Capítulo 1: Anomalía

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Tan condenadamente fría.

Con una sonrisa falsa y unos ojos brillantes, pero carentes de sentimientos. Su amargura no parecía inquietar a nadie, ni siquiera a los que decían amarla.

¿Cómo pueden creer en su sonrisa?

Si ponías la suficiente atención, podías notar cuán amarga y rota estaba por dentro. No había elecciones, ni réplicas. Toda su vida estaba planeada como si solo fuera una muñeca de trapo. Una muy bonita muñeca de trapo.

Quería ahogarlos.

Quería destrozarlos.

Deseaba saborear el ácido sabor de la libertad. Quería dejar de tener pesadillas cada vez que se daba cuenta que seguía allí, encarcelada, reclusa en contra de su voluntad.

«Solo quiero volar», pensaba Anthea cada vez que despertaba sudorosa, con las lágrimas cayendo por sus mejillas y la enorme opresión en el pecho al saber que estaba encerrada como un animal en cautiverio.

Pero cuando se es una dama, volar solo es el sueño de una chiquilla inexperta.

—Eréis perfecta —Le recordaba su hermana Margaery cada vez que podía con sus grandes y castaños ojos soñadores.

—Sé perfecta —Le inculcó su madre la última vez que la visitó; antes de que ella dejara de volver y decidiera no luchar para permanecer a su lado.

—Sé filosa —Le enseñó Olenna, la única persona de todo el castillo que entendía su amargura. Todos pensaban que su vida era perfecta, que era alguien completamente intocable, y Anthea solo quería quemarlos al escuchar comentarios así—. Solo hay una forma de que salgas de aquí, sé más lista que todos ellos. No te dejes dominar por los sentimientos.

Era casi alabada por la servidumbre, quienes se encargaban de que permaneciera intacta. Tan delicada como la porcelana.

Solo quería correr y hundirse entre el fango. Aprender a usar una espada y bailar bajo la lluvia. ¿A caso era tanto pedir?


A pesar de que el castillo de los Tyrell era una extensión inmensa de salones, torres altas, bajas, toscas y delicadas, pasillos amplios y angostos, puertas, jardines, habitaciones e infinidad de pasadizos, jamás le permitieron deambular por ningún lugar fuera de la torre.

«La torre que mandaré quemar en cuanto salga de éste agujero», se recordó.

A la dulce edad de seis años, su padre había tomado la difícil decisión de resguardar a su más joven rosa.

Cuando era una niña, Anthea siempre se escabulló entre los pasadizos secretos de su hogar para salir al patio a hacer escándalo, y muchas veces se preguntó porque las criadas hablaban de lo afortunados que eran los señores Tyrell de ostentar una hija tan carismática, tan bonita y alegre. En ese entonces, la inocencia pudo contra la inteligencia.

¿Logro? ¿Qué logro podía ser una niña de seis años caprichosa y revoltosa? ¿Cómo se suponía qué era un logro para su padre? Solo era una cría. Una pequeña niña de cabello castaño y ojos azules. Nada extravagante ni llamativo.

¿Qué tenía de especial?

Finalmente, y para su muy mala suerte, todo fue en declive cuando a sus solo seis años había sido encerrada en la torre más alta del castillo y sin posibilidad de salir. La tristeza la invadió cuando se le notificó que ya no podría asistir a los bailes, ni a fiestas, ni a los desayunos familiares, reuniones o lo que sea que debía de hacer una doncella de su edad.

Pasaba sus solitarios días custodiada por guardias que cada dos semanas cambiaban y nunca más volvía a ver, por lo que hablar con ellos y formar una amistad tampoco era una opción.

Cada día era enseñada para ser una gran doncella de alta cuna, y con cada segundo que era forzada a aprender cosas tan poco útiles, la furia se deslizaba con más fuerza por sus venas. Bordaba, leía, recibía importantísimas clases de historia y todo tipo de datos que cualquier maestre debía saber, la abuela le daba ciertos consejos para seducir que planeaba usar en un futuro, aprendía a tocar el arpa, tenía clases de danza para posteriormente retirarse a sus aposentos, los cuales estaban en la torre más amplia de todo el gran torreón de Altojardín.

