Capítulo 4
El cielo coloreado de azul sangre, se oculta tras nubes de impotencia, ante la inclemencia de un dios que no entiende de la sed y el hambre que sus hijos tienen ante un sol de justicia y la fantasía divina de que el mundo puede ser un lugar mejor.
La lluvia de la fatalidad de la habilidad de la muerte, que juega a los dados con la suerte de aquellos que mienten a los suyos, pensado que, alguna vez, hubo un lugar donde resguardarse de las gotas de dolor por un amor perdido, una pasión robada y una vida sesgada.
Se cercena la imaginación de una niña que mira atemorizada como la persona que menos pensaba, era la que irrumpía, sorprendía y le daba la oportunidad, por tanto tiempo soñada, de escapar. Pues no todos los monstruos que vivían al final del pasillo oscuro tenían garras y dientes afilados con ansia de devorar un corazón puro.
La inexistencia del recuerdo exacto de cuando era la primera vez que lo había visto de facto, la frustraba mientras contaba dos o tres años. ¿Quién sabía? No obstante, el tiempo no había borrado las carreras de hombres de blanco, con una mujer en una camilla casi desvencijada, con mirada desesperada, la más delgada que jamás vio, tras ellos el monstruo corriendo, llorando y rogando que pudieran salvar su vida.
Dan, tal y como se llamaba aquella bestia, de barba descuidada, ropas malolientes, remendadas (¡infortunado persistente!), estaba otro día en el suelo, como un árbol cortado, con las ramas arrancadas, hojas a los costados, cubierto por un fluido inmundo, que la llevó al rincón más profundo del Hades, donde habría sido encerrado por algún pecado execrable.
Aprendió a temerlo y despreciarlo, pues como su padre era: un borracho demoníaco, tal vez maníaco, asesino, violador o camello, seguramente acostumbrado a matar a degüello, a personas inocentes que se habrían ganado el cielo, pero que él se había llevado al infierno.
«Una buena persona no puede ser», pensó Jimena. Porque, quien sobre las baldosas medio muerto yacía, no podía ser hacedor de bondad, creador de felicidad, sino engendro del seol.
El olor a pólvora la sacó de aquel mundo de fantasía que había creado desde hacía años. El sonido de aquel disparo había sido distinto a los otros dos. De repente vio a su padre llevándose las manos al cuello tratando de frenar el río de sangre que había seccionado su carótida. Jamás lo había visto llorar. Pero, helo ahí con los ojos repletos de lágrimas que luchaban una tras otras para recorrer los distintos caminos que podías encontrar en una cara para llegar al suelo. En ellos también pudo hallar la sorpresa de un final que no habría predicho nunca.
Bécquer, como apodaban al padre de Jimena, era un camello de cierta influencia en el barrio. Vendía chocolate a cualquiera que tuviera los euros que costaba su impura mercancía. No obstante, él quería ascender a las grandes ligas. Extender sus influencias, no sólo por el barrio, sino por todos los locales de moda en el centro de Málaga. Como era dado a emplear palabras complejas cuyo significado desconocía, los iletrados de sus clientes y jefes decidieron llamarlo Bécquer. Motivo por el que Jimena, de literatura no quería saber nada. En general, no quería saber nada de la vida. Deprimente conclusión para una niña que apenas pisaba la adolescencia.
Para cerrar ciertos negocios, Bécquer la había usado como complemento de pago. Sus ganancias eran exiguas con respecto a lo que le requerían los peces gordos del mundo del hampa. Jimena era una niña preciosa (al menos así se lo habían dicho cada uno de esos hombres por las noches en donde ocurrían aquellas cosas de las que no quería acordarse) y un delicioso manjar que jamás nadie despreció.
—La depravación humana no conoce límites, Jime —había dicho su padre—. Por eso, eres importante para mí.
Jimena bajó los brazos, quizá ayudada por el peso del revólver humeante que descansaba entre sus finos dedos. Algunos de sus maestros le habían dicho que tenía manos de pianista (los mismos que habían mirado hacia otro lado cuando había aparecido con claros signos de dejadez y abuso).
Al final, había dejado de ir a la escuela. ¿Qué sentido tenía? La ignorancia era peor que el dolor físico. «¿Qué voy a aprender de ellos? ¿A despreciar a los necesitados?». El mundo estaba corrompido desde sus cimientos. Eso era lo único que le habían enseñado con sus acciones.
Bécquer se tambaleó hacia la puerta de la calle agitando su pistola como si fuera una batuta mientras dirigía una sinfonía tenebrosa. Su expresión mutó de desconcierto a miedo. Sabía que iba a morir. Aquella era una sensación que Jimena jamás había descubierto en sus ojos y se alegró. Por primera vez, en muchas semanas, sonrió. Aquel momento era el más feliz desde que su madre había decidido huir y abandonarlos.
Mientras su padre se desplomaba en el suelo, un recuerdo se disparó. En la cara de ambos había dibujada una imborrable sonrisa. Sabía qué día era ese. El más feliz de su vida. Curiosamente, el más triste también.
En aquel momento, Bécquer era una persona normal y corriente. Trabajaba en un kiosco y les traía revistas a su mujer e hija casi todos los días. Jimena se sentía especial simplemente con eso. Podía recorrer lugares sin salir de su dormitorio, aprender sobre videojuegos, historia, los problemas de los adolescentes y ver cómo los ricos decoraban sus hogares.
