarte como tal, hazla sonreír, tíratela cada vez que puedas, hazla sentir viva, demonios. Después de todo, si está contigo es porque no es feliz con la otra persona. Además, se supone que tú también estás con Lucía ¿no lo recuerdas?
La chica lo miró fijamente. Sin duda era cierto, odiaba admitirlo pero Salvador acababa de darle una gran lección. Sin embargo, se equivocaba en algo. Ella no podía verlo de forma tan desinhibida, no se trataba sólo de ser su amante. Había sido descuidada y las cosas iban un poco más allá ahora. Sin mencionar a Lucía que se presentaba como una realidad inminente...
—¿Y qué puedo hacer para no sentirme como una idiota? Oh, gran gurú del amor.
Salvador sonrió. Tomó de la basura las hojas de lo que Kaedi había escrito durante la noche y se las arrojó en la cabeza.
—Dejar de sentir estupideces podría funcionar —Su amiga intentó atraparlo pero él ya había cruzado la barra de un salto—. Ve a la boda con ella. Disfruta ese viaje, demuéstrale que eres mejor de lo que ella imagina, ¿sabes por qué? —miró a Kaedi negar—. Porque lo eres, eres la chica más increíble que jamás conocerá, y sería una tonta si no se da cuenta de que si como amante eres la mejor, como novia eres como un poco de coca en tu cigarrillo de hierba.
Negó con la cabeza mientras sonreía y observó cómo Salvador se alejaba y salía de la librería sin decir más. Recogió el bonche de hojas y lo guardó en su mochila, pensando en lo que su amigo le había dicho. Tenía razón, era una tontería. Iría a ese viaje, iría hasta el fin del mundo si ella se lo pedía porque ya no podía engañar a nadie y mucho menos a si misma. Estaba enamorada de Lía.
***
Estaba frente a la casa de Nailea, llevaba varios días yendo sin tener el valor de tocar a esa puerta. Se quedaba sentado frente a la acera de la casa, mirando hacia la enorme residencia con una pequeña libreta en las manos. Incluso se había hecho amigo de los vigilantes del lugar que seguido lo veían ahí. Ellos mismos le animaban para que por fin tuviera el valor de tocar.
Arrojó la colilla de su cigarrillo a la calle y se puso de pie, tomó su libro y lo guardó bajo su brazo mientras caminaba a la salida del fraccionamiento. En ese momento Nailea salió de la casa y fue hasta él.
—¿Qué quieres? —preguntó, mirando fijamente al chico—. Vienes dos veces a la semana a mi casa, te sientas justo ahí y después de un rato te vas. Esto es acoso, ¿lo sabías?
—No digas tonterías, ¿quién dijo que vengo a verte a ti? —respondió, mirándola detenidamente. Sin duda tenía un mejor semblante a diferencia de la última vez que la vio.
—¿A qué más vendrías? Pervertido.
—Me gusta la fachada de tu casa —respondió encogiéndose de hombros.
—No digas tonterías —contestó la rubia riendo involuntariamente a causa de la simpleza de aquel comentario.
—Sí, es una tontería —Se quedó en silencio unos segundos mientras clavaba su mirada azul en la rubia que seguía de pie frente a él—. La verdad es que no tuve la fuerza de tocar esa puerta y preguntar si estabas bien... No puedo dejar de pensar en ti.
La chica hizo un gesto incómodo, se quedó mirando a Salvador y pudo notar que tenía un par de golpes en el rostro.
—Deja de meterte con Diego, Salvador...
El chico abrió sus enormes ojos azules impactados, aquello significaba que Nailea continuaba manteniendo contacto con él a pesar de lo que había ocurrido. Era increíble. Estuvo a punto de explotar pero la chica lo abrazó fuerte, aferrándose a su cuello.
—No quiero que te haga daño...Es capaz de cualquier cosa.
Salvador rodeó sus brazos por la cintura de la chica, pegando un poco sus labios a su cuello. Olía bien, tan bien como siempre y se sentía un poco más cálida.
De un momento a otro, sus labios estaban tan cerca que Nailea comenzó a besarlo. Podía sentir un ardor en el labio, pero no importaba. La saliva de la chica era dulce y mientras ella se aferraba a él con fuerza, sentía que podía protegerla de Diego, de un terremoto o cualquier otra cosa. Repentinamente, Nailea se detuvo y se alejó de él. Pero Salvador no iba a dejar eso ahí, volvió a rodearla con sus brazos mientras la veía a los ojos.
—¡Suéltame, Salvador! ¡Vete, te lo suplico!
El chico negó. Sacó una hoja del bolsillo de su saco y sonrió mientras se la entregaba.
Finalmente la dejó ir de sus brazos. Le hizo una señal militar llevándose la mano a la frente y comenzó a caminar hacia la salida. Nailea se quedó ahí de pie, miró la hoja y leyó lo que decía:
Te regalo este poema,
es deshonesto como tú,
rencoroso como yo,
y sin sentido como nosotros.
La aferró contra su pecho y se echó a llorar, tapando su boca para que los sollozos no se escucharan.
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