Aprendía tantas cosas por el simple hecho de que tenía tanto tiempo libre al no hacer nada más, por lo que con el tiempo, desarrolló una gran capacidad mental. Sentía que era más evolucionada que el resto de personas y lo sabía muy bien, se había vuelto perspicaz y una gran lectora de personas. Entendía que querían dar a entender con su expresión corporal, entendía las señales de tensión y confusión. Sabía perfectamente cuando alguien mentía, o cuando intentaban hacerlo.

Su misma abuela lo descubrió cuando al hablarle, sabía exactamente lo que quería decirle sin decir no más de tres palabras.

En la noche estaba tan agotada que solo llegaba a sus habitaciones, se colocaba la ropa de dormir y caía en un sueño profundo lleno de la libertad que jamás había sentido desde hace muchos años, esa sensación que le había sido arrebatada hace mucho tiempo.

Solo sabía que despertaba cada mañana con los ojos empañados en lágrimas y la cabeza palpitándole del horrible dolor de cabeza que le daba al llorar por toda la noche.

Aunque, un día cuando despertó, su doncella le informó que su abuela desayunaría con ella en la terraza. Aunque quedó mostrarse molesta, no pudo evitar alegrarse de no tener que comer sola. Siempre era difícil ignorar el como estaba totalmente alejada de cualquier familiar que alguna vez amó.

Un dato más, era que ya no sentía el amor con tanta fuerza. No desde hace mucho tiempo. Tal vez, con el tiempo, había perdido la capacidad de amar.

—Siguéis tan radiante como la semana pasada, querida —dijo Olenna, mientras tomaba un pedazo de queso de la bandeja de plata más cercana—. No es novedad, pero si yo estuviera en tu lugar, ya hubiera muerto asfixiada. No entiendo la necedad de mi hijo en mantenerte en estas cuatro paredes. Un día de estos te escaparás y no podré culparte.

Anthea trató de sonreír, pero sabiendo que su abuela no bromeaba (no del todo), no pudo evitar hacer una mueca. Siempre decía lo mismo cada vez que la visitaba; se quejaba de la luz, de los mayordomos que tardaban en ir y venir de la cocina a la torre (porque estaba alejado de su habitación). En fin, de todo lo que involucrara la torre. A veces incluso de su hijo y sus otros nietos que creía incompetentes, aunque no solía decirlo en voz alta.

Aún no descartaba la idea de escapar. Tal vez encontraría a un granjero que la amara, o tal vez, con suerte, podría ocultarse en el castillo de algún pequeño señor que lograría quererla a pesar de ser una Tyrell. Una sureña.

—Si le soy sincera abuela, hace algún tiempo que debí de haber perdido la razón. Todos los días son igual de monótonos.

Tomó un durazno y saboreó su dulzura. Amaba las cosas dulces, pero amaba aún más los duraznos.

—Tu padre heredó muchos defectos de mi fallecido esposo y una de ellas era su terquedad. Odiaba cuando él creía poder hacer lo que se le venía en gana, aquello fue lo que lo mató. Eso de cabalgar y no mirar a donde iba… debes saber que no tenía ni una pizca de inteligencia —dijo Olenna, haciendo un ademán a un mayordomo para que trajera el siguiente platillo— ¿A qué esperan? Soy vieja, pero sé que aquí debería de estar la bandeja de los pastelillos de limón.

Un mayordomo con ropas de seda azul y blanco se acercó. Hizo una reverencia y se dispuso a hablar.

—Aún faltan los otros dos platillos mi Lady, me temo que tendrá que esperar un poco más para que se sirva el postre…

—¡Tonterías! —exclamó Olenna con aquella mirada calculadora que solía tener desde que Anthea era una niña— Sois mi mayordomo, y si yo os digo que quiero pastelillos de limón, usted los trairá para mi nieta y yo. Y si no os molesta, espero que sea lo antes posible, muero de hambre.

Anthea no pudo evitar sonreír divertida, le gustaba esos momentos.

Los ratos con la abuela solían ser los mejores, siempre le contaba sobre sus años de juventud y el como lograba salirse con la suya en cada disparate que se inventaba. ¡Las miles de veces que le había contado sobre sus escapes a altas horas de la noche, sus amoríos a espaldas de sus padres y el sinfín de corazones rotos que dejó en el pasado! Sin olvidar como es que había provocado que sus padres rompieran su compromiso con Daeron Targaryen, para después casarse con el Señor del Dominio y así convertirse en la Reina de las Espinas, robando el prometido de su hermana que la odió por años.

