02) Aguantar
Jeca
Después de media hora esperando, Adam seguía sin aparecer, las personas me ignoraban, pero el chico de rubio permanecía sentado a un lado de mí en silencio.
Conforme el tiempo pasaba, más gente se iba acumulando, como si de una reunión improvisada se tratase porque hasta llevaban cervezas. Fue entonces que al tipo de al lado se le ocurrió hacer una llamada por teléfono y Adam decidió aparecer, solo para dejarme esperando otra vez.
Él entró junto a un grupo de cinco personas. Al contrario de la espera anterior, salieron pronto, fue cuestión de minutos. Luego me volteó a ver sin expresión mientras me examinaba.
—Jeca, ven. —Los nervios aumentaron, todos me miraban como si fuese a hacer algo "indebido".
«Calma gente, solo intentaba conseguir unas pastillas para morir».
Entramos a su casa, estaba muy desordenada, olía a cigarro y marihuana. Me desconcertaba estar dentro de ese lugar. Lo peor era que Adam seguía caminando sin decir palabra. Me llevó a través de la sala: Había tres sillones polvorientos de color anaranjado con flores azules; Luego fuimos a las escaleras que estaban un lado de la cocina llena de platos sucios y finalmente su cuarto, el cual no tenía puerta.
Adam pasó primero, dio media vuelta para verme y cuando notó que me quedé en el pasillo volvió a abrir la boca:
—Apúrate, no te estoy obligando a estar aquí. —Odiaba su forma prepotente de ser y odiaba aún más estar en esa situación.
Lo primero que noté fue que su cuarto estaba dividido por una cortina mugrosa que solo me permitía ver un sofá cama y un ropero al que le faltaban cajones. Aunque al principio no entendí por qué, una chica no tardó en salir de ahí medio vestida.
—¿Y esta qué? —preguntó mientras corría la cortina dejando ver el otro lado de la habitación. Había una cama, una especie de librero lleno de cosas sin uso y otro mueble igual de sucio, pero con cajones.
—Ella viene aquí buscando cierto producto —respondió Adam, como si le preguntaran la hora.
La mujer me miró sin disimular. Era muy delgada, al igual que rostro afilado. Se le marcaban los pómulos y las mejillas se notaban acartonadas, tenía enormes ojeras. Con verla se volvía evidente que consumía drogas; sin embargo no dejaba de tener cierto atractivo.
—Está muy niña, ¿no? —inquirió.
—Algo, pero no es lo que piensas —explicó, él buscaba entre sus cajones—. Llévale esto a Arturo —ordenó mientras le extendía una bola de periódico con marihuana dentro—, y esto es tuyo —siguió, antes de darle una pequeña bolsa con algo parecido a una piedra.
Preferí no decir nada y girar la cabeza a otra dirección. La chica salió sin mirarme, Adam la siguió hasta estar seguro de que ella estaba fuera, yo me quedé sentada en el sofá cama que había en el cuarto.
—Ya averigüé lo que querías saber —soltó mientras se sentaba en la cama—: Las pastillas son muy caras, podría dártelas en dos mil.
—¿Dos mil pesos? Es demasiado. Pensé que sería más fácil contigo.
—Y lo es. Yo conseguiré la receta, no es tan sencillo. ¿Para qué las quieres? —cuestionó mirándome fijo.
—Eso no te incumbe, de igual forma no puedo pagarte tal cantidad. —Clavé la vista en mis tenis viejos buscando paciencia.
—Pues, consíguelas tú en otro lado.
—No puedo, debe haber otra forma... ¿Sexo? Estoy segura de que a esa chica le diste drogas por sexo.
No era que cambiara mi cuerpo por cosas a menudo, de hecho sería la primera vez; pero en realidad, después de eso estaría muerta así que ya no importaba.
—No, no, no, no te confundas. Las drogas de ella no valen ni la mitad de lo que tú me pides, y sexualmente estoy bien servido. Créeme que una noche por dos mil, no lo vale —aclaró Adam con toda seguridad.
Quería llorar de frustración, él no iba a ceder. Tragué saliva y me quedé en silencio pensando que hacer, hasta que volvió a hablar:
—¿Te hago un trato? Tú me dices para que las quieres y yo te hago un descuento de quinientos —propuso. Suspiré casi derrotada:
—Me sale igual que comprarlas en la farmacia.
—Pues, buena suerte comprándolas sin receta. Adiós —se despidió señalando el pasillo.
Nos quedamos en silencio mientras él buscaba un cigarro entre sus cosas. Lo encendió y yo me limité a mirar las figuras que se formaban con el humo. Meditaba en lo que diría después de contarle para qué quería las pastillas.