Jimena reía sobre un tiovivo en la feria de Málaga. El calor nocturno de agosto había perlado su frente de sudor; no obstante, la emoción superaba cualquier otro malestar. Su padre había ahorrado durante un par de meses para que, como muchos infantes afortunados, pudiera subirse a los carricoches, norias y comer manzanas caramelizadas con palomitas de maíz por encima. Todo parecía un sueño, hasta que regresaron a casa.
No podía creer que aquel hombre fuera la misma persona que ese que estaba muriendo tirado en el suelo. Jimena no sabía que una mujer pudiera hacer tanto daño. Y como tal, ella misma había aportado su granito de arena en aquella orgía destructiva.
Rosa, su madre, harta de una vida de posibilidades económicas limitadas, se marchó con uno de sus alumnos de crossfit, un joven y fornido dentista, que la había conquistado con joyas y perfumes. No había dudado un segundo en abandonar su hogar nada más se presentó la oportunidad. «No fui más que una carga para ella».
Desde aquel entonces, su padre había caído en todos los vicios habidos y por haber. Fue cuestión de tiempo saltar de ser un simple consumidor a un dealer para hacer más dinero y así pagar las deudas que pendían, como la espada de Damocles, sobre su cabeza. Poco le importó destruir su alma y, de paso, arruinar la vida de Jimena. «Lo único que le importa al ser humano es el sexo y el poder», sentenció el día en el que uno de los jefes de Bécquer la dejaba en la cama, dolorida y le tiraba un billete de cien euros.
Jimena tiró el revolver al suelo manchado de sangre y su propia orina. Avanzó hacia la salida y miró los nublados ojos de Bécquer. ¿Qué habría pasado si su madre no se hubiera marchado? «¿Qué importa ya?», pensó mientras se limpiaba unas pocas y rebeldes lágrimas. El timón de su barco estaba roto, las velas raídas e incapaces de capturar el viento que la pudiera llevar a buen puerto. «No tengo esperanza».
No le pidió perdón. Simplemente se quedó viendo cómo su espíritu abandonaba su cuerpo. Era la primera vez que veía a alguien morir. Que fuera Bécquer era una agridulce alegría. Muy en el fondo, estaba el hombre que alguna vez había sido su padre. «Tan al fondo, que me sería imposible llegar a él y devolverlo a la superficie».
Regresó al lado de Dan quien respiraba con dificultad. La sangre se deslizaba por sus labios goteando sobre su pecho. ¿Quién era en verdad aquel hombre que la miraba con admiración? No lo conocía.
—¿Eres mi salvador? —preguntó mientras acariciaba su sucio cabello.
Si él no se hubiera atrevido a aparecer, Jimena estaría de camino a la casa de otro de los amigos de su padre para pagar por su influencia. Tal vez no sería su salvador. Aunque había sido el desencadenante de su actual liberación.
Ahora sólo Dios sabría qué sería de ella. Con doce años, tendría que esperar a que alguna familia la acogiera y la quisiera tratar como a su hija. «Soy muy grande para eso». Jimena era una pobre adolescente traumatizada que no sería otra cosa que un estorbo (como lo había sido para su madre). «O una esclava de nuevo», pensó atemorizada. No podía pretender que nadie la tratara mejor que su padre por pura filantropía. El ser humano siempre busca algo a cambio, ya fuera amor o algún otro tipo de beneficio (económico preferentemente).
—La vida es una mierda —sentenció mientras miraba a los ojos vidriosos de Dan—. Sólo me queda evitar que otras niñas sufran lo mismo que yo.
Dan sonreía.
Cualquier conexión con aquel mundo estaba diluyéndose por momentos. No sentía dolor ni miedo. Sus ojos se apagaban y perdían de vista a la risueña Jimena. Tenía una sonrisa hermosa. ¿Cómo alguien podía robársela sin sentirse la persona más desalmada de la Tierra? Sus manos no eran capaces de sentir el tacto de la tersa y suave piel de su faz. El nauseabundo aroma del miedo y la muerte ya no parecían visitar sus fosas nasales. La brisa que transportaba las palabras de la niña no paraba por sus oídos. El sabor ferroso de su sangre se había vuelto insípido. «Estoy muriendo, por fin».
No esperaba ganarse el paraíso, pero haber ayudado a que Jimena se librara de aquel hijo de puta, lo satisfizo. «¿Redención? ¡Qué le follen a la redención!». Él no esperaba que todo el mal que había hecho se desvaneciera por arte de magia. Había dejado a su mujer sola y enferma mientras él cumplía prisión por robar. ¿Realmente existía el perdón para él?
Cerró y abrió los ojos repetidas veces tratando de enfocar infructuosamente en Jimena. Aún estaba sorprendido por cómo ella había sido capaz de robar los ojos de Barbie. Pero Dan no estaba enfadado; más bien imaginó que, si hubiera tenido una hija, habría sido como Jimena. Libre de sus insulsos ojos marrones. «Es un ángel tal y como Barbie».
Tragó saliva por última vez. Quiso darle las gracias, pero las fuerzas lo habían abandonado.
Una lágrima cayó por su mejilla al sentir como Jimena se acurrucaba junto a él. Deseó que ella pudiera...
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