Su abuela era un personaje icónico entre los Tyrell, y por ello siempre se debía de ir con mucho cuidado en su presencia si no querías que descubriera algunos detalles que otros pasarían por alto.

—Abuela, no seáis tan dura. Solo siguen órdenes —Su voz fue suave, muy dulce para el oído humano. Su sonrisa logró atontar al hombre por unos cuantos segundos que fueron importantes para personas externas. Dedicándole un ademán al mayordomo, él se puso rojo y apartó la mirada de la joven Tyrell. Solo Olenna notó como los ojos de su nieta se oscurecían por unos segundos. Ya lo había notado antes, pero se negaba a verlo—. No es para que lo asustéis.

Olenna le restó importancia al asunto. Se recargó en su silla y pidió que le trajeran más jugo de naranja.

—No estéis tan segura. Si los dejara hacer lo que les ordenan, yo ya no estaría aquí.

—Y si usted hiciera lo que le viene en gana, ya estaríamos en mitad de un problema —dijo con dulzura, pero su abuela no se lo tragó ni un poco. Entendía sus intenciones y sabía que aunque ella no tenía nada que ver con su encarcelamiento, aún así le tenía rencor.

En su mente, su abuela permitió que fuera encerrada. Si su familia en verdad la amara, hubieran hecho lo que sea para sacarla de su cárcel.

Olenna suspiró, estaba agotada de todo ese drama sin sentido.

—Me habéis pillado, querida —dijo con una sonrisa cansada—. Los años me han dado astucia, pero para una niña que a vivido toda su vida confinada… Me temo que no estoy del todo preparada.

—Pido disculpas. Las niñas que crecemos en torres no solemos tener filtros a la hora de hablar —Anthea trató de beber de su taza de té sin llamar la atención de su abuela, pero fue una batalla pérdida. Olenna Tyrell nunca se le escapaba nada.

La mayor dejó su taza de té de lado y la miró directamente a los ojos. Anthea trató de evitar su mirada, pero cuando Olenna vio los ojos de su nieta, pudo ver el dolor y la tristeza que los bardos solían tocar. Pobre de su joven nieta. ¡Obligada a estar en una torre, alejada de sus padres y hermanos! ¡Con su enorme belleza obligandola a estar encerrada!

Jamás fue tonta. Al principio entendió el porque del encierro de su nieta y lo comprendió perfectamente. Anthea había demostrado gracia y belleza desde el día de su nacimiento, pero con el pasar de sus años, simplemente, había sobrepasado los límites. En ese entonces podía ser solo una niña, pero un hombre la vería como lo que era, una mujer. Con piel tan blanca como las nubes por la falta de sol, con cabello castaño perfectamente en rizos ondulados; unos grandes y penetrantes ojos azules, junto con pestañas largas y rizadas. Siempre pareció ser el tipo de chica que era sacada de un cuento de hadas. Una visión de lo perfecto e inalcanzable.

En otra situación, Olenna hubiera creído que era una niña común y corriente. Su descripción física era de lo más normal, pero al mirarla, todo lo anterior no parecía importar.

La rosa más brillante del jardín, sin dudar, era Anthea, y la familia no podía estar más orgullosa de aquel hecho. ¡Sin fin de propuestas de matrimonio habían llegado! Casas menores y de otros tantos dominios, cada vez mejores por los crecientes rumores sobre una belleza entre los muros de Altojardín.

«Que lástima que no salga de esta torre, sería idolatrada como una diosa», pensó Olenna, mirando los melancólicos ojos de su nieta.

En cierta parte, los ojos de Anthea le hacían recordar a los de Rhaegar, el Príncipe que siempre creyó que debió ser Rey, y no ese usurpador, Robert Baratheon. Pero el chico había caído ante la hermosa norteña que llevaba como nombre Stark, y todo por lo que había luchado solo se desvaneció de sus manos por un hombre celoso y lleno de furia.

Los ojos de su nieta eran exactamente igual de melancólicos que los del Príncipe Dragón. Esa mirada triste que no se había esfumado de su nieta desde el primer día de encierro.