—Estoy pensando en suicidarme… recuerdo haber escuchado que con cierta cantidad de fortuaninas puedo lograrlo —declaré mientras lo miraba, pero ni siquiera se inmutó.
Cualquiera pensaría que después de una confesión así, la otra persona te daría un discurso moral sobre el porqué seguir vivo, pero Adam solo me miró como si le hubiese comentado que quería adoptar a un gato. Incluso el gato sería algo más interesante para él.
—Bien, ahora entiendo porqué tanta prisa... Pero no puedo dártelas gratis, tú tienes tus motivos, yo los míos. ¿Cómo sé que después de vendértelas no me culparan a mí por tu decisión?
—Nadie sabe que estoy aquí, nadie me conoce. —Él asintió.
—¿Cómo está Teddy? —recordó de pronto.
—¿Eso qué importa? ¿Vas a acusarme o qué? —Empecé a temer que Adam fuese a delatarme con mi hermano y seguramente se reflejó en mi cara.
—Importa mucho. Pero no, no le diré nada... Responde las preguntas, si me dices algo que me convenza haremos un trato y no tendrás que pagar nada.
—¿Qué clase de trato? —cuestioné desesperada.
—Jeca, Jeca, Jeca... En serio estás hostigándome. Yo haré las preguntas, solo responde. ¿Cómo está Teddy?
—¡Él está bien! Tuvo un hijo con Rosa, nació hace tres meses, se llama Aaron, como él.
—¿Y su enfermedad? —siguió con suma tranquilidad.
—¿Hablas de los ataques epilépticos? Ya tiene tiempo sin sufrirlos. Desde que dejó las drogas disminuyeron.
—Sí, recuerdo que tenía ataques de esos muy seguido, pero quería encajar con los callejeros. Pobre pendejo. —Quise preguntar o alegar, pero temí que al hacerlo Adam prefiriera irse y no darme nada.
—Ya tiene años limpio —respondí como abogando por Aaron.
—¿Tú usas algo?
—No, nada. Ni siquiera fumo, no bebo por miedo a acabar como mi madre, temo a las drogas.
—¿Y por qué ofreciste tu cuerpo a cambio de las pastillas? —inquirió Adam viéndome a la cara.
De pronto me sentí juzgada, sucia y muy vacía.
—Porque da igual si pronto moriré —confesé sosteniendo la mirada. Su silencio me hizo sentir mejor.
—No sé si recuerdes que yo era amigo de Teddy…
—Sí, lo recuerdo, aunque no diría que amigos, solo conocidos.
—Como sea. Estábamos en tu casa, en la sala y alguno sacó unas pingas... Pastillas psicotrópicas para que me entiendas.
—Sé lo que son, no te apures —interrumpí irritada, sentía que me trataba como idiota.
—Bueno, como te decía: Empezamos a consumirlas, pero Teddy se negaba a tomarlas, Martín lo presionó y terminó metiéndoselas. Estábamos bien, hasta que de pronto Teddy empezó a tener un ataque. Martín salió corriendo junto a otro pendejo, nos quedamos tres y uno fue a buscarte porque no sabíamos qué hacer. Tú tenías como diez años. Saliste como sin nada y así mismo atendiste a tu hermano, sin siquiera alterarte como nosotros... ¿Recuerdas?
—Sí me acuerdo, de hecho, varias veces sucedió lo mismo.
—Ese es el trato que busco contigo —confesó viéndome directamente a los ojos.
—N-no entiendo.
—Hace un tiempo sufrí un accidente en auto, desde entonces tengo convulsiones cuando me drogo más de la cuenta. Nadie sabe qué hacer en esos casos, huyen, hablan a la ambulancia y la mayoría de veces me roban. Quiero que tú estés ahí en momentos como esos, serás algo así como mi enfermera.
De todas las posibilidades, cuidar adictos fue la que jamás se me ocurrió.
—¿Hasta cuándo? ¿Cuánto tiempo tendré que ayudarte? —pregunté con recelo.
—No lo he pensado, estoy un poco drogado aún... ¿Sabes cocinar, limpiar y esas cosas?
—Estás cambiando el tema —reclamé.
—Responde las preguntas, Jeca. Puta madre.
—¡Sí, sé hacer todo eso! Puta madre.
—Bien, para hacer más rápido el proceso, ¿que te parece esto?: Ven a mi casa a limpiar, cocinar, lavar platos, lavar ropa y cada día te descontaré cincuenta pesos.
—¡¿Cincuenta pesos? Tú buscas una sirvienta y enfermera, es muy poco a cambio de mucho!
—Tienes razón. Si limpias serán cincuenta, si me cuidas serán cien. Es todo lo que puedo hacer por ti.
—Es muy poco, Adam.