Olenna creía fielmente que Anthea estaba lista para salir de aquellas cuatro paredes, pero debería de hacer todo con sumo cuidado, tendría que mover las piezas y cuidar que nada saliera mal. Al menos así la casa Tyrell al fin podría llegar a la corona; lo que más habían ansiado en trescientos años.

Y sabía que Anthea era una anomalía. Una en un millón. Era irremplazable en su plan.

—Retirensen —ordenó Olenna. Los mayordomos se miraron entre sí y salieron del lugar lo más rápido posible.

Anthea y Olenna estaban en la terraza de la torre, se podían vislumbrar puñados enormes de prados llenos de cultivos y flores. Todo era tan colorido, pero Anthea lo había visto perder su encanto con cada día que transcurría.

Olenna llamó a su nieta con delicadeza.

Los ojos de su nieta se clavaron en ella como dos faros. Tan bellos y brillantes. Aquel día Anthea estaba tan radiante como siempre, parecía lo que toda doncella quería ser y el sueño que todo hombre quisiera poseer. Su vestido estaba bordado en hilos de oro y el cabello se lo habían recogido en un peinado despeinado, su vestido se mecía al compás del aire, levantándose en los lugares correctos y deslizándose en sus finas extremidades.

A veces, Olenna creía que su nieta había nacido gracias a algún dios, pero recordaba que no existían y simplemente se limitaba a pensar que era un golpe de suerte, pero apesar de estar enfundada en las mejores comodidades y las sedas más bellas, sus ojos no dejaban de estar tristes.

—¿Sí? —preguntó Anthea.

—¿Nunca habéis pensado en el día que saldríais de aquí? —preguntó tomando un pastelillo de limón.

Anthea parpadeó varias veces. No veía a que venía esa pregunta, pero los siete sabían cuanto había rezado por aquella posibilidad.

—He pedido por aquello tantas veces que me resultaría una completa locura —dijo Anthea aún sin inmutarse, tan tranquila como siempre solía estar—. La sola idea de salir de aquí... sí, he soñado con aquello tantas veces que incluso parece una ilusión transmitida por el sol.

Olenna entrelazó sus dedos y se inclinó hacia adelante. Sus pupilas estaban dilatas.

—¿Qué diríais... si os dijera que puedes salir de aquí?

Anthea parpadeó varias veces y dejó el durazno a medio comer, entrecerró los ojos con cautela y su respiración se hizo más lenta. Olenna notó como sus dedos golpeteaban la mesa con aire siniestro, una melodía muy, muy lenta.

—¿Es una clase de prueba?

—Depende de que respondas, cariño.

—¿Qué quieres que haga? —Se fue sin tapujos, sabía las tácticas de la anciana que se hacía pasar por su abuela. Entendía que nada era gratis en la vida.

Olenna sonrió.

—Me refiero a que creo que estáis lista. Has estado aquí, aprendiendo, preparándote para tomar el poder de un castillo al lado de un gran señor —Hizo una pausa, Olenna sabía que ya no habría vuelta atrás después de decir las siguientes palabras— ¿Pero qué pasaría si os dijera que en vez de un castillo y un simple señor, podríais tener todo un reino y súbditos?

Anthea la miró fijamente.

—¿Qué es lo que tenéis en mente?

—Nada más que un simple juego de ajedrez, querida, en donde tú estarás como la Reina.

Anthea pensó con agitación, aquella oportunidad no sería fácil de volver a obtener. Era única. ¿Tan malo es ser una simple señora de un castillo? ¿Acaso para eso nació? ¿Para ser una Reina? No estaba del todo segura, pero para salir de esa torre, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa...

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Eso déjamelo a mí —respondió Olenna y tomó un panecillo de la canasta que estaba en el centro de la mesa—. Contigo en mi plan, esto será como remojar pan en leche.

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¿Qué les pareció? Me gustaría que hubieran unos cuantos capítulos en los que se hable de la vida de Anthea, quiero que la historia tenga desarrollo y que esté coherente, no que simplemente se remote al momento de la llegada a Invernalia.

Bueno, espero que les haya gustado. ¡Voten y comenten! Me ayuda a seguir publicando capítulos xD

Sin nada más que decir, nos leemos pronto, desconocidos.

Atte.

Nix Snow.

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