—¿Tienes una mejor propuesta? Porque yo no estoy interesado en nada más. Si quieres puedes ir con el vendedor de otra colonia, seguro te acepta el culo por una caja de fortualoquesea... pero no creo que quieras ese recuerdo antes de morir, tiene fama de ser un cruel y sádico —vaciló haciendo una mueca pensativa.
—¿Hablas del que cría perros de pelea? —Adam asintió—. ¿Está bien si lo pienso?
—Sí, pero mañana a medio día debes darme respuesta. Si no vienes no volveré a hablar contigo, nunca nos vimos.
—Estaré en la escuela a medio día. No quiero que mamá se entere que estuve aquí. Te dejaré mi número, ¿dónde lo apunto? —Él se encogió de hombros.
—En la pantalla de la tele —dijo, señalándola con pereza.
Sobre un mueble estaba la televisión cubierta por una espesa capa de polvo que perfectamente podía usarse para anotar cosas. Sucio y desinteresado como solo él podía ser. Negué la cabeza.
—Ya me voy, Adam. Pásame tu número, intentaré llamar de un teléfono público antes de venir, no quiero estar esperando como ahora.
—Sí, bajaré contigo me están esperando —recordó, poniéndose de pie y estirando los brazos.
Adam
Cuando vi a Jeca en mi casa realmente me intrigué, incluso pensé que estaría buscando a su madre.
No me sorprendía el hecho de que quisiera comprar algo conmigo porque su familia tenía historial, pero jamás pensé que me fuese a pedir esas pastillas.
La tarde que pregunté por ellas en la farmacia y supe que eran para el corazón tuve dos hipótesis: Su hermano las necesitaba o Jeca las quería para una tontería.
Las Fortuanina no daban ningún tipo de "viaje", pero eran un medicamento fuerte para un problema que ella no padecía o al menos nunca lo mostró, porque mientras su hermano se sacudía en el suelo a ella ni le temblaban las manos.
Jeca tenía unos ojos oscuros y almendrados, muy expresivos. Mas, su mirada era tan vacía como la de cualquier persona que iba a mi casa a comprar drogas. Una mirada de alguien que se rindió, que ya no le interesaba nada, que no tenía a nadie más que a sí mismo. Por eso no me sorprendió cuando ella me confesó que quería suicidarse, por eso la presioné para que me dijera, porque sabía lo que planeaba, pero quería estar seguro del siguiente paso que iba a dar.
Le mentí.
No había tenido ningún accidente. No necesitaba que alguien me cuidara, tampoco que limpiara mi casa, y las pastillas no me iban a costar ni la mitad de lo que costaban en realidad. No era por amor o atracción hacia ella que quería que estuviera viva. Era el recuerdo de una chica con la misma mirada que Jeca, una chica que nadie recordaba y los que sí, lo hacían con burlas. Era egoísmo. No quería que ella viviera por su familia; su hermano se había ido lejos dejándola con su madre alcohólica. Ellos eran el principal motivo por el cual Jeca quería desaparecer del mundo... Pero quería que viviera para pagar una deuda conmigo mismo, para sentir que reparaba el mal que le había hecho a Anette.
Cada día que Jeca viniera le descontaría cincuenta pesos de su deuda, para eso tendría que recurrir a mí unas cuarenta veces. Pero no pensaba hacerlo fácil, aunque tampoco sabía cómo ayudarla. Vendía y consumía drogas, era muy hipócrita de mi parte querer convencer a alguien del valorar la vida cuando la mía ni siquiera me interesaba lo suficiente. Pero lo importante era intentarlo, ¿no?
Después de que ella se fue yo me quedé con las personas que me esperaban, no supe ni en qué momento mi casa se había convertido en el punto de reunión. Me daba igual mientras todos se fueran esa misma noche.
—¿Quién era? —preguntó Malcom.
—Una chica que conozco de hace tiempo.
—¿Y quiere cambiar a Adam? ¿Es otra adolescente que cree que el amor todo lo puede? —supuso burlándose.
—No... Solo quería platicar de cosas.
—¿Cosas? —preguntó mientras se movía como si estuviese teniendo sexo. Yo solo me reí—. Ya en serio, intenté hablar con ella, pero era como hablar con la pared, ¿qué se mete?
Iba a responder una guarrada, pero preferí ser prudente.
—Nada.
—¿Entonces a qué viene?
—Ya deja de preguntar, no quiero hablar de ella —contesté hostigado viendo a la ventana de la sala.
Mi compañero levantó las manos e hizo cara de preocupación fingida. Sabía que las cuestiones de Malcom iban más allá de una simple curiosidad, Jeca había llamado su atención de otra forma.
—Última pregunta y ya: ¿Cuántos años tiene?
—Es ilegal. Mejor mantén distancia. —Él soltó una risa sarcástica.
—Mucho de lo que hago es ilegal. De cualquier manera, si ella me pide hacer algo, la edad deja de ser problema.
Preferí no contestar, pero el hecho de que Malcom se fijará en Jeca me dejaba una sensación muy incómoda, como cuando intuyes que algo saldrá mal.
Jeca
Después de hablar con Adam regresé a casa. Mamá seguía sin aparecer y dentro de mí permanecía la semilla de la tristeza bien sembrada.
Me sentía la persona más cobarde por no poder resolver mis problemas, por preferir ir por "la salida fácil", pero de eso nada. No era fácil decidir quitarte la vida; no eran nada fácil las noches de insomnio, tener esa sensación de soledad y rechazo. Sentirme miserable día tras día, pensar que estaba sola aunque tuviera a un par de personas a mi lado, querer hablar y creer que a nadie le importaba lo que tenía que decir. Callar mis propios gritos, secar mis lágrimas, la lastima que surgía al verme al espejo. No era fácil lidiar con ese hueco interno y mucho menos imaginar que eso seguiría pasando el resto de mi vida.
Al siguiente día en la escuela estaba en clase del maestro Alejandro Ciccilo. Hablaba sobre sexualidad, pero en realidad el tema no era de mi importancia, yo ya había experimentado y en esos momentos era algo que no deseaba, ni tenía en mente.
Hicimos un trabajo y de ahí sonó el timbre para ir al receso. La mayoría salió del salón como si estuviera en llamas, pero yo me quedé sentada. Estaba adormecida, no había notado siquiera que el maestro seguía ahí:
—¿Jeca? ¿Te pasa algo? —Se acercó mientras se sentaba a mi lado.
—No, ¿por qué lo pregunta?
—Te he notado distraída últimamente, tus calificaciones bajaron y parece no importarte mucho. En mi experiencia es una señal de alarma. ¿Problemas en casa? —intentó indagar, pero rápido evité el contacto a los ojos viendo a la ventana.
—Lo normal, todos tenemos problemas —aseguré con un nudo en la garganta.
—Sí, pero no todos de la misma magnitud. Algunos tienen problemas porque mamá no los deja ir con sus amigos, otros porque mamá no deja de salir con sus amigos. —Sentí como un balde de hielo cayendo encima, no era un secreto el problema de mamá, pero definitivamente era algo que no quería hablar con nadie, aunque el maestro me inspiraba confianza.
Nunca hablaba de lo que sentía, o pasaba en mi casa, pero a veces lo necesitaba. Quería un confidente, un amigo. Alguien que me dijera que todo estaría bien. En el fondo quería una razón para vivir, una pequeña esperanza.
—Es difícil... Peleamos todos los días, a veces no hay ni siquiera para comer. La he visto llorar, orinarse, dormirse hasta en el baño y es vergonzoso para mí. Alejo a las personas que se preocupan porque no quiero que lidien con mis asuntos...
Empecé a contarle como me sentía y él no paraba de oírme. Me aconsejaba e incluso me dio un pañuelo porque me puse a llorar. Cuando terminé de hablar con él me arrepentí de inmediato de haberle contado, como si todo aquello fuese una bobada. Pensé que había dado un paso que no quería dar. Él comenzó a aconsejarme, pero nada de eso me tranquilizaba, hasta que me contó algo que me hizo estremecer:
—Jeca, en mi trabajo como psicólogo he visto casos como el tuyo cientos de veces y la mayoría termina bien. No te rindas Jeca, puedes vivir una vida plena, solo encuentra una razón para seguir y aférrate a ella, necesitas seguir adelante. Hazlo por ti, para ti.
—Gracias, eso intento —asentí intentando sonreír. El receso estaba por acabar, por fortuna para mi ya masacrado ego.
Me quedé con la sensación de pesadez y ver al maestro era algo que me daba mucha vergüenza. El resto de las clases me la pase con ese extraño sofoco por creerme expuesta. Quería que me tragara la tierra, aunque no sabía bien porqué.
Me fui a casa con tanta prisa como pude. Mamá no estaba, entonces yo me cambié con lo más cómodo que encontré, me acosté y quedé dormida.
Desperté sintiéndome mucho mejor, me metí a bañar para terminar de desperezar. Después me puse una camiseta de algodón talla extra grande que encontré por ahí, seguro de algún tipo que mamá llevó a casa.
Estaba por empezar las labores domésticas cuando tocaron la puerta, vi por la ventana y era Marco, el cuarentón pervertido que hacía a mi madre emocionar cada vez que la buscaba. Para ella era un "Gran amigo", para mí un gran problema.
Espero que el inicio les este gustando. Por favor, díganme sus opiniones porque quiero seguir mejorando.
Saludos y gracias por leer.
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